En un régimen totalitario, sea fascista, nacionalista o comunista, los ciudadanos son invitados, cuando no obligados por el Estado, a vivir en torno a un objetivo común: la supremacía de su nación o raza, la colectivización de la propiedad, la igualdad, o alguna meta material, como la zafra de 10 millones de toneladas de Fidel Castro en 1970. En cambio, en una democracia liberal el Estado pone un marco legal que permite que florezcan incontables metas diversas, individuales, de familia, de comunidad, de empresa y de país.Hay gente que prefiere el primer tipo de régimen. No valoran la libertad individual. La creen angustiante, conflictiva, egoísta: se sienten más cómodos en un rebaño. Entre estos hay élites que no toleran que meros individuos conciban y vivan sus propios proyectos. Pero, en general, los que prefieren subordinarse a un todo están en minoría. Porque donde cada ser humano es manifiestamente único es difícil que queramos vivir en función de un solo objetivo común, y por eso mismo improbable que nos puedan imponerlo sin coerción, como en la Alemania nazi, la Unión Soviética, Corea del Norte o Cuba.George Orwell celebraba el individualismo antiestatista y antinacionalista de los ingleses y lo atribuía a la antigüedad de sus libertades, pero también a un rechazo visceral a las metas colectivas. Según él, era imposible en Inglaterra que un demagogo como Hitler o Mussolini lograra arengar a una turba sin que esta se riera de él. Eso no significaba que los ingleses no fueran patrióticos. Nunca dudarían de unirse a defender a su país si sus libertades fueran amenazadas.Según Orwell, lo que une a los ingleses es algo más poderoso que el eslogan nacionalista de un demagogo: es la felicidad de vivir en un país donde la gente puede tomar su propio camino. Su punto es que no hay nada que una más a una ciudadanía que el ejercicio y la defensa de su propia pluralidad.


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