Le escuché decir al historiador Elías Pino Iturrieta en una charla hace rato ya, que un explorador alemán de nombre ?Rosky? había calificado al venezolano como el pueblo más bárbaro del planeta luego de una visita a finales del siglo XIX a nuestro país. Si bien no pude corroborar esta pequeña afirmación histórica con el doctor Pino, la frase me quedó resonando hasta el día de hoy. Algo se activó luego de que José Tomás Boves guiara a los llaneros guariqueños hacia la capital venezolana en 1814, llevándose por encima a patriotas y realistas, y convirtiéndose en una especie de Atila de los llanos. A pesar de que después de su muerte nadie pudo llenar su lugar ?ni siquiera Páez?, en el venezolano quedó el aura de rebeldía y violencia que nada ni nadie podría quitarle jamás. Herederos de los caribes, del salvajismo de Walter Raleigh, de las ejecuciones públicas de la Corona española, el imaginario venezolano ha quedado lleno de violencia desde que se empezó a escribir historia en estas tierras. Roberto Bolaño describió en un relato titulado ?Otro cuento ruso? el cómo la palabra kunst?arte en ruso? salvó a un voluntario fascista español de una muerte segura a manos de un pelotón de soldados soviéticos. La palabra ?arte? había hipnotizado a los soldados: fue como calmar a una bestia salvaje. Ponerla en un trance. La guerra puede ser un arte. Del crimen se puede hacer una obra de esteticismo incomparable ?pregúntenle a un asesino en serie?. Pero por algo existe el pensar y, con ello, el trabajo de la creación. Porque si bien la destrucción también puede ser motor de creatividad, cuando ya no queda nada por obliterar, toca hacer lo contrario: construir.


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