La imagen es la de un naufragio que deja entre sus restos un castillo. Levantado sobre la faz seca de un río, esta fortificación está hecha de palma, troncos de árboles, telas y piedra. Es, en realidad, un rancho pobre, de pisos de tierra, entre limoneros y arbustos de jazmín. Puertas adentro se escenifican banquetes, misas, calurosas obras de teatro protagonizadas por muñecas de trapo lo suficientemente grandes como para invitarlas a bailar. El maestro de ceremonias es el artista venezolano Armando Reverón (1889-1954), un pintor de formación académica que decide mudarse al mar a finales de la década del veinte. Afuera el país sufre la primera dictadura del siglo XX y empieza a explotarse el petróleo, pero nada de esto le importa. Amurallado en el Castillete, en Reverón se desplazan las placas tectónicas de un saber viejo y de un caos nuevo. Vista como la excentricidad de un pintor delirante, esa construcción nos cuenta otra historia: la de un universo simbólico amurallado en techos de palma, las ruinas de una cultura que fracasó en construirse una arquitectura a la medida de sus aspiraciones y decidió reconciliarse con el paisaje.

El gesto de construir un Castillete donde se guarece, en tensión, una poética que le responde a la ciudad con su amurallamiento, visto en el presente artístico, es una estrategia crítica relevante para la contemporaneidad, sobresaturada de imágenes evidentes, de militancias que parecieran ser desarmadas y domesticadas rápidamente por el poder al que pretender cuestionar.

El surgimiento de las prácticas conceptuales en América Latina durante los años setenta ofreció una manera radical de imaginar la política. Un continente sumido en las dictaduras encontró en el arte conceptual una relación con la realidad que en nada se pareció a cómo se concebían los conceptualismos anglosajones. La disputa por el lenguaje en la región se concentró en la denuncia, el grito, y la urgente manera en que los artistas debían lidiar con la represión, con un poder que ponía en constante riesgo sus propias vidas.

La obra de Cildo Meireles es paradigmática en ese sentido. “El sermón de la montaña” (1979) es un ejemplo en que el artista asume el riesgo político con consciencia de la propia praxis artística y sus implicaciones. Utilizando el “miedo como materia prima”, Meireles recogió más de 160 mil cajas de fósforos y los exhibió en una galería, vigilados por agentes de seguridad. La amenaza al espectador se hacía evidente no solo como comentario a la dictadura en Brasil, sino también en el énfasis de cómo un objeto aparentemente inocuo como un fósforo se convierte de pronto, hipérbole mediante, en algo peligroso. Así es la vida bajo una dictadura, pareciera decirnos el artista, un mínimo gesto puede devenir en una sentencia de muerte. En la serie Inserciones en circuitos ideológicos (1970), el cuestionamiento a la materialidad de la obra y sus lugares de circulación: artísticos, institucionales, mercantiles, se utilizaban a la par de su emplazamiento como denuncia. Meireles introdujo mensajes como “Yankee Go Home” en las botellas de Coca Cola, así como estampó la pregunta “¿Quién mató a Herzog?” en los billetes en circulación en Brasil, haciendo referencia a un periodista asesinado por el gobierno de su país.

En la reciente y disputada historia de las prácticas conceptuales en la región, el artista uruguayo Luis Camnitzer recuerda que la acción del grupo guerrillero Tupamaros –“una forma válida de arte” (15)–, lo llevó a cuestionarse la construcción de las genealogías historiográficas, en los vaivenes de continuidad y ruptura con los que con frecuencia se entienden. Testigo del momento de emergencia de los conceptualismos en la región, Camnitzer encuentra una dimensión sensorial que hace parecer a las prácticas latinoamericanas como “sucias y paganas” (17), además de un compromiso ideológico y un interés por pensar en una idea de región que trascendiera lo nacional.

En tensión entre ideología, Estado, nación y comunidad, esta es una relación del artista con la ciudad a la usanza platónica: un artista como sujeto creador dentro de un espacio público, enfrentado a una exigencia de verdad ante el objeto producido. ¿Pero qué pasa cuando la relación con la ciudad está mediada por la locura? El filósofo español Eugenio Trías aventura una hipótesis que se vale de Nietszche para explicar que la poética vista como expresión de una interioridad radical también se convierte en una pulsión política que le da relevancia y sentido a su práctica sensible. Trías lo resume en la frase: “El día en que Nietzsche enloquece se inicia el verdadero tránsito de la soledad extrema del pensador a su protagonismo en el campo de la cultura” (179). Rota la relación entre la psique del sujeto y el orden sociopolítico del objeto, “… Ahora la ciudad ha sido, por así decirlo, internalizada: convertida en feudo exclusivo de una subjetividad que solo metafóricamente absorbe los atributos de lo objetivo” (183).

