Rodolfo Izaguirre celebra que haya un ímpetu capaz de evitar que el país empeore. Celebra y va a ferias de lectura o a presentaciones de libros, asiste a conferencias y cada domingo publica en El Nacional su columna, un espacio donde expresa sus más hondos sentimientos en un país que carcome, pero que a la vez impulsa, como ocurre en su caso.

“La esperanza de que el país se recupere y el miedo a perder la vida van juntos. La violencia puede estar esperando en la esquina, bien sea por un Guardia Nacional o por un malandro. Habrá un panegírico, pero igualmente impunidad”, afirma quien durante 20 años dirigió la Cinemateca Nacional.

—“Caer no es descender”, dijo en un artículo publicado el 30 de julio. Desde entonces, el país ha vivido un mayor declive moral y anímico ¿Caímos o descendimos?

—Estamos cayendo. Parece que el plan es acabar con la clase media, que se vaya, porque es la única que resiste ante el régimen. Me preguntan mucho por qué no me he ido. Si me voy de Venezuela, ¿qué hago con los helechos? Tengo unos preciosos; los helechos como figura de un país. Si los puedo colgar en otro país, me voy, pero si no lo puedo hacer, me quedo en mi casa. No me voy porque tengo un país que defender.

—Bueno, para muchos usted es una referencia.

—Lo entendí cuando estuve en el Festival del Cine Venezolano de Mérida. Muchos jóvenes se acercaron para hablarme de sus proyectos y sus tesis. Sentí que para ellos soy la explicación de por qué hacen eso. Al mismo tiempo, ellos significan para mí lo que yo dejé de hacer. Entendí que me necesitan y yo a ellos. Por eso tengo que cuidarme. Tengo que vivir mucho más tiempo del que tenía pautado porque debo apoyar a esos muchachos. Si hay un legado, son esos jóvenes.

—¿Es la clase media el gran logro de los años previos al chavismo?

—Durante esos 40 años anteriores, la clase media mantuvo el espíritu democrático, independientemente de los partidos, que claudicaron e hicieron los desastres que nos llevaron a este atolladero. Eso sí, excluyo a la militancia, que no es responsable de las decisiones de los cogollos. Por eso no creo mucho en ellos, como tampoco en la democracia, es una trampa que inventaron los griegos. Yo creo en la República. Es una trampa porque hacen elecciones en las que el poder, amañando el sistema, gana. Fidel Castro hacía elecciones. Cualquier sátrapa las organiza y obtiene la victoria.

—Pero hay lugares en los que la democracia funciona. Podemos citar casos de países anglosajones y nórdicos.

—Sí, pero hablamos de socialismos parlamentarios. Hay una autoridad que controla. Acá, ¿quién vigila Miraflores? Una vez le escuché decir a Rafael Cadenas que la vida de todos es sagrada. Entonces, alguien le preguntó si es sagrada la vida del joven delincuente que se encamina a asesinar a un hombre. Él contestó que sí, pero que ese muchacho no lo sabe. Si lo supiera, no sería delincuente. Más que recuperar las instituciones hay que rescatar la dignidad perdida, un proceso que lleva mucho tiempo.

—¿Cuáles principios republicanos defiende?

—La honestidad, la probidad, la claridad política, el bienestar social.

—¿Sintió el ambiente electoral previo a las elecciones?

—Yo me olvidé de eso. Soy uno de los desengañados por tanta trampa. He sabido crear una burbuja en mi casa, una especie de torre de marfil, execrada por muchos que decían que los intelectuales no podían estar aislados. Mentira, la torre de marfil es el mejor lugar para un escritor. No te molesta nadie, no te llaman por teléfono, tienes todo a tu alcance. Yo no escribo para la sociedad, eso es mentira. Uno escribe para uno. Ahora, si esa escritura interesa a otro, es una maravilla. En esta burbuja hay una pequeña puerta a la que a veces me asomo para verificar que el mundo todavía existe.

—¿Alguna recomendación trascendental dada a algún presidente o candidato que ahora lamenta que no haya sido tomada en cuenta?

—Me hice experto en ofrecer a diferentes candidatos de mi afecto orientaciones para que se manejaran, de llegar a ser presidentes en el ámbito de la cultura. Todos esos consejos surgían de reuniones que yo tenía con grupos de expertos.

—¿Hubo algún presidente con interés por la cultura?

