Anoche regresó el insomnio a velar mis horas de madrugada. De pronto en medio de la inquietud que produce el querer dormir sin lograrlo, me asaltó la idea de escribir un cuento que tuviera como estructura anecdótica el proceso mismo que dispara y desencadena la escritura del cuento. Imaginé un cuento que tuviera como protagonistas las palabras que sirven para constituir su cuerpo textual. Pero cómo hacer para que dichas palabras tengan suficiente nervadura, suficiente sangre como para que respiren solas. ¿Qué hacer para que la frase hable y diga lo que ella quiere decir sin que yo tenga que forzar la relación entre las palabras para que el sentido lógico y coherente vaya dictándome la natural historia que debe contar un cuento? Entonces me dije: Y si escribes sobre las dudas y las inquietudes que suelen asaltarte cuando te sientas frente a la computadora cuando vas a escribir un poema, un ensayo, un artículo; o sencillamente cuando te sientas a escribir bocetos de reflexiones sin objeto y sin propósito. El insomnio me hizo bien porque el sueño se fue definitivamente y me dispuse a escribir. Me di cuenta de que cuando la mente desata las amarras de las ideas se desencadena un torrente de palabras que quieren decir algo; es ahí cuando debe uno activar el pensamiento para darle un cauce a las ideas. Lo importante es que las palabras empiecen a brotar, ya tendremos tiempo de suprimir aquellas que no deben estar ahí donde originalmente alguna de ellas quiso estacionarse. Sí, porque existen palabras que tienen vocación sedentaria; por más que tú las empujes no te hacen caso y se resisten a colocarse donde tú quieres que ellas vayan. Es entonces cuando la frase suena con un ruido incómodo. Me fijo muy bien en esas frases deslumbrantes que parecen tan exactas. Se me aguan los ojos cuando leo esas expresiones definitivas y fulminantes que me sumergen en una especie de absoluto. Si quitas una palabra la frase se derrumba como un castillo de naipes o una casita de arena cuando la ola marina la borra de la orilla de la playa. La frase debe tener un cierto ritmo; mejor dicho, debe poseer una cierta musiquita que la haga sonar atractiva al oído. Por ejemplo: es chocante, me dije, idear una frase que diga: el paralelepípedo dibujado por el vuelo de la tonina celeste chocó contra la bandera tricolor. Es horrendo. No tiene música, es una expresión desprovista de lirismo. Es una frase profundamente antipoética. Pero he aquí que la pluralidad de posibilidades perceptivas que suscita la palabra en cada lector me desmiente. La afinidad histórica de la figura matemática del paralelepípedo con la fluvial imagen de la tonina o delfín de agua dulce, aparentemente, no pareciera tener nexos de familiaridad. No obstante, y a pesar del sutil antagonismo que subyace en ambas palabras, las mismas exhalan un eco o una reminiscencia lógica de hermandad que trasciende el sentido o significación que por separado ostentan. Es que cuando convocamos las palabras a la fiesta del lenguaje; cuando las reunimos para intentar darle sentido coherente a una emoción o un sentimiento hay que estar vigilante, ojo avizor, pues entre las guabinas siempre se cuela un bagre. Hay palabras sibilinas que las llamamos a formar parte de la frase o de la oración porque en el instante en que escribimos no nos viene a la mente otra de mayor eficacia semántica y ellas aprovechan ese momento para colearse entre la multitud para quién sabe si oscurecer o dificultar la comprensión exacta de la idea que queremos transmitir. Tal es el caso de la palabra heautontimoroumenos inventada por Baudelaire para titular un poema suyo que desde hace 200 años es patrimonio literario de la humanidad. O la palabra sarvakarmafalatyaga que leí una vez a E. M. Cioran y que traduce algo así como «desapego del fruto del acto». Tampoco se me escapa eso de la presunta naturaleza elitesca de algunas palabras. Por ejemplo, la palabra caviar, la palabra gaviota me remite a cierto sentido aristocrático pero caviar no me sugiere un significado elitesco. ¿Merced a qué mecanismo sintáctico una palabra exhala una cierta donosura de sentido? ¿Acaso tienen origen nobiliario algunas palabras en desmedro de otras? ¿Dónde está la plebeyez de una palabra? ¿Qué hace que una palabra sea más o menos popular que otra? En la vertiginosa carrera de palabras que supone toda lucubración literaria, en el despliegue libérrimo de las palabras dentro de las expresiones ficcionales, difícilmente una palabra aislada y sin conexión con otra signifique algo en sí misma. Menester es que el pequeño demiurgo de la escritura las interrelacione, las correlacione, las funda y confunda, fusionándolas en una totalidad orgánica de sentido, en un universo plural de significación que postule una anécdota, una trama, unos actantes, una dialógica, un tiempo y un espacio y, en fin, una estructura narrativa que cuente algo importante y digno de ser leído y valorado en tanto objeto estético.


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