El ensayo se caracteriza desde sus orígenes por tematizar la subjetividad. El “Aviso al lector” de Montaigne era claro –aun desafiante– al respecto: Ainsi, lecteur, je suis moi-même la matière de mon livre. La primera persona de singular se mantendrá a lo largo de los Essais jalonada por la metáfora del autorretrato, y el énfasis que implica el moi-même anticipa el efecto reflejo que una y otra vez se percibe en el libro.

En español, el ecuatoriano Eugenio de Santa Cruz y Espejo fue el primer prosista que llamó “ensayo” a uno de sus escritos de reflexión siguiendo, en general, un paradigma montaigniano de experimento individualista con las ideas. Ese trasplante del género a Hispanoamérica a fines del siglo XVIII, pronto, bajo el efecto de la Guerra de Independencia y la circunstancia poscolonial, cedió paso a prácticas que alteraron el modelo renacentista. David Lagmanovich ha observado que a lo largo del siglo XIX y residualmente en el XX el intimismo de Montaigne se postergó ante un ensayo del nosotros en que la escritura se presentaba como “testimonio de una voluntad colectiva” (1). La primera persona del plural a la que alude Lagmanovich –piénsese en “Nuestra América” de José Martí o “Nuestros indios” de Manuel González Prada– equivale a un continente o una nación que meditan a través de un intérprete.

En Venezuela, hasta avanzada la década de 1960, el ensayo del nosotros tuvo fuerza y consagró figuras como la de Mariano Picón Salas, Arturo Uslar Pietri, Mario Briceño Iragorry o Luis Beltrán Guerrero, para quienes las nociones de patria e historia fueron indispensables. Junto a la entronización de la colectividad, los ensayistas de la tierra, como también podríamos denominarlos, solían ensalzar el humanismo. Un vistazo a sus títulos basta para darse cuenta de que ciertas familias léxicas se convirtieron en blasones: Hora y deshora. Temas humanísticos (1963) de Picón Salas, Valores humanos (1953) de Uslar Pietri y Variaciones sobre el humanismo (1952) de Beltrán Guerrero constituyen aptos ejemplos. Una de las piezas de este último volumen concreta para el intelectual el prototipo del “hombre-pueblo” que será “padre, maestro, guía” y tendrá como “ideas madres” el catolicismo, el apostolado y la romanidad, lo que supone “universalidad, selección y jerarquía”. La condición afín de esas “ideas madres” y los grands récits evocados por Jean-François Lyotard es indisputable. No cuesta captar la centralización ontológica que reúne teo y antropocentrismo, nacionalismo y patriarcalismo. Picón Salas, Uslar Pietri, Briceño Iragorry, Beltrán Guerrero, según la periodización continental de Lagmanovich, deberían haber coincidido con el momento que este califica de “vanguardista-existencialista”, pero si consideramos que a él se asocian nombres como los de Borges, Sabato, Paz o Murena, que revalúan y desarticulan hábitos decimonónicos afincados del continente, sería forzado asimilar el ensayo venezolano de la primera mitad del siglo XX a lo que ocurría en otros puntos del mundo hispánico.

Alrededor de 1970 se verifica en el país una importante ruptura. Los avatares de la nación ya no engendran obsesivas cavilaciones. A las preferencias temáticas, sin embargo, no se limitan las que singularizan a los escritores entonces emergentes. Se transforma, ante todo, la cosmovisión; como señala Óscar Rodríguez Ortiz, en el ensayo venezolano “el orden humanístico sufre una mutación que tiene que ver con el concepto mismo de humanismo”; acontece que hay dudas sembradas “acerca del puesto del hombre en el ombligo del mundo” (2). Si se compara la labor de los ensayistas de este período con la que nos legaron los del previo, notaremos un contraste en lo que atañe a credulidades. Quizá convenga ampliar la intuición de Rodríguez Ortiz acerca de la disolución de un centro, el hombre: el pensamiento organizado en torno a categorías ontológicas compartidas desapareció al menos en sus formas preestablecidas; patria, dios, historia y humanismo cesan de vertebrar conciencias. Eugenio Montejo, en El taller blanco (1983), rendía cuentas de tal reajuste: “sabemos que hemos llegado no solo después de los dioses, sino también después de las ciudades”. Léase “ciudad” como concreción del espacio social y se entreverá la distancia entre el nacionalismo omnipotente de los teluristas o mundonovistas y esta persecución del ámbito extraviado de la palabra. “Poesía en un tiempo sin poesía” titula Montejo su breve ensayo: en sus páginas se insinúa la lírica como instrumento para replantear positivamente nuestro desarraigo. Otros ensayistas memorables del postelurismo son Juan Liscano, Francisco Rivera, Guillermo Sucre, María Fernanda Palacios y Rafael Cadenas.

