IRecuerdo muy bien esa gira por varias razones. De las oportunidades que como reportera tuve de viajar y cubrir acontecimientos en otros países, esa es memorable. Claro, no tanto como mi experiencia de primera mano en el mar de la felicidad cubana, esa no tiene comparación.En el año 1997 el presidente constitucional de Venezuela, Rafael Caldera, tenía pautado una visita de Estado a México y para tal propósito Miraflores invitó a varios periodistas para que acompañaran al mandatario. Una de las razones que hace memorable el viaje es que yo trabajaba para entonces en El Universal y mis jefes decidieron que fuera yo. ¿Qué tiene eso de extraño? Pues que hasta esa oportunidad era muy raro que ese periódico aceptara invitación alguna, lo creían antiético, pero mis superiores aquella vez pensaron lo contrario.Lo cierto es que me embarqué en esa gira, no sin antes pasar por la casa de cambio correspondiente y comprar algunos dólares. Había control, me sellaron el pasaporte (eso suena a chiste). Y sí, viajé en un avión de Pdvsa junto con los demás reporteros de Últimas Noticias, El Nacional, El Globo, entre otros.Las bondades y la hospitalidad de la tierra mexicana (a la que me une la sangre) se hicieron sentir desde el principio, y yo comencé a padecer los efectos de la venganza de Moctezuma, aunque no era la primera vez que visitaba ese país.Nos sentaban a la mesa con aquellas exquisiteces, nos invitaban a comer en los mejores restaurantes de la capital. Yo veía de reojo al presidente que con mucho gusto comía la misma comida que yo. Era su segundo mandato y mucha gente bromeaba con su estado de salud. En aquel viaje me di cuenta de que estaba mejor que yo, una reportera joven. La manera de comer de Caldera era memorable, pero más memorable fue que yo vomitara en cada baño de cada sitio, histórico o no, que visitábamos y que él mismo me mandara al médico que le tenían asignado para que me revisara.Sin embargo, el presidente tuvo un traspié. Literal y memorablemente. En un acto público en el que le tocaba subir escaleras hasta el podium, el doctor Caldera tropezó con la alfombra y pegó la cara del filo de un escalón. Todos nos asustamos, todos. Pero, además de ese susto y un golpe en la nariz, el mandatario estaba bien.Esa tarde, en la sala de prensa que nos habían habilitado en el hotel, se me acercó alguien de su entorno personal, colega periodista, y me pidió que, siendo yo de El Universal, obviara en mi reseña del día aquel acontecimiento que consideraba vergonzoso para el presidente. Mi respuesta fue no, no puedo hacer eso, mis jefes esperan que les mande la nota de lo que pasó hoy, lo que todas las agencias de noticias están ya enviando desde temprano, y no voy a censurarme. IIEs algo superficial, hasta vanidoso, diría yo, que no quisieran que se supiera que un presidente dio un ?mal paso? y resultó lesionado. Pero para mí era la noticia del día, porque palabras oficiales, discursos y condecoraciones eran de esperarse. Lo novedoso, lo diferente, la noticia era otra.De más está decir que mi relación con Miraflores no cambió por mi respuesta y posterior publicación de la crónica en cuestión; nadie me persiguió ni me marcó ni me negaron una bolsa de comida.Aunque haya sido una tontería, una anécdota, gajes del oficio, expresa lo mismo que siento ahora. La semana pasada publiqué un documento e hice unos comentarios (género de opinión, se llama esto) en ejercicio de mi libertad de expresión y en ejercicio de mi profesión. Si esa publicación acarreará consecuencias, no lo sé. Es obvio que la naturaleza de mi artículo de la semana pasada es muy distinta a la reseña del tropiezo del presidente, pero lo que se espera en democracia es que la reacción de los que están en el poder sea como aquella de 1997. ¿Mucho pedir? Lo sé, pero yo sigo siendo la misma, y a estas alturas del partido, como quien dice, con más razón.


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