Una pregunta, me parece, será el hilo que atraviese Poemas de Ida Gramcko: ¿cuál presencia convive en la voz con suficiente fuerza para dirigir el delirio sin ser percibida?

“¿Es algo, es alguien? No lo sé. Una llama

habita ya el relámpago o el cirio.

Se llama fuego y basta.

Basta porque está vivo.

No, no fue un hombre, no fue un ser… Fue nada…

Nada concreto y pálido mezquino”.

Esta presencia oculta, la misma que guardan las cosas y les da su orden, no se reconoce en una primera instancia. Gramcko la compara con la llama, tal vez porque ilumina el mundo que debe ser nombrado. A la vez la consume: vive en ella. Por esto no la toma como un ser alejado de sí o de su lengua. Ni siquiera la identifica con un ser trascendente, sino con un ardor o un padecer suyos. Al parecer, esta presencia no puede concretarse fuera de la experiencia poética.

En toda escritura existe la ambigüedad de una presencia que es, a la vez, lenguaje y límite. Guarda la escritura una circunstancia tangente a las palabras, una pasión que las circunda.

En Presencias reales George Steiner dice: “En la mayoría de las culturas, en el testimonio dado de la poesía y el arte hasta la más reciente modernidad, la fuente de la ‘otredad’ ha sido actualizada o metaforizada como trascendente. Ha sido invocada como divina, mágica o daimónica. Es una presencia de radiante opacidad. Esta presencia es la fuente de poderes, significaciones, en la obra, en el texto, poderes y significaciones no queridos ni comprendidos conscientemente”.

Se podría hablar de un ser abstracto que pide que se le ubique. Lo compararía, por esta imagen gramckiana del fuego vivo que toca, con la luz que cae y penetra las cosas y solo por ella podemos verlas y reconocerlas.

Ahora, en estos poemas que declaran la entrega a otra voz, a un dios que permite entrar gozosamente en el delirio, la voz de Ida sigue firme. Aunque afirme no dirigir la escritura que le está siendo dada, su singular sintaxis se mantiene. La poeta entra a la hora de Dios con paso seguro, lúcida, parece querer perderse en ese fuego, en ese origen que es la misma divinidad. Como encuentra en su voz un ser más profundo, se siente gozosa de perder la superficie: se limpia de corteza al caer en la llama.

“¿Qué importa ya el origen si en su brasa

me limpio de corteza y me redimo?

Fue solo un despertar o una llamada,

bien pudo ser humana o ser divino”.

¿En qué consistiría esta experiencia? Tal vez en un fuego que la reclama y que no podemos considerar una ruptura de límites, porque sigue en su voz, pero sí una pérdida de los contornos que la definían, una apertura hacia el todo. La poeta requiere perderse en el mundo.

Este perderse implica abandonar la imagen tosca que tiene de sí, para encontrar la presencia de la cual toda imagen proviene. Como si necesitara despojarse del orgullo mortal, de lo humano, para entrar al recinto donde late el centro inasible de todo.

“No, ya no existe vanidad ni mancha

de orgullo pardo en mi mortal gemido;

no, ya no puedo así, con petulancia

gritar: yo soy la luz, yo me dirijo.

Yo no dirijo nada,

no hay cálculo en mi voz ni en mi delirio”.

Reconoce así que no puede levantar la voz por sí misma, su “yo” no sostiene nada. No puede calcular la medida de su palabra, ni el delirio que vive en sus versos le pertenece. Ella no dirige esta dulce emoción que la desborda. Los pulsos del mundo la aprisionan. Así se dispone al poema, la poseída por el fuego. Se libera para vivir entre asombros:

“Yo no decido nada,

voy entre asombros sin cesar, me guío,

ambulo a tientas, toco muros, almas,

alguien estalla en gritos en mi oído…

No soy prudente ni veraz ni sabia.

Soy ciega y tengo sed y aun me persigo

sola en mi propia y terca desconfianza,

sola entre lo soñado y lo vivido”.

En este poema de “Hora de Dios” Ida confiesa la forma que toma su decir en Poemas: una voz que deambula o que adolece con rigor. El asombro sería esa respuesta de su inteligencia ante las sorpresas que el universo propicia. Vivir es aquí recorrer diversas perplejidades. Hacer poesía es su forma de recrearlas. Muy pocos son capaces de hacer poesía de sus asombros.

Ese aferramiento, esa ordenada pasión, por el pie barroco que mantendría Ida, al parecer, sería una pulsión que la dirige, una maña de oído. Por el canto, Gramcko entra a la hora de Dios, cuando los pies vibran a la espera de la danza, momento en el que se cumple el poema como dádiva.

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Este texto forma parte del trabajo Dentro y fuera: una lectura de dos poetas venezolanas. Ida Gramcko y Elizabeth Schön por Franklin Hurtado (2011, inédito).


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