Me explico: cualquiera que visite los textos críticos sobre su literatura o el mapa de su biografía hallará enormes elogios sobre su persona y escasos comentarios sobre su obra. Todos los textos, sospecho que no hay excepción, se detienen con holgura en la santidad de su vida: pobrísimo, desde el punto de vista económico; jamás contrajo matrimonio, estuvo hasta los cincuentiocho años bajo el mismo techo de la madre, profesándole una absoluta devoción; fue seminarista y observó los preceptos católicos como el más circunspecto de los devotos. Jamás abandonó la patria, casi que nunca fue más allá de los predios caraqueños y de su San Diego de los Altos natal. En el sitio fue haciéndose de un prestigio blindado, y al final de su vida, los jóvenes que bebían las aguas del positivismo, con cierto complejo de culpa cientificista, lo tuvieron como el bastión de la dignidad humanista, como el último humanista de la patria. Contribuyó mucho a esta leyenda la visita que le prodigara José Martí, acompañado de Lisandro Alvarado, cuando a Acosta el cuerpo ya no le respondía con presteza. Martí sintió que visitaba a uno de los últimos grandes humanistas de América. Toda la biografía de Acosta ha despertado ingentes simpatías, especialmente la manera como sobrellevó la condición de la pobreza y como de la nada se hizo de una cultura excepcional. También esplenden en la carta de sus pasos sobre la tierra, sus posiciones políticas y sus reflexiones sobre la enseñanza y el mejor destino de la nación.

Además de su libro, Cosas sabidas y por saberse, los discursos, los artículos y las cartas forman parte del material que pudo recogerse en sus Obras completas. Su poesía no es lo más importante de su trabajo. En casi todas las antologías aparece un poema suyo titulado “La casita blanca” que, evidentemente, refleja muy bien su humilde sindéresis, así como su manera de estar en el mundo. De sus otras composiciones líricas la opinión no ha sido muy favorable. A Felipe Tejera en su libro Perfiles venezolanos le parece que el soneto “A la libertad” deja mucho que desear, pero “La casita blanca” le resulta encomiable. En un ensayo especialmente perspicaz de Arturo Uslar Pietri sobre la vida y obra de Acosta, en su libro Letras y hombres de Venezuela, creo que da en el clavo sobre su significación, justo en el momento en que el positivismo avanza: “Acosta se duerme en la muerte antes de que esa transformación ocurra. Él muere en la frontera del positivismo. Antirromántico y progresista como él, pero divergente de un idealismo profundo, de su ética cristiana y de su catolicismo raigal”. El magisterio de Acosta parece estar muy ayudado por la limpieza ética de su conducta personal. Fue un símbolo de una época y resumió en sí mismo el espíritu humanista que también animó al fundador de la poesía nacional. Y si por una parte representaba el ideal humanista inaugurado por Bello, también encarnaba en muchos aspectos el arquetipo del romántico al que la arrogancia de la ciencia, en su expresión positivista, venía a desalojar del templo. Extraño personaje sobre el que se ha posado el manto unánime de la crítica favorable: digno de revisión.


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