Navidad es apócope de Natividad, que en la tradición cristiana es celebración de la vida, renovación del milagro de existir. No es inútil recordarlo cuando nuestra peste mayor es el número de muertes violentas, que en 2015 cierra con 24.980 víctimas. La secuencia de venezolanos que se entrematan ?esa imagen silenciosa que nos niega como sociedad? se constituye en un rastro de imposibilidad y dolor. Esta negación de la vida bastaría para encender las alarmas sobre la falta de políticas públicas y, sobre todo, sobre la decadencia moral que nos atenaza. En estos días, hay casos de venezolanos que han venido desde el exterior a pasar la nochebuena con sus familiares y han terminado acribillados; como también casos de balas perdidas que han acabado con infantes. Si en algunos hogares se logra montar el tradicional pesebre, en otros el ambiente será fúnebre, sin Niño Jesús que pueda celebrarse. Quien se ensaña matando a su semejante a puñaladas le plantea a la sociedad y a las instituciones no sólo un reto de comprensión ?¿por qué se repiten horrores de estas dimensiones??sino también de reconstitución: ¿qué revisión profunda debemos emprender para que la insania cese? Quizás lo más bochornoso sea la ligereza con la que recibimos estas noticias mortuorias, como quien ve un cadáver tirado en la vía pública y sigue de largo. La banalidad del mal quizás sea el peor de nuestros malestares sociales.Estas muertes ocurren mientras las autoridades se dedican a otros propósitos: aprobar leyes como chorizos, revocar resultados electorales, despojar a taxistas de los vehículos que se les ha entregado. Es como si la existencia se viviera en dos niveles: los que parecen verdaderos problemas (las muertes violentas) se soslayan, y lo que parece normalidad (unas elecciones dignamente ganadas) se altera por todos los medios al alcance. En definitiva, las autoridades no gobiernan; sólo les interesa mantenerse en el poder. Frente a esta lógica perversa, la vida humana poco vale, está fuera del círculo de intereses que mueve al poder. Lo que en otras sociedades podría paralizar de asombro a la opinión pública, en la nuestra es una cifra más de la contabilidad que ni siquiera las autoridades reconocen; esto es tarea de organizaciones no gubernamentales, las únicas que se desvelan frente a algo que nunca podría admitirse como normalidad. ¿O es que la sangría social debe formar parte de nuestra cotidianidad?La ?banalidad del mal? fue un concepto acuñado por Hanna Arendt al examinar la conducta habitual de ciertos criminales nazis. El horror formaba parte de una cierta psicología burocrática, que no diferenciaba entre sembrar hortalizas y abrir una llave de gas. Me temo que algo de esta psicología planea sobre la mente de nuestros gobernantes, que nunca se detienen a lamentar ninguna muerte. Pero más preocupante sería que ese sentimiento de indiferencia se esté internalizando en nuestra propia conducta social, hasta el extremo de lamentar sólo la muerte de nuestros familiares más próximos. A la sombra de tanto acoso mortuorio, en la intimidad de cada quien sólo se valora salvar el pellejo propio.Tristemente, no es tiempo de celebrar la renovación de la vida, a la que los tiempos invitan, sino de ser cónsono con un sentimiento dominante, que es el de la orfandad. En los pesebres escasean los pastores, los reyes viajeros y hasta las mulas. Un cierto aire de recato, de respeto a las víctimas que este 2015 se ha llevado, es lo que el momento aconseja. La banalidad del mal se va tragando a la vida misma, arrinconada como una posibilidad o un recuerdo. Nadie podría dudar, sin embargo, que la sociedad venezolana en su conjunto, para despedir el año, se ha celebrado a sí misma al decidir otra conducción de los asuntos públicos, pero esto es apenas el comienzo de un ciclo, cuya reversión costará más esfuerzo y más vidas. Confiemos en que este acto soberano sea el comienzo de una afirmación colectiva: aquélla que desea apartar el mal de nuestros actos y recuperar la fe en la vida. El Niño que tiembla bajo la estrella de Belén sigue a la espera de una celebración. 


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