Bajo infinito de Claudia Noguera Penso (Caracas, 1963) es el libro de una larga travesía que se inicia con El viaje (2001) y Caracas mortal (2015). Si en El viaje la autora asume la ausencia, la muerte del padre, para decirse desde el vacío y el duelo, en Caracas mortal la ciudad representa el espacio vital que marca el ritmo de la escritura de la fundadora de Cincuenta de cincuenta. Lo sensorial, la dureza, las miserias, la belleza, lo sórdido se suceden en ese libro que talla el escenario de Bajo infinito.

Un epígrafe de Miyó Vestrini (“Ya no es necesario inventar nada / Salvo esta terca soledad”) anuncia los poemas reunidos en el volumen que completa la trilogía (edición de autor / Team Poetero, Caracas, 2017). Hay elecciones en estas páginas: “No tengo memoria / para lo de ayer / hay que cerrar la puerta / sellar la abertura / (…) / Yo elegí quedarme en la misma casa. / Y enterrar la llave”.

En Bajo infinito la ausencia nombrada en El viaje no se elude, pero se abre a la espera (“Ya en mis puertas / no se dice ausencia”), a las señales: “Dame un sonido que se quede aquí atrapado / así sea entre las sombras. / Dame una palabra / una sola. / La que pueda retener y anudar siempre en lo irreparable”.

La memoria trae la infancia, la casa primera, voces, lo irreparable. En un díptico (dedicado a Evelyn Penso Ríos), en el poema II, pregunta: “Si vuelvo a mis orígenes / ¿me escucharás?”. No hay respuesta aunque se intuya, o se quiera.

Entonces los Réquiem (I, II, III, IV y V):

“Hay mucho de nostalgia en la memoria

mucho empeño por la oscuridad

demasiado dolor por los instantes

buenos o malos.

Insistimos tanto como los años

hurgamos sin compasión y sin cuidado.

Para sentirnos de nuevo el corazón”.

Atenta a las señales de la travesía, manifiesta esa escucha en el poema Salvatio que sigue a los Réquiem:

“Hay mucho de bondad

en los nudos que se tejen en el camino,

mucha paciencia para desenredar el horror

la muerte

nuestros pecados.

Desanudar los espantos viene de la mano de una niña

esa que quizá fuiste y que retorna amable

desnuda y libre.

Te toma de la mano, anuda para siempre sus dedos a los

tuyos

y te salva”.

Porque hay mucho de íntimo recogimiento en Bajo infinito, un no miedo al “estar solo, muy solo” y clamar: “Dame lo que puedas: / los extremos, la sombra, la página en blanco / los desechos, el amparo / el ardor y cualquier silencio”. Un no miedo al amor, también y sobre todo: “Venimos de tan lejos / para encontrarnos aquí (…) Yo quería salvarme y arder / y le puse tu nombre. / Te llamaba desde siempre / y escuchaste”.

La voz de El viaje y Caracas mortal es, en Bajo infinito, compasiva y desde esa perspectiva se proyecta: “Uno cae irremediablemente / en el amor / en la muerte (…) Pero uno se levanta irremediablemente / en los desvelos / se sacude el vacío / se pone los zapatos / abrimos la puerta de nuevo / con la misma compasión sonreímos”.

Lo singular se hace plural, cuerpo y desde el cuerpo se dice:

“Sabes que te amo

–te digo–

y sonríes, siempre

comienzo a esperarte

y es cuando sé

que merezco

a la mujer que duerme a mi lado”.

La travesía deja lo mucho que tiene de restauración y no hay temor, no a la muerte, a las pérdidas, al sueño del padre; tampoco huida. La casa como refugio, a la que vuelve, reconciliada.


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