—Luis Herrera Campins. Cuando Adriano González León ganó el Premio Nacional de Literatura, él preparó durante meses su discurso, que fue una obra maestra. Estaban todos los intelectuales. El presidente de la República asistía al acto, solo a hacer lo que llaman un saludo a la bandera y luego a tomar tragos. Pero Herrera Campins tomó el micrófono durante una hora, en la que le respondió a Adriano. Se apoyó en filósofos católicos, la gente de él, con todo el derecho, como Adriano se fundamentó en sus pensadores. Fue un discurso impresionante. Descubrimos que era un gran lector, pero no solo de las cosas que le interesan a los políticos, sino de novelas, ensayos. Él vivía cerca de mi casa y durante una procesión de Semana Santa, cuando él era presidente, mi esposa Belén y yo lo vimos con su vaso de cartón y la velita como cualquier feligrés. Ella dijo que a pesar de ser un gobernante, en lugar de asistir a la Catedral o a San Francisco, él prefería estar en su parroquia. Dijo: “Si se va para allá, lo convierte en un acto político y él sabe que no lo es. Está consciente de que arriba hay alguien superior a su poder como presidente”. Eso me maravilló porque tenía un gran un sentido de profundidad en las creencias. El doctor Rafael Caldera no lo tenía porque era un soberbio. Yo creo que Luis Herrera usaba guayaberas y refranes para incomodar a Caldera, que era todo lo contrario.

—¿Puede nombrar a algún presidente cinéfilo?

—Rómulo Gallegos, que duró nueve meses en la silla de Miraflores. No habían terminado los cineastas de escribir los guiones que le iban ofrecer al presidente para que los apoyara, cuando él ya estaba en México.

—¿Y algún político que fuera asiduo visitante de la Cinemateca Nacional?

—Una vez le expliqué a un ministro de Fomento, no recuerdo el nombre, que el cine incluso le podía servir porque un documental podía mostrar su obra de gobierno. Casi me saca a patadas; era un imbécil. Me preguntó, por ejemplo, si las películas de Cantinflas debían ser preservadas. Le dije que sí porque eran documentos importantes. Cuando le conté cuánto costaba ese proceso, te podrás imaginar. Ramón Palomares fue una vez a la Cinemateca Nacional a buscar un documental contestatario, de esos que estaban en contra de lo que llamaban el “establecimiento”. Lo quería pasar en barrios donde él hacía proselitismo. Le recomendé que se llevara una película de Charles Chaplin porque lo que él deseaba era muy difícil de conseguir. ¡Se horrorizó! Se fue furioso y dijo que yo era enemigo de la revolución cubana. Era perverso, porque asegurar eso era ponerme en el paredón. En esa época yo acompañaba mucho al interior a Jesús Enrique Guédez, que era de Barinas, y siempre llevaba una película de Chaplin por si se presentaba la oportunidad. Y en efecto, la proyecté a unos campesinos en Puerto de Nutrias. Inmediatamente se identificaron con Chaplin y encontraron en Mack Swain al latifundista que los tenía jodidos. Ellos lo vieron y Ramón Palomares no. Entonces, si no lo entendió un poeta eximio como él, mucho menos el ministro de Fomento o el presidente de la República.

—¿Qué prepara en estos momentos?

—Hace cuarenta años publiqué una novela titulada Alacranes. Bruguera la reeditó, pero la editorial desapareció del mercado. Ahora estoy haciendo una cosa terrible: trato de escribirla de nuevo, pero con las herramientas que poseo en estos momentos, con el lenguaje que he aprendido en estas décadas. Es lo más difícil del mundo, pero lo hago a mi aire, como dice Elisa Lerner. No tengo ninguna prisa ni competencia con nadie. Estoy en eso y con mi columna de los domingos.

La epilepsia del cine venezolano

Rodolfo Izaguirre, ensayista y crítico cinematográfico, nació en 1931, asegura que el cine venezolano ha tenido constantes vaivenes en su historia que impiden que se establezca como una industria en el país.

—¿Cuál ha sido el mejor momento del cine venezolano?

—Entre los años setenta y ochenta, cuando aparece El pez que fuma de Román Chalbaud. El cine venezolano sufre de epilepsia. Al epiléptico le da un ataque y se recupera. Una vez recuperado, vuelve a sufrir un ataque. Así va y pierde la relación con el público. En esa época hubo premios importantes y una aceptación impresionante. Soy un delincuente de Clemente de la Cerda fue más exitosa que Tiburón de Steven Spielberg. ¿Puedes creer eso? Una cinematografía se construye con un volumen de producción importante, como ocurre en otros países de la región.


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