Los libros que quisiera llevar siempre conmigo a los hipotéticos lugares donde nunca he estado o de donde idealmente nunca me he ido, son los libros de la nostalgia, los que una vez estuvieron dentro de mí  en  materia y espíritu más que como objetos sólidos –hojas compaginadas, esto es, numeradas y secuenciadas en la demarcación de la tapa (el libro se abre suavemente), de la contratapa (el libro se cierra, se cierra por algún tiempo) y del aromático encolado del lomo– como encantamientos  y mitos de las vigilias, entre un sueño y otro, de lecturas dedicadas a la escucha del recitado de una voz, en  parte musical, en parte oral,  en procura de que esa voz siga contando, ensartando, enhebrando, la imaginería figurada de una historia de algún tipo de lacónica y alentadora sabiduría venida del pasado. Pongamos por caso, alrededor de una hoguera o de la cama del sultán Shahriar de Las mil y una noches, tributario de un antiguo libro persa formado por y, en consecuencia, así llamado, los Mil cuentos. Esos libros de mi nostalgia, vamos a acordar que en algún momento lo fueron antes de convertirse en las analectas, como diría Lezama Lima, de mi infancia y primera juventud son, el orden es aleatorio, Dos años de vacaciones guardado en lo más vivo del torrente de mis expectantes sueños de aventura, escrito y narrado por el francés Julio Verne sobre los quince colegiales entre 8 y 13 años, los mismos 13 que yo tenía, que zarparon en excursión desde Nueva Zelanda para a golpes de la tormenta perderse en un islote del Pacífico donde atinadamente lograron organizarse, superar las situaciones adversas, vencer a los malhechores y asesinos, hacerse al mar en una chalupa y volver sanos y salvos al lugar de donde salieron, Auckland, Nueva Zelanda.

David Copperfield, la octava novela de Charles Dickens que podría volver a narrármela yo misma, con la asistencia ocasional, si me llegaran a fallar los picos de la memoria, del pequeño David, desde su nacimiento hasta el final de sus días, en tanto que anotador en el punto medio de la distancia entre él, David, y su maduro alter ego Charles Dickens, padre y respirador de la criatura. Con la criatura me refiero a David, y a todos los protagonistas, que no son pocos ni casuales, de la autobiografía: los buenos, los malos y a los que, por encima de prejuicios y terquedades, errores e  indiferencia, termina revelándoseles el valor de la compasión y la benevolencia.

Ahora, hace unos minutos, entre los recordados con añoranza, El conde de  Montecristo, la historia giratoria, la historia tornadiza del crudo y ávido poder de la venganza, la novela, le roman de imaginación incluido en las listas de los mejores del mundo, el inocente Edmond Dantès convertido en víctima por la envidia de sus amigos, el hombre que enmohece en el Château d’If, el hombre que lo aprendió todo del  erudito abate Faria con quien por un bendito mal cálculo en el trazado del túnel llega a compartir celda, el hombre lanzado al mar en la funda de un muerto, el hombre que sobrevive para llegar a la isla del abate, encontrar el lugar del tesoro y desde ese momento sumergirse en el incesante zumbido de la ordalía de la venganza y con ella consumar la pérdida, la ruina, el sacrificio de su soberanía. Transportándose de acá para allá al infatigablemente taciturno Conde, después de haber ejercido con orden y método la omnipotencia del justiciero, lo corroía, el tedio, el desgano del mundo circunstante.

¿Tres finales felices? No, solo los dos primeros.


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