El miércoles, con sentencia de su Sala Constitucional, el Tribunal Supremo de Justicia despojó a la Asamblea Nacional de sus atribuciones constitucionales de legislar y controlar. La mal llamada revolución bolivariana se arrancaba así el último velo con que aún disimulaba su progresiva deriva totalitaria y colocaba a los partidos de la oposición ante una disyuntiva política decisiva e ineludible. O acataban, aunque fuese a regañadientes, la instalación formal de un régimen de facto, a partir de hoy sin maquillaje alguno, o asumían, con todas sus consecuencias, la defensa a ultranza de su legítima autoridad como poder público independiente y soberano.Ese mismo día, al diputado José Guerra le bastaron los 140 caracteres de un tweet para resumir la crucial nueva circunstancia política de Venezuela: ?La Unidad obtuvo más de 7,5 millones de votos (63% de los votos emitidos) el 6-D. Una mayoría clara, y no permitiremos que 4 burócratas del TSJ la desconozcan?. Desde un punto de vista teórico, una descripción irreprochable de lo que debe ser y de lo que debe hacerse, pero desde la cruda visión de los hechos reales fue Henry Ramos Allup quien, en su condición de presidente de la Asamblea, trató de poner la situación en perspectiva al declarar: ?Vamos a seguir legislando para la gente, a riesgo de que el TSJ declare inconstitucional todo lo que hagamos. Allá ellos?. Una afirmación confusa, que permite suponer que la Asamblea seguirá corriendo la arruga, como si el proceso político discurriera por los caminos de la normalidad democrática.Esta cautela para enfrentar lo que sin duda constituye un golpe de Estado no cayó nada bien en el ánimo de los electores que votaron el 6-D por el cambio. La conveniencia política como mecanismo táctico para no quemar los puentes que faciliten una eventual negociación con el régimen deja de ser un argumento válido cuando lo que en verdad pone el gobierno en juego es la desaparición absoluta del Estado de Derecho, todo lo disminuido que se quiera, pero a fin de cuentas relativo Estado de Derecho.La magnitud del cortocircuito se puso de manifiesto en la propia Asamblea el jueves por la mañana, cuando ni siquiera el diputado Omar Barbosa, de talante siempre circunspecto, pudo contener su emoción a la hora de presentar, en nombre de la fracción opositora, el proyecto de un texto que no sólo rechaza categóricamente la sentencia, sino que la denuncia porque con ella el gobierno simplemente rompe el hilo constitucional, razón por la cual, invocando su artículo 20, en el acuerdo se solicita de la OEA la aplicación de la Carta Democrática Interamericana. Tras Barbosa hablaron los diputados Américo de Grazia, Carlos Eduardo Berisbeitia y Freddy Guevara, quienes subieron aún más la tensión de la Asamblea al llamar a los ciudadanos a tomar las calles en defensa de la Constitución, de acuerdo con sus artículos 333 y 350.La sesión la cerró Ramos Allup con una denuncia jurídica: ?El artículo 40 de la Ley Orgánica del TSJ exige (que sentencias como esta) estén firmadas por las dos terceras partes de la Sala Constitucional, es decir, por cinco de sus siete magistrados, pero sólo la firmaron cuatro. En consecuencia, esta es una sentencia inválida, no vinculante.?No obstante, el debate que se abrió el miércoles con la sentencia del TSJ y el jueves con la respuesta institucional de la Asamblea no es una discusión jurídica. Ni siquiera un conflicto de poderes. El debate que comienza a darse ahora es político y requiere una solución de carácter político, que debe comenzar por dejar bien en claro si en Venezuela existe un Estado de Derecho, aunque sólo sea relativo, o si el gobierno Maduro, utilizando al sumiso TSJ para conseguirlo, transgredió el viernes la línea roja de la legalidad constitucional, en cuyo caso lo que en definitiva tendríamos entre manos es un régimen de facto puro y simple. Sin adjetivos modificadores. De ello, y sólo de ello, depende la ruta del cambio que Venezuela debe emprender desde este mismo instante.   


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