En Ciudad Bolívar, zona de Bogotá (Colombia), el 54,1% de los trabajadores está en condición de informalidad, tiene el promedio mensual de pago más bajo en acueducto, alcantarillado, gas, recolección y basura, pero también es la localidad en la que el 5,6 % de los hogares manifestaron tener algún miembro que, por falta de dinero, no consumió ninguna de las tres comidas uno o más días a la semana. A pesar de esto, las fronteras de las 13.000 hectáreas de esta localidad podrían extenderse. 

Aunque todavía no se visibilizan amplias zonas tomadas por venezolanos, sí hay manzanas en donde estos comienzan a ser mayoría. En un rincón de ese pequeño universo que es Ciudad Bolívar, por ejemplo, estaba Jazmín, el símbolo de un nuevo fenómeno que tendrá que enfrentar esta zona: la llegada de inmigrantes que se les sumará a la de desplazados de todo el país a causa de la violencia que ha sido masiva en este sector de Bogotá. Recordemos que solo entre el 2001 y 2002 alcanzó los mayores registros con una participación del 26,3% dentro del total que llegaron al Distrito. Ella estaba lejos de los demás comerciantes. La lucha por el territorio ganado para las ventas era evidente. 

La multiplicidad de situaciones de una localidad en donde todo ocurre, en la que la gente persiste, a pesar de todo, atrae. Es por eso que hoy decenas de venezolanos llegan a vivir allí. ¿Cuántos? no se sabe. La caracterización no ha pisado este territorio aún.

“Esa, esa que está allá, es venezolana”. Apenas pisamos el sector de Potosí, los vendedores informales de la zona sabían de quién se trataba. A esta mujer la presencia de la Policía la inquietó. No era para menos. Tuvo que dejar su tierra, el estado de Carabobo. Desde hace tres meses se dedica a vender obleas en la calle. “En mi país vendía tintos, chupetas, cigarrillos, pero todo se vino al piso”. 

La oferta de arriendos parece haberse incrementado en la zona. Los lugareños los alquilan por montos de 450.000 pesos en promedio. “Ahora que trabajo ya comparto los gastos de un apartamento”. Pero no son solo ellas dos, está el esposo que trabaja en construcción, el sobrino que es periodista, el otro que es barbero, en total ocho venezolanos que ahora viven en la localidad 19 y que se disputan los trabajos de la zona para poder traer a otros dos miembros de la familia.

Jazmín sobrevive de lo que gana vendiendo obleas en una esquina del barrio Potosí. Vive en Ciudad Bolívar con varios miembros de su familia. Foto: Rodrigo Sepúlveda / EL TIEMPO

Pero si Jazmín estaba sola, en el transcurso de algunas cuadras, en Tres Esquinas, un sector atiborrado de comercio, los venezolanos ya tienen comunidad. En un primer piso, estaba Yermon Baqui, un joven de 17 años, que llegó hace seis meses a Colombia. 

Él es un ejemplo evidente de la lucha por ocupar los trabajos disponibles en la zona. Así sea por más poco dinero. 

Lo primero que hizo fue vender café, luego trabajó en un call center pero lo despidieron porque no finiquitó ninguna venta, después lo emplearon en una carnicería para atender clientela, trapear o lo que saliera y ahora ya lleva dos semanas trabajando en un restaurante.

Él, como muchos otros jóvenes, se ha sentido discriminado, otro fenómeno común en procesos de inmigración mundiales. “Me han dicho que por qué vengo a quitarles los trabajos. Claro, no todos, algunos”. 

De acuerdo con el sociólogo de la Universidad Nacional, Camilo Castiblanco, el proceso de inmigración genera reacciones en cadena. “Una es el fenómeno del hacinamiento, porque llegan a zonas densamente pobladas y sin infraestructura para recibir más gente”. Yermon vive junto con 12 personas de su familia en el barrio Jerusalén, un sector copado por ciudadanos del vecino país. “Todos vivimos en un apartamento. La sala es mi habitación, de todos, solo tres tenemos trabajo”.

La otra reacción, según Castiblanco, es la disputa por el acceso a los recursos laborales, o a servicios como la salud o la educación. “Eso comienza a generar inconformidad entre nacionales y extranjeros”. 

