Auditorio a reventar, año 2005.  Kenyon College, Ohio. Acto correspondiente al día de graduación (en la galería de grandes figuras que esta universidad ofrece en su página web, además de notables como el recién fallecido E. L. Doctorow, el asesinado político sueco Olaf Palme o el poeta norteamericano Robert Lowell, aparece nuestro Leopoldo López). El orador es David Foster Wallace quien, una década atrás, ha publicado La broma infinita, novela que le ha lanzado a la fama.La de ese día en Kenyon College, fue la única conferencia que Foster Wallace dio en su vida. Las primeras palabras que pronuncia ante la expectación de los estudiantes, son ?había una vez?. Cuenta una parábola, con un objetivo que expone de inmediato: mostrar que el rubro de conferencias en las ceremonias de graduación tiene sus lugares comunes, sus formas previsibles. A continuación, él mismo apela a un truco conocido: se asume como uno de los jóvenes de la audiencia: ?Yo no soy el pez viejo y sabio?. En su recién adquirida semejanza, reivindica la perogrullada como beneficio de la vida adulta. La perogrullada clave sería la que enuncia una educación para pensar, alternativa o antagónica a la educación para aprender, para memorizar. En lo obvio hay enseñanzas que, a pesar de su obviedad, tienen valor.Foster Wallace lanza un dardo al blanco: la cuestión de la arrogancia que es característica de nuestro tiempo (?arrogancia, confianza ciega y cerrazón mental que es como un encarcelamiento tan completo que el prisionero ni siquiera sabe que está encerrado?), entorpece la posibilidad de pensar. En concreto, la facultad de elegir en qué pensar. Nos conduce a la conformación de un ego que niega al conjunto, a los demás. Lo egocéntrico, repele. Nos conduce a prácticas como la relativización, la intelectualización de cuanto nos rodea. En cierto modo, en su verbo sentimental y anecdótico, Foster Wallace sigue el diagnóstico de la época, que va de Hannah Arendt a Harry G. Frankfurt, de Zygmunt Bauman a Byung-Chul Han. Habla de los agobios de la adultez, de la emboscada que se oculta en lo cotidiano. En esa tensión, en las dificultades de lo corriente, ego libra su batalla con el mundo. Y más: ego ya no piensa, sino que opera de forma automática. No necesita elegir. Ha escogido, previamente, atender de forma exclusiva a sus propios intereses.Y es aquí donde quizás tenga alguna utilidad pensar en el escritor mítico, en el innovador de La broma infinita. Lo que Foster Wallace ofrece a su público cautivo y cautivado es una visión basada en la compasión (?el aprender a ser equilibrado: que puede decidir conscientemente qué tiene sentido y qué no lo tiene?). Compasión frente al culto al yo, al narcisismo campante, al auge materialista, al consumismo sin final.La conferencia en Kenyon College: síntoma de la herida de nuestro tiempo. De nuestro dolor impotente. La compasión vive su hiperinflación. De todas partes llueven los llamados a la solidaridad, a la consideración del Otro. Compadecer a quienes padecen. Pero este llamado, que es el fundamento de una cantidad incalculable de discursos que se producen en todas partes, olvida esto: que la compasión es inseparable de la autocompasión. No son dos fenómenos distintos: son lo mismo. A un mismo tiempo se yerguen como obstáculo para la autocrítica, que es factor ineludible para crear condiciones sostenibles para la crítica.Salir de la compasión por los demás y por nosotros mismos: he aquí una posibilidad que Foster Wallace no se planteó en el 2005. Su conferencia, me parece, termina encallada. No logra esbozar un pensamiento más allá. No rompe con las imágenes de la fantasía, de las que hablaba Schopenhauer. Deja la vitrina conceptual intacta. En el mejor de los casos, Esto es agua (Random House Mondadori, España, 2014) se limita a suscribir lo que ya sabemos: que vivir es cada día más una carrera de trampas y obstáculos.


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