Algún ocurrente definió la política como el ?show business? de la gente fea. La definición le viene como un guante a la serie House of Cards (literalmente, Castillo de naipes), que llega a su cuarta temporada. La saga, que parodia con inusual crueldad el mundillo (o mundazo más bien) político de Washington, tiene su historia. Se origina en el barón Michael Dobbs, un personaje interesante. Fue asesor de Margaret Thatcher cuando Maggie era oposición, luego escribió los discursos para el Partido Conservador, asesor especial de la Dama de Hierro ya en funciones de primera ministra y jefe de gabinete del Partido Conservador. Paralelamente, tuvo una carrera distinguida en el mundo de la publicidad y las comunicaciones, pero más interesante lo hace una tercera vida que empezó a despuntar en 1989, con la novela House of Cards, que presentaba a Francis Urquhart, un político del establishment conservador, que se valía de su insignificancia para ir escalando posiciones hasta llegar a primer ministro. La novela, que tuvo dos secuelas en 1992 y 1994, eventualmente se transformó en una muy exitosa miniserie, en 1990, cuando la Thatcher finalmente debió abandonar el gobierno dejando en su lugar al más bien deslucido John Major. Vale la pena ver esta primera versión de cuatro episodios por al menos dos motivos. La personificación de Urquhart recae en el escocés Ian Richardson, un actor de corte shakesperiano, que lograba darle al personaje la mezcla exacta entre majestuosidad y pequeñez que en todo momento destilaba. Lo hacía además con un método muy propio del Bardo de Avon, retirándose por momentos de la acción, para comentarle directamente al espectador sus opiniones o sus siempre aviesos planes, apelando a su complicidad y hermanándose con la audiencia en un toque perverso que le valdría un premio BAFTA.Paralelamente su productor, Andrew Davis, ganó un Emmy y eventualmente Netflix comenzó en 2013 a difundir la versión americana (que también produjo), de la mano de algunos consagrados. El director David Fincher (Seven, Zodiac)  produjo y dirigió dos episodios de la primera temporada. Por supuesto que los tiempos cambian, y los escenarios también. Urquhart se transforma en Underwood, un político populista, pragmático que tiene en contacto con su antecesor británico al menos dos características: la total ausencia de escrúpulos y su propensión escénica a confiarse al espectador. Uno se pregunta por qué la serie tardó trece años en llegar al otro lado del Atlántico. Más allá de previsibles idas y venidas con largas negociaciones, hay algo que la serie rezuma: el absoluto desprecio de sus protagonistas (todos ellos) por todo aquello que no sea un peldaño más hacia el poder absoluto. Por supuesto que, cuando se habla de Estados Unidos y no de Inglaterra, se reemplaza una potencia que aún lo es por una que lo ha sido en siglos anteriores, con lo cual esa lucha perruna por el metraje inmobiliario más preciado del planeta, el salón Oval, se transforma en una pelea sin cuartel y, por supuesto , sin prisioneros. No hay personajes positivos en la serie. Ya sea que hablemos de la maldad en estado puro, encarnada por Francis Underwood, o la relación de amor-odio que mantiene con su esposa, la gélidamente bella Robin Wright, o los ataques que recibe de sus pares, o de su contrincante por la presidencia, Tom Conway en la última temporada, todos son aplanados por una pulsión esencial: la ambición de poder. Y este es el terreno común que todos los personajes de la serie, sin excepción, comparten. La lucha por el poder no se da a través de una serie de actos sincronizados. Es más que eso, es un terreno de batalla, una forma de vida, que deforma toda posibilidad de sentimientos puros, sean estos buenos o malos. El amor o la amistad son reemplazados por las alianzas de conveniencia, pero también el odio encuentra un lugar dentro de ese calidoscopio. No tiene sentido en sí, sino como una moneda de cambio en esa carnicería. Y tal vez sea esto lo que explica no solo el momento de la serie, sino además su éxito (ya se anuncia la quinta temporada). Ocurre que Estados Unidos está mordiendo la manzana de la antipolítica (de tan amargo recuerdo local) y la serie viene a desnudar ese imaginario del americano medio que hoy en día vota por Trump. Si todos los políticos son un reflejo de Francis Underwood, votemos por alguien que, al menos, no esconde sus ideas y su forma de ser. El problema con este discurso es que ha servido de trampolín a cuanto dictadorzaso y dictadorzuelo llegó al poder por las urnas. En ese sentido House of Cards es, si acaso esto es concebible, más perversa que su protagonista. Porque al desnudarlo, lo hace paradigma de una clase política de la cual el electorado está, no sin razón, hastiado. Y el problema es que si hablamos de Washington ese hastío adquiere dimensiones planetarias. Pero estas son notas al pie de páginas. El hecho final es que conviene empezar a verla con mucho tiempo por delante, porque sencillamente está tan bien hecha que es imposible separarse del televisor.


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