Los más grandes maestros –observa Tomás de Aquino, situándose ya en una discreta segunda fila– no escriben: no enseñan por escrito. Tratan de imprimir su enseñanza en el corazón y la mente de sus discípulos que, acaso luego, pondrán en papel sus recuerdos. Así con el cuádruple Evangelio de Mateo, Marcos, Lucas y Juan donde resplandece la persona de nuestro señor Jesucristo, “varón profeta, poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo” (Lc 24, 29). Ha llegado de esta manera a nosotros un texto donde habita una palabra viviente: “Que la palabra de Dios es viva, eficaz y tajante más que una espada de dos filos, y penetra hasta la división del alma y del espíritu, hasta las coyunturas y la médula, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Hebreos 4, 12). Nunca hemos terminado de leer este libro, inagotable, sin duda aquel que uno siempre quisiera tener consigo, cualquiera que fuese la circunstancia externa. Si algún libro merece el esfuerzo de aprender de memoria su contenido íntegro, como hicieron con astucia y devoción los libros vivientes de Farenheit 451, es precisamente el Evangelio.

Tras el Evangelio, resulta difícil señalar algún otro texto que deba acompañarnos a lo largo de nuestra vida. Los tiempos varían y, con ellos, las necesidades de nuestro espíritu. Después de todo, señala el propio Maestro, solo una cosa es necesaria (Lc X, 42). Sin embargo, nos gustaría que el Quijote estuviera a mano, así como alguno de los textos de santa Teresa de Ávila, de prosa tan castiza. Teresa de la Parra, con sus Memorias de Mamá Blanca, si debiéramos quedarnos con un solo libro de la más hermosa literatura venezolana. El Principito siempre dará material para la reflexión y el diálogo, como Pascal con sus Pensamientos. Los Four Quartets de T.S. Eliot, frecuentados, invitan a la relectura. Nos ocurre con ellos como lo que el propio Eliot confesaba a propósito de Shakespeare: que nunca lo hemos entendido del todo, si acaso es posible. Del mundo antiguo, tan rico, guardemos al menos la Ética a Nicómaco, a la cual deben hacer compañía las Confesiones de Agustín de Hipona. Pero, ¿puede en verdad tener sentido alguna selección mínima, que no se haga en función de algún momento, algún propósito concreto, como esas colecciones de textos que se editan periódicamente para atender los requirimientos de los escolares o para poner de nuevo en circulación algunas obras maestras que los vaivenes del mercado han sacado de catálogo?

No sería fiel a mí mismo, precepto de Alfonso Reyes que, junto con aquel otro de no dar cabida al despecho que lo acompañaba, he procurado seguir, si no incluyera un moderno clásico de espiritualidad cristiana: Camino, libro de la temprana madurez de san Josemaría Escrivá, que ha marcado para muchos –entre los cuales me cuento– un antes y un después en la vida. Me llegó, como suelen llegar los buenos libros, por mano de un amigo que acaso, años después, no recordaba siquiera habérmelo dado. El encuentro fue decisivo: un coup de foudre, dice la elocuente expresión francesa. Aquel pequeño libro hablaba al corazón y a la cabeza. Podía retarnos, aportar mucha luz y, al mismo tiempo, consolar en medio de nuestros desconciertos. Eco fiel del Evangelio, no se ha agotado entre mis manos, como pienso le ocurre a cualquiera de sus lectores habituales, sigan o no el camino abierto por Escrivá.

Asimismo, si el estudio me es aún posible, quisiera tener a mano, como el propio Tomás de Aquino, un ejemplar de su Suma contra los Gentiles, la más personal de sus obras, donde se encuentra un verdadero manantial de pensamiento. Las dimensiones de esta obra, no demasiado voluminosa aunque se reparta en cuatro libros, abarcan un universo entero.

Cerremos, pues, este pequeño apunte, que amablemente me ha solicitado Nelson Rivera para el Papel Literario. Cada vez que un alumno, un amigo, un colega me ha pedido alguna recomendación o consejo acerca de lecturas, he procurado partir ante todo de lo que él mismo recordaba haber leído para conocer sus pasos y, luego, adivinar aquello a lo cual se inclinaba o de lo cual tenía más necesidad, quizá por sus propias carencias. Defensor del valor de la lectura como ejercicio civilizatorio y, por tanto, de la importancia de los textos que han marcado nuestro devenir, al final vuelvo sin embargo a la idea de cómo –dejado aparte el Evangelio– resulta imposible una selección que no se halle referida a un punto determinado en el espacio y el tiempo de la vida humana.


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