Para Trías, Nietzsche abre una constelación ontológica de la que los contemporáneos difícilmente pueden prescindir. Lo real se identifica con su alucinación y en ese tránsito hacia el desfondamiento, el artista se pone en riesgo para producir la obra: “en ese horizonte surge una cultura que exige, como tributo necesario de pasaje, la inmolación, a través de muerte, locura, silencio o renegación, del sujeto” [1]. Trías aventura un concepto afín al síntoma benjaminiano, especie de placa tectónica entre el saber y el caos. Los artistas cercanos a esta constelación se olvidan de certezas, de fines, de cierres, pues: “en esa Verdad puede decirse que toda subjetividad y toda objetividad se abisman” (200).

De pronto la ciudad se amuralla, ensimismada: “Del espacio externo de la ciudad se efectúa el pasaje al espacio interno del alma del sujeto. Y esa alma aparecerá entonces bajo la forma de una fortificación o ciudadela en cuyo interior batallan potencias en conflicto sin alcanzar acuerdo…” (200). Esos abismos resuenan más con el mundo contemporáneo, en que el compromiso militante deja de tener relevancia cuando la brújula ideológica, donde sea que apunte, parece siempre llevar a un callejón sin salida. El artista, como productor de imágenes, se encuentra cada vez más ante el adormecimiento que provoca la saturación: los medios de comunicación y la realidad misma ofrecen todos los días estampas de violencia que, de tan presentes, quedan desarmadas en su capacidad de provocar otra cosa que no sea un –preocupado, eso sí– bostezo. La relación entre política, capital y espectáculo ya se reflejó tantas veces en su mismo espejo que es difícil repensarla críticamente.

En un momento de omnipresente visibilidad, valdría la pena pensar de nuevo en las potencias del ocultamiento, en este caso, de un artista venezolano que decidió darle la espalda a la ciudad y a la historia y que, con ese gesto, hoy pareciera adquirir una nueva relevancia. En su ensayo “Armando Reverón y la modernidad en América Latina”, Luis Pérez-Oramas recuerda dos muy discutidos aspectos de la obra predominantemente blanca de Reverón en los años veinte y es cómo, en sus pinturas, tanto el lienzo como la luz de la composición funcionan como velos y construyen pinturas tropicales paradójicas, nebulosas, donde “la violencia del sol se confunde con la opacidad de la niebla” (99). Este tipo de obras, dice Pérez Oramas, el artista las pintó:

“cuando Venezuela vivía la noche oscura de su historia política (…) las formas blancas de Reverón, esos paisajes velados por una luz que actúa como nubes de niebla, fueron las primeras obras modernas producidas por un artista en Venezuela. Sin embargo, no respondieron a un proyecto modernizador: emergieron, en relación con su lugar material, como las señas de una pintura sin forma, frente a a la precisión formal que caracterizó a los contemporáneos de Reverón” (99).

Esta interpretación le sirve a Pérez Oramas para llevarnos de vuelta al Castillete: “el argumento es improbable, pero no inverosímil: Reverón salió a buscar un hogar cuando la nación estaba sofocada por la tiranía y en el aislamiento encontró una libertad que no tuvo el resto del país” (100). Pero el aislamiento de Reverón no fue solo una reclusión, también involucró la construcción de un paisaje propio, una introspección radical, amurallada con las materiales de la costa. Y, como lo aventura Trías, esa introspección –muchas veces reñida con la locura– es una forma de ritualidad en cuya ceremonia se consagra la dimensión política de la obra, una donde la imagen pierde su soberanía y más bien se atrinchera en la sombra, en la mancha, en el velo paradójico de la luz tropical.

Esta relación de la imagen con lo oculto y su promesa de sentido, según Sergio Villalobos, se trataría de pensar en la “suspensión” como “problematización misma de la relación entre imagen y verdad, como desactivación del (…) cliché” (4). Villalobos habla de las potencialidades de esta estrategia en el arte contemporáneo en un momento en que la imagen demasiado evidente se ha vuelto inútil. Propone entonces reunirse en torno a la carencia: “La infrapolítica de las imágenes no propone su develamiento sino una forma contra-comunitaria de convivencia en torno a la sombra como substracción desde la presencia. La imagen que nos falta nos libera del tener que dar cuenta, nos envía al reino intangible de la potencialidad” (9).