Resmy Arajo, de 26 años, es un claro ejemplo de esto. Él es de Maracaibo, estado Zulia, y llegó a Colombia hace un año. 

Durante muchos días no tuvo ni qué comer hasta que consiguió trabajo y los recursos para traer a sus dos hijas. “No me quejo. Lo próximo es conseguir cupo en un jardín para mis dos niñas”. Según la Secretaría de Educación, hay 57 niños venezolanos matriculados en el sistema oficial de esta localidad. 

Para el experto, otro de los factores que puede ser problemático ante la inmigración es el cambio en las dinámicas culturales. “Aunque la diferencia es buena, el proceso de adaptación a una cultura nueva puede generar reacciones de negación, conflictos o estigmatización”.

Ellas son las hermanas Estefanía y Ecilda Guioth. Foto: Rodrigo Sepúlveda / EL TIEMPO

En nuestro recorrido encontramos también que en Caracolí y Potosí, pero en general, en toda la localidad, hay exmilitares de Venezuela, de rango medio, a los que el sistema de pagos arruinó sus vidas. “Yo soy de San Cristóbal, del estado de Táchira. Llegué el 15 de enero. Yo era un militar activo pero un día todo me decepcionó”. Él está en Ciudad Bolívar con 15 familiares más en una casa de dos pisos, ocho viven arriba y siete, abajo. Hoy trabaja cargando electrodomésticos en el centro de Bogotá y vive en el barrio Sierra Morena. Dice que nunca ha robado y que, a pesar de eso, han dudado de su honestidad. 

Según Castiblanco, la llegada de extranjeros a zonas periféricas con presencia de economías ilegales, hace que estos no tengan otra opción que engrosar el fenómeno. “Ante la imposibilidad de vincularse al sector formal acrecientan la ilegalidad y lamentablemente, el algunos casos, acciones delincuenciales”. 

El Tiempo evidenció también que algunos con más recursos, montaron sus propios negocio como Linezcar Quintero, de Maracaibo. Llegó con su esposa y con su hija e inauguró una barbería, negocio que le compró a un residente local. Él, dice con seguridad, ya ha conocido a unos 100 venezolanos en la zona. 

Cuadras abajo, en Caracolí, caminado de gancho, las hermanas Estefanía y Ecilda Guioth de 22 y 15 años, respectivamente, contaron que llevaban cuatro meses reconociendo las cuadras del barrio después de haber llegado al país cruzando las fronteras de Maicao. “Ya somos seis de la familia los que vivimos en Caracolí”, dice la mayor con la tranquilidad de ir recuperando a “su gente” porque además, cada vez son más. “Ya hay muchos muchos venezolanos por acá, sobre todo en este barrio y en La Isla”. 

Pero Castiblanco dice que a pesar de la llegada masiva no se puede hablar de invasión porque esta palabra significa “sacar al otro”, y eso es algo que no se ha dado en Ciudad Bolívar. 

Solo se sabe que hoy, ese acento característico, se siente en cada esquina. Es la forma en la que se detectan, tienen una alegría característica que mantienen, a pesar de sus sufrimientos o ‘de pasar roncha’ como suelen decir.

Caracterización no ha llegado a la localidad

La Secretaría de Integración Social adelanta un trabajo de caracterización de la población procedente de Venezuela. Ya se han encuestado varios hogares en Suba, Engativá, Fontibón, Kennedy y Bosa del 24 de octubre al 8 de diciembre del 2017. 82 % son venezolanos, 17 % son hogares mixtos y un 1 % son colombianos. En total se identificaron 6.583 personas, 43 % regulares y 57 % irregulares (sin papeles). La mayoría proviene de Zulia (32 %), Carabobo (10 %) y Caracas (12 %). El 80,5 % no sabe cuánto tiempo se quedará en Colombia y el 78,7 % dice trabajar en actividades informales. El 5,1 % dice padecer de una enfermedad crónica. El 36 % afirma haber experimentado agresiones discriminatorias. En otras fases este mismo ejercicio llegará a otras localidades como Ciudad Bolívar. 


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