No hay sector de la sociedad que ame tanto al socialismo y que se oponga de forma más apasionada a la libertad, que el de los intelectuales. Ni siquiera los trabajadores, supuestas víctimas del capitalismo opresor, defienden tan ardorosamente a los regímenes y las ideas colectivistas como suelen hacerlo escritores, filósofos y artistas. Pudiera pensarse que se trata del sector más lúcido y avanzado del corpus social, ergo, el más capacitado para definir cuáles son las ideas correctas y salir en su defensa. Sin embargo, este es un prejuicio un tanto arrogante, ya que partiría del hecho de que los intelectuales vendrían a ser el sector ?pensante? de la sociedad, como si las demás personas, que se dedican al trabajo manual, técnico o científico no pensaran, o su pensamiento fuera inferior. De hecho, de este mismo concepto, el intelectual, ya partimos con enormes limitaciones, puesto que se considera como tal solo a los creadores culturales, como si los gerentes, los economistas, los empresarios y hasta los obreros no utilizaran también su intelecto para trabajar y relacionarse con el mundo. Ahora bien, sin entrar en vetustas polémicas sobre qué es o no un intelectual, quiero concentrarme en la razón por la cual estos, en el concepto que comúnmente tenemos sobre ellos, conforman la parcela desde la que más se aúpan las ideas socialistas y más se abomina del capitalismo y la libertad personal.Mario Vargas Llosa apuntaba como principal razón que el mundo de la cultura era ?un monopolio de la izquierda convencional, muy inalterable, que disfruta de privilegios y se permite satanizar a quienes no comparten sus ideales?. Por su parte, el anarco-capitalista español Jesús Huerta de Soto, en sus populares clases que se consiguen en Youtube, resumía las tesis del francés Bertrand de Jouvenel, en tres razones fundamentales, a saber: la ignorancia de los intelectuales respecto a los procesos económicos, motivada por una suerte de confianza ciega hacia el conocimiento humanista, que los lleva a pensar que por saber mucho de letras, teatro o cine, también entienden los problemas sociales del mundo y por consiguiente saben cómo resolverlos; la soberbia, que llevaría a muchos intelectuales a pensar que por ser tan inteligentes y talentosos están por encima del resto de la sociedad y tendrían una especie de autoridad moral para definir qué ideas le convienen a esta; y el resentimiento y la envidia, debido al pequeño lugar que en el orden de la economía ocupa la industria cultural: ?¿Cómo es posible que un vendedor de baratijas gane más dinero que un culto novelista o un gran dramaturgo??, se preguntan, sin atinar respuesta.Si bien pienso que hay mucho de lo anterior, creo que hay una razón que no se ha explorado: el branding del socialismo. Branding, para quien no maneje el término, puede definirse como la capacidad que tiene una marca de identificar su nombre con una serie de valores y no necesariamente con sus productos. El branding es la reputación de la marca. En política no se utiliza la palabra branding, sino que se habla más de retórica.Solemos creer que los hechos hablan más fuertes que las palabras. Y eso es así en muchos aspectos de la vida, pero no en la política, donde la retórica ocupa un espacio prominente. La retórica del socialismo, qué duda cabe, es hermosa: igualdad, hermandad, paz, defensa de los trabajadores, derechos colectivos, amor, armonía. Los hechos, lo sabemos, no lo son: dictaduras incruentas, genocidios vergonzosos, crimen, pobreza, quiebre económico, hambre, desempleo, carestía.Los intelectuales aman el branding socialista, se enamoran de la retórica antilibertaria, creyendo acercarse a valores elevados, propios de su condición de artistas. El amor de la intelectualidad por el socialismo es solo por los valores que supuestamente representa, nunca por sus hechos y regímenes, que casi siempre apoyan desde la lejanía de una cómoda democracia burguesa, o desde la cobardía de un cargo burocrático que los convierte en privilegiados, ajenos a los abusos que el Estado que les paga el sueldo comete contra el común de las personas. Luego, cuando todo falla y la retórica es vencida por la fuerza de los hechos históricos, los intelectuales siempre pueden lavar se las manos diciendo que no fue ese horror el que apoyaron. ?Yo quería cambiar al mundo. Apoyé unos ideales de justicia social. No era esto lo que soñaba?, suelen decir.No sé si haya una solución. A veces, cuando consulto a la intelectualidad opositora, la siento más preocupada por ?demostrar? que el chavismo no es socialista, que por los desmanes del Estado. Todavía hoy, después de años de humillaciones y atraso, se nos vende al socialismo como la salida, a pesar de su estrepitoso fracaso en Venezuela y en todos los países donde se ha intentado. Pareciera que las ideas socialistas nunca se desprestigiarán sin importar la ristra de crímenes que cometan sus regímenes.Pero el trabajo hay que hacerlo. No solo demostrar la inviabilidad práctica del socialismo, sino también atacar el branding, la retórica, la cursilería ideológica. El socialismo no puede quedar impoluto como concepto mientras nos concentramos en combatir solo su fracaso pragmático. En el plano cultural pocos se atreven a combatir al socialismo, debido a que lo prestigioso es definirse como un intelectual de izquierda y defender de forma irresponsable las ideas que nunca aceptaríamos en nuestras vidas, solo porque estas gozan de mucha reputación en el mundo de los ?pensadores?. No sé si la solución definitiva, pero al menos el primer paso es acabar con el prestigio intelectual del socialismo, y definirlo no solo como un sistema fracasado por su inviabilidad práctica sino también como un conjunto de valores perversos que transgreden la naturaleza humana. No será ?cool?, pero promover el individualismo, el egoísmo racional, el espíritu empresarial, el ahorro y la propiedad privada como base para una sociedad exitosa y civilizada, es también un trabajo intelectual. Debemos marchar hacia una cultura de la libertad y hacerlo sin complejos. 


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