Tras su triunfo contra la dictadura de Anastasio Somoza en 1979, el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), en vez de convocar a elecciones libres en un plazo perentorio, pues ese ejército guerrillero era el principal, pero no el único, de los vencedores, se empeñó en calcar detalladamente el modelo castrista. Se procedió a la inmediata identificación entre el frente y un nuevo gobierno encabezado por una cofradía de comandantes, a la militarización de la vida ciudadana a través de los comités vecinales inspirados en los cubanos y a la asfixia a la cual fueron sometidos, quienes desde la prensa no profesaban el sandinismo, aspirante a versión centroamericana del todavía vigente totalitarismo soviético.

Pero eran otros los tiempos y en 1984 los sandinistas se vieron obligados a convocar elecciones, mismas que ganaron de calle, con el comandante Daniel Ortega y el escritor Sergio Ramírez, respectivamente, en la presidencia y en la vicepresidencia. Y tiempos de la segunda Guerra Fría, la de Reagan, los opositores armados al sandinismo, con bases en la vecina Honduras, recibían generoso financiamiento de los Estados Unidos. Hartos de la guerra civil, sorpresivamente, los nicaragüenses llevaron al poder, en las elecciones presidenciales de marzo de 1990, a Violeta Barrios de Chamorro, la viuda de don Pedro Joaquín, el periodista cuyo asesinato en 1978 logró que los sectores hostiles a Somoza, pero ajenos al FSLN, se unieran decididamente a la insurrección.

La caída del muro de Berlín había provocado otro sismo en Managua, que a diferencia del verdadero siniestro telúrico de 1972, mina del enriquecimiento de los Somoza, trajo consigo grandes esperanzas. No solo los sandinistas entregaron pacíficamente el poder a la victoriosa oposición, sino se desarmaron los contrarrevolucionarios, firmándose un pacto de transición democrática, en cuya letra y espíritu recomenzó la desavenencia. Como jefe de la bancada sandinista, el ex vicepresidente Ramírez colocó el dedo en la llaga y vetó, para los presidentes nicaragüenses, la promoción de sus parientes como sucesores al cargo, lo cual afectaba las aspiraciones de Antonio Lacayo, ministro y yerno de Violeta.

Como lo había pronosticado años atrás Gabriel Zaid, en el fondo de las guerras de América Central estaba, antes que la ideología, una pelea generacional por el patrimonio del Estado, concebido como negocio familiar. En 1996, el propio Ramírez abandonó el FSLN para encabezar a la disidencia sandinista como candidato a la presidencia, obteniendo menos del 1% de los votos. Y desde 2007, Nicaragua es otra vez una pintoresca pseudo monarquía gobernada por un reincidente Daniel Ortega y su esposa, una supuesta iluminada llamada Rosario Murillo.

No solo eso: Ortega se alió con la Iglesia Católica local para imponer en Nicaragua la ley antiaborto más restrictiva del planeta, acusado el propio presidente de haber abusado sexualmente de su hijastra. Su régimen es una grotesca payasada, que de no ser por el munífico petróleo chavista y sus prebendas, denunciadas como populistas por Ramírez, se hubiera hundido hace rato. Peor aún: los gobiernos, liberales y conservadores, anteriores a la Restauración sandinista de 2007, fueron ejemplarmente corruptos. Nadie, entre tantos amigos solidarios que tuvo, quiere acordarse de una revolución que se despidió del poder en 1990 vaciando, propiedad familiar al fin, las arcas del Estado, como lo denunció Ramírez en Adiós muchachos (1999), su testamento político. Mientras los Castro han logrado mantener, durante medio siglo, cierta severidad espartana como carta de presentación para su dictadura, el sandinismo terminó siendo un carnaval.

Ramírez ganó el Premio Miguel de Cervantes hace unos días. Lo merece un hombre cabal, durante años un personaje conspicuo en los convivios de la izquierda latinoamericana, que supo decir basta y desligarse de un régimen impresentable por cuya instalación se jugó la vida desde joven, un narrador a quien hoy la vicepresidencia de su país que ostentó, le sabe a ceniza mientras se reúne, melancólico, con sus verdaderos pares, los escritores. Ni Ramírez ni el poeta Cardenal, a veces agredidos en su libertad de expresión por la nueva dinastía, se equivocaron en combatir la satrapía somocista. Su error fue creer que el bautismo marxista de los muchachos sandinistas los libraría de la vieja costumbre, tan hispánica, de creer en el derecho privado del gobernante a los bienes públicos. Este gran premio internacional concedido a Sergio Ramírez será un hueso duro de roer para los esperpénticos emperadores de Managua.


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