Sucedió la semana pasada en la ciudad de Cumaná. El camión de la comida después de muchos días apareció a los lejos, y cientos de personas que llevaban horas sin soñar rompieron las colas y se fueron detrás de aquel oasis en medio del desierto. ?Las personas parecían perros que persiguen un bocado, todos desesperados, yo nunca había visto lo que está pasando en este país?, me relataba al otro lado de la línea Marcos, un amigo de mi infancia, mientras contenía la emoción para no desmoronarse en aquella llamada.Mientras escuchaba la historia pensaba en aquel profesor cubano de mis días de universitario, a quien llamaré Roberto Márquez para proteger su identidad. Roberto es un cubano exiliado en Venezuela que impartía clases de edición y estilo en la Universidad Santa María. Nos contó hace diez años que cuando iba a un supermercado de Caracas sentía nostalgia al ver tantos productos. ?Cuando yo veo esa variedad de quesos en los anaqueles y tantos alimentos exóticos y de destinas marcas, siento mucha culpa al comprar, pienso en mi madre en La Habana, ella no ha probado nada de eso. Es un lavado de cabeza tan fuerte el que recibimos los cubanos que todavía hoy me siento mal al disfrutar de estas cosas?, expresó por aquel tiempo.Recordé las palabras de aquel profesor justamente porque luego él agregó: ?Este país es maravilloso, ustedes no saben lo que se ha sufrido en Cuba, no permitan nunca que las cosas terminen igual, porque aquí sería mucho peor. Ustedes no están acostumbrados a pasar tanto trabajo. Todavía están a tiempo de evitarlo?. Diez años después entendí aquel sentimiento.Roberto no se equivocó. La situación es mucho más caótica en Venezuela. Hay quien ha encontrado la muerte en las avalanchas de la desesperación del hambre, en donde algún padre o madre de familia ha caído por la asfixia, por un paro cardiaco o en las manos de algún violento individuo cuyo pensamiento se ha descompuesto después de 17 años de discursos de odio.?Hiciste bien en irte, esto va de mal en peor?, me dijo Marcos, quien es dueño de un negocio que en algún momento fue el sustento de toda su familia. Hoy las deudas lo están asfixiando. ?Esta gente está acorralando a los comerciantes honestos, inventan cualquier cosa para sacarnos dinero. Yo también me quiero largar, no puedo quedarme a ver cómo se pierde todo lo que amo?, señaló mi amigo, quien pasó de la decepción a la resignación de quien no ve una salida a la crisis en Venezuela.Paradójicamente el camión de la comida que causó tanta conmoción la semana pasada al transitar por las inmediaciones del supermercado de mi ciudad de Cumaná venía vacío, así como vacías quedaron en aquel mediodía las ilusiones del bravo pueblo en el que nació el prócer de la independencia Antonio José de Sucre.En aquella ciudad maravillosa, marchita por el salitre y por la mano de los corruptos, es común ver al ingeniero químico manejando un taxi, al matemático vendiendo perros calientes y montando sonido para las fiestas del pueblo, e incluso enterarse de que un muchacho que estudió noveno año de secundaria con el sobrino de mi prima quedó tendido en el pavimento cuando lo capturaron intentando robar una panadería en la que no había pan.Allí como en cualquier ciudad de Venezuela convergen los sueños, las esperanzas y las frustraciones,  pero sobre todas las cosas, la posibilidad de que una mañana de estas, un mediodía, o una tarde cualquiera, nuevamente regrese cargado de alegría, de harinas, de huevos, de pollo o simplemente con leche en polvo, el tan ansiado, esperado, venerado e idolatrado ?camión de la comida?.@granttorress


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