La incitación a hablar de “los libros que quisiera llevar siempre conmigo” no me podía llegar en un momento más comprometedor, más desafiante y desconsideradamente dificultoso para mí; pues ocurre que cuando recibí el mensaje de Nelson Rivera proponiéndome entrar en ese atolladero, me encontraba anotando la lista de mis libros de poesía, de Todos mis Libros de Poesía; pero no para ordenarlos mejor en los estantes, en la imaginación o la memoria, sino para cederlos en venta a una Fundación que, eso sí, los mantendrá unidos y accesibles, a los demás y a mí, como parte de la Biblioteca de Poesía en cuya formación actualmente trabaja.

Pero no se necesitaba una coyuntura biográfica tan crucial para que el asunto planteado por el Papel Literario revistiera una angustiosa dificultad. Para mí, leer ha sido siempre como respirar; lo cual no tiene nada de raro: la lectura es el don de la vida humana, de la cultura, que nos permite asumir más plenamente la relación del vivir con el inalcanzable e inmediato infinito de todo lo que ha sido, es y será. De manera que el contacto realizado con lo leído, tanto como el contacto virtual con lo legible, con lo que uno se imagina que le falta por leer, constituye toda una dimensión de la existencia y de nuestra responsabilidad con ella. Precisamente por eso, desde la inscripción histórica de la escritura en la experiencia de los pobladores humanos del mundo, existe la persona lectora.

¿Qué ha hecho uno de lo que ha leído y qué ha hecho la lectura de nosotros? Desde un letrero preventivo (“Resbaladizo cuando húmedo”), un aviso sectario (“Cristo viene”) o un insulto político (“Chávez somos todos”) hasta la Divina comedia o Don Quijote de La Mancha, la interiorización de lo escrito nos acerca y nos aleja del mundo y de nosotros; pero en un sentido tan libertario que siempre abre la posibilidad de que alcancemos una mejor perspectiva para el sentimiento, el pensamiento y la acción que en determinado momento nos singulariza. Persona lectora es la que, en el contacto arriesgado con la escritura de creación, no pierde de vista semejante posibilidad.

¿Qué libros quisiera tener siempre conmigo, digamos de ahora en adelante? Los que me han hecho. Sí, sin duda. Aquellos volúmenes donde encuentre bien editados los para mí más altos textos de la poesía y la prosa, en los tres idiomas que puedo leer, vale decir, ¿entre otros?, los cánticos de Juan de la Cruz, las Soledades de Góngora, el Decamerón de Bocaccio, El infinito de Leopardi, Un lance de dados no abolirá el azar de Mallarmé, el Cementerio marino y La joven Parca de Valéry, Altazor de Vicente Huidobro, Trilce de César Vallejo, Residencia en la tierra de Pablo Neruda, Cántico de Jorge Guillén, Piedra infinita de Jorge Enrique Ramponi, la mayor parte de los poemas y ensayos escritos por José Lezama Lima, ¿Piedra o sol? de Octavio Paz, Poemas de Ida Gramcko y Acercamientos de Alfredo Silva Estrada. Además, en un rincón aparte, y ya no por preferencia sino por necesidad y en gesto de elemental responsabilidad para conmigo mismo, me importa mucho tener siempre al alcance de la mano un ejemplar del último título en que aparezcan reunidos los poemas que hasta entonces yo haya publicado: su lectura esporádica es el único recurso con que cuento para tomarme el pulso mientras me dejo llevar por el impulso de seguir leyendo a quienes debo mi destino de persona lectora.

Caracas, enero de 2018


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