Hace pocos años, José Miguel Vivanco, director para las Américas de Human Rights Watch, después de haber traspasado el control de inmigración y mientras esperaba para abordar un avión, fue detenido, en el interior del aeropuerto de Maiquetía, por personas no identificadas que le interrogaron sobre el propósito de su visita, lo cual era de público conocimiento; luego de arrebatarle su pasaporte, Vivanco fue objeto de un trato vejatorio difícil de imaginar en naciones civilizadas. Poco tiempo después fue el turno de Fernando Mires, un respetado profesor de Filosofía que había sido invitado por la Universidad Central de Venezuela a dictar una conferencia que, obviamente, no fue del agrado del régimen. Cuando el profesor Mires se disponía a abordar el avión, después de retenerle el pasaporte, hacer que se quitara los zapatos y someterlo a una humillante requisa, se le preguntó qué le había traído a Venezuela, si tenía una invitación escrita de la institución que lo invitó, cuántos días estuvo, dónde se hospedó, en qué trabajaba, cuánto dinero llevaba, etc.; para emular plenamente a la Gestapo, solo les faltó preguntar si era judío o hijo de judíos. Luego se presentó una mujer perteneciente a una comisión antidrogas que volvió a repetir las mismas preguntas y que, nuevamente, le pidió que se quitara los zapatos; en su caso, no se le permitió llamar a las embajadas de Chile o de Alemania. Patricia Janiot, conocida periodista de CNN, sufrió el mismo trato vejatorio y hostil por parte de la Guardia Nacional venezolana, sin que se le permitiera comunicarse con el exterior.Las situaciones antes descritas no son parte de un trato excepcional brindado a unos pocos ciudadanos eminentes, que da la casualidad de que no comparten el proyecto político de un régimen cuyos métodos se asemejan a las dictaduras más despreciables. En realidad, aquí todos somos sospechosos; todos estamos sujetos al mismo trato denigrante. Excepto, por supuesto, Juan Carlos Monedero, el fundador del Podemos español con dinero venezolano, que puede entrar y salir con entera libertad, sin que se le pregunte por el origen del dinero que porta consigo o por sus reuniones con grupos de venezolanos. ¿Alguien se imagina que a Timochenko, que se desplaza cómodamente en aviones de Pdvsa, o a algún otro miembro de las FARC, se les haga que se quiten los zapatos, se revise su equipaje de mano en busca de drogas o de armas, y se les pregunte a qué se dedican, adónde se dirigen, cuál es el propósito de su viaje, o qué hacían en Venezuela?De acuerdo con la Constitución, toda persona tiene derecho de transitar libremente por el territorio nacional, ausentarse de la República y volver a ella; además, según la misma Constitución, toda persona tiene derecho a la vida privada y a la intimidad. Desde luego, ?libremente? significa sin interferencias indebidas, sin que se pretenda intimidarnos o amedrentarnos por el ejercicio de un derecho, y sin verse expuesto a un trato degradante, también prohibido por la Constitución. Pero, desde hace más de una década, esas disposiciones constitucionales no tienen vigencia en el aeropuerto de Maiquetía.Es perfectamente razonable que las autoridades de inmigración revisen si un pasajero tiene prohibición de salida del país o si se trata de una persona solicitada por los órganos de administración de justicia. También es legítimo que se verifique que esa persona no lleva armas de fuego o de otro tipo, o que no porta drogas u otras sustancias prohibidas. Pero, de allí a someter al pasajero a un interrogatorio absurdo, sobre asuntos que la persona tiene derecho de mantener como parte de su privacidad o intimidad, es inaceptable en una sociedad democrática.Puede que a alguien le resulte gracioso ver a un guardia nacional o a un funcionario de inmigración cumpliendo instrucciones que le obligan a preguntar a un pasajero a qué se dedica, adónde viaja, con qué propósito, cómo pagó su boleto, cuánto dinero lleva, cuánto tiempo permanecerá en el exterior, o dónde se va a alojar. Pero lo que no es tan gracioso es que los funcionarios de American Airlines hagan las mismas preguntas e, incluso, hostilicen a ciudadanos estadounidenses preguntándoles qué hacían en el país o, en el caso de una dama, cuánto tiempo tenía de casada. Nada de eso es de la incumbencia de ese empleado de aerolínea o de la línea aérea que sea. ¿No es eso parte de la privacidad? No podemos evitar que los agentes de un gobierno fascista violen la Constitución y atropellen nuestros derechos; pero no tenemos por qué tolerar la impertinencia y el trato degradante de empleados de una empresa privada. Si ese funcionario no cumplía órdenes de la KGB o de la Stasi venezolana, puede que lo hiciera en nombre de American Airlines o de la agencia de un gobierno extranjero; pero, que se sepa, solo el G2 cubano está autorizado para operar en Venezuela; la CIA no. A menos que el funcionario de marras fuera un perfecto imbécil, en la acepción estrictamente médica del término.


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