Mis libros Libros, callados libros de las estanterías,  vivos en su silencio, ardientes en su calma; libros, los que consuelan, terciopelos del alma,  y que siendo tan tristes nos hacen la alegría! Mis manos en el día de afanes se rindieron; pero al llegar la noche los buscaron, amantes  en el hueco del muro donde como semblantes  me miran confortándome aquellos que vivieron. ¡Biblia, mi noble Biblia, panorama estupendo,  en donde se quedaron mis ojos largamente,  tienes sobre los Salmos las lavas más ardientes  y en su río de fuego mi corazón enciendo! Sustentaste a mis gentes con tu robusto vino  y los erguiste recios en medio de los hombres, y a mí me yergue de ímpetu solo el decir tu nombre; porque yo de ti vengo he quebrado al Destino. Después de ti, tan solo me traspasó los huesos  con su ancho alarido, el sumo florentino.  A su voz todavía como un junco me inclino; por su rojez de infierno fantástica atravieso. Y para refrescar en musgos con rocío  la boca, requemada en las llamas dantescas,  busqué las Florecillas de Asís, las siempre frescas  ¡y en esas felpas dulces se quedó el pecho mío! Yo vi a Francisco, a Aquel fino como las rosas,  pasar por su campiña más leve que un aliento,  besando el lirio abierto y el pecho purulento,  por besar al Señor que duerme entre las cosas. ¡Poema de Mistral, olor a surco abierto  que huele en las mañanas, yo te aspiré embriagada!  Vi a Mireya exprimir la fruta ensangrentada  del amor y correr por el atroz desierto. Te recuerdo también, deshecha de dulzuras,  versos de Amado Nervo, con pecho de paloma,  que me hiciste más suave la línea de la loma,  cuando yo te leía en mis mañanas puras. Nobles libros antiguos, de hojas amarillentas,  sois labios no rendidos de endulzar a los tristes,  sois la vieja amargura que nuevo manto viste: ¡desde Job hasta Kempis la misma voz doliente! Los que cual Cristo hicieron la Vía-Dolorosa,  apretaron el verso contra su roja herida,  y es lienzo de Verónica la estrofa dolorida; ¡todo libro es purpúreo como sangrienta rosa! ¡Os amo, os amo, bocas de los poetas idos,  que deshechas en polvo me seguís consolando,  y que al llegar la noche estáis conmigo hablando,  junto a la dulce lámpara, con dulzor de gemidos! De la página abierta aparto la mirada,  ¡oh muertos!, y mi ensueño va tejiéndoos semblantes: las pupilas febriles, los labios anhelantes  que lentos se deshacen en la tierra apretada. El Dios triste Mirando la alameda, de otoño lacerada,  la alameda profunda de vejez amarilla,  como cuando camino por la hierba segada  busco el rostro de Dios y palpo su mejilla. Y en esta tarde lenta como una hebra de llanto  por la alameda de oro y de rojez yo siento  un Dios de otoño, un Dios sin ardor y sin canto  ¡y lo conozco triste, lleno de desaliento! Y pienso que tal vez Aquel tremendo y fuerte  Señor, al que cantara de locura embriagada, no existe, y que mi Padre que las mañanas vierte  tiene la mano laxa, la mejilla cansada. Se oye en su corazón un rumor de alameda  de otoño: el desgajarse de la suma tristeza; su mirada hacia mí como lágrima rueda  y esa mirada mustia me inclina la cabeza. Y ensayo otra plegaria para este Dios doliente,  plegaria que del polvo del mundo no ha subido: «Padre, nada te pido, pues te miro a la frente  y eres inmenso, ¡inmenso!, pero te hayas herido».


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