El velo que Reverón levanta sobre sí mismo, gracias a la luz cegadora del trópico y la fortaleza de una construcción de palma, toma de la indeterminación para enarbolar su potencia. Esta obra abre un camino de lectura que en Venezuela tomará la forma de las prácticas conceptuales de artistas como Roberto Obregón, Claudio Perna, Eugenio Espinoza, Antonieta Sosa, Pedro Terán, Alfred Wenemoser, para abrevar a los conceptualismos latinoamericanos ya no desde la claridad militante o de quien está convencido de que tiene la razón, sino desde lo oculto, desde un hermetismo ante las ruinas que ya no quiere presentarnos la verdad revelada sino decirnos que nuestra relación con la verdad es problemática y que asumiendo eso todavía se encuentran los fragmentos de una potencialidad estético-crítica. Esta lectura nos anima a buscar en la contemporaneidad estrategias que se vinculen, en palabras de Villalobos, no con la noción de crisis sino con la catástrofe:

“Destruir la empatía, des-narrativizar la historia, des-metaforizar el épico relato de las luchas y las resistencias, no es privarlas de razón, rendirlas al nihilismo, sino que es suspender el nihilismo de una versión fuerte del devenir. (…) Es solo a partir de esta destrucción de la empatía como imagen intencional del pasado, donde se hace posible comprender el presente como siempre ya domiciliado en una catástrofe. El sol negro barroco ya no ilumina una nueva época de las luces, sino que apunta a una orfandad radical del presente que ya no puede ser remitido a ninguna lógica de la historia y de su presunto movimiento…” (11).

Esta es una política de la imagen desde el silencio, que se vale de la máscara, de la tachadura, que inclusive cuando decide mostrar lo violento, lo abyecto, deja espacio para lo oculto. Las grandilocuencias de una historia que se mueve hacia adelante se han quedado atrás. Desde la orfandad del presente el artista no solo pone la imagen sino también el cuerpo, golpeado por los muros y el humo de gases tóxicos. Esta distancia, una suspensión de la relación entre la cualidad de verdad del objeto y la estabilidad del sujeto que lo produce, aunque riesgosa, aunque hermética, deberá tantear sus murallas, llamarnos a ellas como quien se acerca a una luz negra que no revelará nada sino la impronta misma de su sombra sobre aquello de lo que ya nadie se compadece.

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Obras citadas

Camnitzer, Luis. Didácticas de la liberación. Murcia, España: Cendeac, 2008.

Meireles, Cildo. “Un arte político”. Entrevista por Lorena Marrón en Revista Código, 11 de junio de 2014. Disponible en: http://www.revistacodigo.com/cildo-meireles-un-arte-politico/

Pérez-Oramas, Luis. “Armando Reverón and Modern Art in Latin America” 89-115. En Armando Reverón, John Elderfield (ed.). New York: Museum of Modern Art, 2007.

Trías, Eugenio. El artista y la ciudad. Barcelona: Editorial Anagrama, 1975.

Villalobos-Ruminott, Sergio. “Las sombras errantes. La substracción infrapolítica y la ‘imagen total’”.Texto presentado en el encuentro Tecnologías de la imaginación 2: Imagen vigilante / imagen vigilada. Ciudad de México: Laboratorio de Arte Alameda, agosto 11-12, 2016. Disponible en: https://ficciondelarazon.files.wordpress.com/2017/12/las-sombras-errantes.pdf

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Imágenes en el catálogo

Plano arquitectónico de El Castillete, publicado en la revista Domus (1954) [ver arriba].

“Paisaje blanco” (1934). Óleo sobre lienzo 62x 80 cm. Colección privada.

Exterior de el Castillete, fotografiado por Graziano Gasparini, originalmente publicado en Domus (1954).

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Notas 

[1] Trías ilustra esta idea con ejemplos: “Artaud, Van Gogh sellan el contrato mediante el recurso de la demencia, Rimbaud a través de la deserción. Mallarmé, lo mismo que la vanguardia plástica y musical, mediante el silencio y la página en blanco, Joyce a través del discurso disparatado, esquizofrénico, en el que las oscuras palabras ‘terriblemente inhumanas’ por su esoterismo dejan de ser escondidas claves para constituir texto mismo” (195).

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Artistas participantes en Callar la protesta: Abraham Ávila, Ángela Bonadies, Mariana Bunimov, Déborah Castillo, Nelson Garrido, Dulce Gómez, Ana Navas, María Ángeles Octavio, Luis Poleo, Luis Salazar y Ling Sepúlveda.

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Papel Literario publicará los tres ensayos que contiene el catálogo. A esta primera entrega, se sucederán otras dos los días 14 y 21 de febrero, sobre Nelson Garrido y Ángela Bonadies respectivamente. 


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