Los drásticos cambios políticos a fines del siglo XX y, en lo que va del siguiente, el colapso de la economía y los principios básicos de convivencia, tendrán sus efectos en la lógica literaria remozando tanto el entendimiento como el ejercicio del ensayo. Desde hace varios lustros ha habido un resurgimiento en autores notables como Miguel Ángel Campos, Gisela Kozak y Ana Teresa Torres de algunos elementos mundonovistas. Pero únicamente de algunos: estamos, más bien, ante perseverantes intérpretes de la colectividad que ahora adoptan una actitud desengañada, escéptica, incluso irónica, hacia los afanes magisteriales de los humanismos de viejo cuño.

Caso ejemplar de este nuevo ensayo del nosotros lo ofrece Juan Carlos Chirinos, con su Venezuela. Biografía de un suicidio (introducción de Nelson Rivera, Madrid: La Huerta Grande, 2017), donde, si bien se retoma lo nacional como asunto, ello se hace de manera carnavalesca y verbalmente desmadrada, con frecuentes accesos de coloquialidad transgresora. El de Chirinos es un libro de innegable densidad argumentativa, acicateado por el ansia de exponer diversas ideas que, sumadas, esbozan una visión del mundo personal, lo cual para nada impide que el lenguaje se erija en coprotagonista –inevitable en un buen ensayo, aunque no lo habría sido en un testimonio, un manual o un tratado–.

Tesis abundan en estas páginas, cuyo subtítulo, tácitamente, se nutre de la célebre crónica de Mario Vargas Llosa publicada meses después de la elección de Hugo Chávez Frías: “El suicidio de una nación” (El País, 8/8/1999). No obstante, contraviniendo esa génesis, Chirinos postula cierto optimismo: el suicidio ha sido fallido. El objetivo central consiste en intentar “mostrar al lector no familiarizado (…) qué es eso que llamamos Venezuela y cuáles algunas de las causas por las que ha llegado al estado en que se encuentra” (pp. 20-21). Cualquier venezolano radicado en el exterior puede simpatizar con la motivación, en vista de los confusos debates y diatribas que han enmarcado internacionalmente el fenómeno del chavismo; pero el planteamiento de Chirinos añade lucidez al pragmatismo cuando organiza la discusión en torno a las seducciones de una modernidad hiperbólica, fértil en espejismos, que ha embaucado al país. Al consejo fundacional de Simón Rodríguez “o inventamos o erramos” responde el ensayista:

“Nos pusimos (en 1998) a inventar una nueva patria distinta y novedosa; y ni la inventamos ni erramos en su construcción: ha sido lo de siempre. Un caudillo llena de embustes a un pueblo que lo aplaude mientras muerde el pan que le han arrojado, y cuando se acaba el pan: ¡tirano!, ¡tirano!, ¡tirano! Y no se había dado cuenta de que mientras mordía el trocito de pan que le habían lanzado (una minucia, en verdad), la parte del león se la llevaba el caudillo y sus secuaces a las seguras e imperiales cuentas de los paraísos fiscales” (p. 130).

El libro está fechado recientemente, “Madrid, junio de 2017”, y sus últimos razonamientos despliegan no solo una visión objetiva de la situación en esos días: “La gente quiere libertad; Maduro, su seguridad y la de su cártel. Y mientras tanto, el mundo teme una guerra civil” (p. 132), sino que traslucen la óptica esperanzada a la que líneas atrás me he referido: “lo sabe bien el gobierno, la gente jamás se rendirá: esa es la gloria de los pueblos cuando están bravos” (p. 132).

Las frases anteriores ilustran el disciplinado ludismo de Chirinos, cuyo efecto es doble: por una parte, neutralizar la enunciación trascendental o didáctica de la literatura telúrica tradicional; por otra, amalgamar dialéctica y expresión. En esta última el Yo, aparentemente opacado por la urgente entrega a lo comunitario, adquiere agencia, vigor y valía. Nótese que el juego de palabras con que concluye el ensayo enfrenta, parafraseando y reconstruyendo la letra del himno nacional venezolano, dos acepciones del adjetivo bravo: ‘valiente’, la usual en España, donde se halla el público primario al que explícitamente se dirige el volumen –dicho sea de paso: ese es el sentido del himno venezolano, escrito en el siglo XIX–; y la acepción hoy en día predominante en el habla popular venezolana, la de ‘enojado’, ‘molesto’, ‘irritado’. Pese a que el deseo de comunicación con el Otro peninsular la propicie, la elocución acaba fortaleciendo aquello de lo que se habla, lo venezolano, en la voz de quien se siente separado de su origen. Sucintamente: pensar en la nación, su nación, reinventa a un Yo signado por la extranjería. La historia que se cuenta resulta doble: la de un país secuestrado por el caos político y social y la de un individuo que se reconquista mediante el acto de comprender cómo ello pudo haber sucedido. Nelson Rivera está en lo correcto al señalar en su presentación que Venezuela es abordada por Chirinos “como intimidad” (p. 9). El ensayo del nosotros aprende a ser, no menos, montaigniano. Y con sincera convicción.

Son muchos los pasajes en que el ensayista se deleita, como hacía el sujeto de los Essais, narrando el proceso de la escritura misma, la actividad de quien escribe como matière de son livre. Destaca en las páginas iniciales, con ocasión de aclarar el método con que se indagan los dilemas de Venezuela, la intersección de lecturas estructuralistas francesas del personaje autoral con la iniciativa de, sencillamente, acudir a la autora de sus días para averiguar alguna virtud del país. En esa coyuntura, se revela el desparpajo y la penetrante socarronería que movilizan el decir:

“Dice Foucault que quiere deslizarse ‘subrepticiamente’ dentro de su discurso y ‘más que tomar la palabra, hubiera preferido verme envuelto por ella’ (…). De modo que se trataba de eso: tenía que deslizarme subrepticiamente en mi libro. Porque todo lo que el lector encontrará sobre Venezuela en las páginas que siguen es apenas la continuación del discurso que cada venezolano de este tiempo lleva consigo, y rumia y desarrolla y discute y comenta y critica. No sería necesario, entonces, pedirle a mi mamá, allá en la arcádica Valera, que me orientara con su sabiduría, pues esta es la ‘cosa buena’ (o no) que de mi país querría destacar aquí, más que cualquier otra: los venezolanos hablamos de Venezuela con la propiedad del que la ha parido, sin pudor” (p. 15).

Momentos como ese –numerosos– socavan la solemnidad propia de la cátedra o el púlpito cultivada por los hablantes americanistas o venezolanistas de la primera mitad del siglo XX, pero me gustaría recalcar el sintomático desmadrarse, la dimensión lúdica que le permite a Chirinos consustanciar su productividad expresiva y la nación que la motiva. Lo que afirmo se avizora desde el principio, cuando, habiendo sopesado la compulsión adánica de Simón Rodríguez, el ensayista advierte: “Inventé o erré: lo comprobará el que recorra estas páginas” (p.  21). En otras palabras, esta escritura es Venezuela, el país “parido” verbalmente por el escritor, hecho que delata otra premisa solapada, crucial: la nación se construye y deconstruye; no pertenece al orbe de lo natural o intocado por el lenguaje. El empeño en analizarla, pintarla, contarla, refutarla termina materializándola. Lo cual sugiere que, aun para una entidad tan golpeada y casi abolida como la “pequeña Venecia”, no todo está perdido: en el instante en que la reescribimos o releemos conseguimos resucitarla.

Y parece proponer Chirinos: ahora con un poco menos de grandilocuencia; menos rotundos heroísmos o mesianismos, sean bolivarianos o no, revolucionarios o no. Con los pies mejor puestos en la tierra; con mayor sentido de la realidad. Y, preferiblemente, con los bienes inquisitivos que solo una risa crítica sabe conceder.

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Referencias

(1) David Lagmanovich. “Hacia una teoría del ensayo hispanoamericano”. En: Hispanic Studies 3. 1984, pp. 17-28.

(2) Óscar Rodríguez Ortiz. Ensayistas venezolanos del siglo XX. Vol. 1. Contraloría General de la República, 1989, p.  27.


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