Preámbulo necesario

Lo primero que me gustaría intentar poner en manos de los reunidos para este homenaje a nuestra Yolanda es la certeza de que hoy, más que nunca, o más que en otros momentos de nuestra atribulada historia, la escritura de su obra nos puede resultar un contrapeso de enorme utilidad frente a los discursos del poder que cubren o minan la vida de los ciudadanos. En efecto, siento que la obra poética que ha salido de sus casi cuarenta años de trabajo, entre tantas otras significativas ganancias, pone en juego, y a veces en franca liza, contenidos de un país que no hemos logrado ver del todo bien: imágenes de su reverso luminoso, perfiles y contornos que al ojo de la escritura no resultan tan limpios, ni tan uniformes, como solemos creer o como se nos ha enseñado a creer.

Sabemos de siempre que nuestra vida cívica ha sido sostenida mayormente por la palabra que el poder (sobre todo el político, pero hay otros no menos responsables) sabe echar a andar con sus mecanismos de conminación, captación (o cooptación) de prosélitos, sus giros de emoción calculada, su estridencia girante y monocorde, que casi nunca termina en nada, no se asienta, no se hunde en lo propio nuestro, no “echa raíces”. Frente a esta condición, que en nuestros días parece haber llegado a sus más altos picos de insoslayable estulticia, la poesía de Pantin puede ser un lenitivo eficaz contra su arbitrio y su inveterada costumbre de ahogar a los demás discursos del vivir, el del íntimo y el del público. Y eso parece ella lograrlo desde una indagación poética del propio país tomando un puesto de mira privilegiado, que parece permitirle entrever zonas que la costumbre relegó a lugares oscuros de nuestro relato nacional. Se dirá que toda escritura poética, cuando es verdadera, lleva de suyo esta condición de contrapeso o de contraste. Pero lo que creo importante es ver, o intentar ver, cómo actúa en una voz particular, específica, una voz cuya dicción es ya propia, esa “tarea” que la poesía otorga en ocasiones a los poetas, esa de decir lo que nadie quiere o nadie puede, por imposibilidad del instrumento o por interés espurio, contaminación o automatismo. “La poesía / no expresa a un descreído / ni lo absuelve. Es responsable”, dice en El hueso pélvico. Siento que la poesía de Yolanda Pantin ha logrado entrarle a una materia de difícil acceso, incluso sin proponérselo deliberadamente, como esta de hacer a la comunidad de lectores más conscientes de su interioridad, algo más avisados de lo que allá adentro de cada uno, referidos a una misma cultura o idiosincrasia o gentilicio, ocurre o se mueve de modo real, con peso psíquico, con verdad trágica.

Creía necesario este preámbulo para llamar la atención sobre estos aspectos no sé hasta qué punto ignorados en torno a la escritura pantiana, antes de pasar a mencionar algunas de esas “zonas entrevistas” que podrían sostener lo vislumbrado aquí. Paso, entonces, a intentar perfilar algunas.

La memoria y su punzante pregunta

La poesía de Pantin inicia con una exploración sin rodeos de la memoria personal e intrafamiliar. Casa o lobo de 1981 es, entre otras cosas, una suerte de álbum de familia en el que los retratos muestran su lado difícil, disonante, inconcluso. La indagación poética de ese libro inicial tomó como punto de partida el desplazamiento hacia las imágenes de la vida de un sujeto en su acotamiento doméstico, llevado por el deseo de penetrar en la raíz de una historia individual en la que las personas, los lugares y los acontecimientos no son realidades aceptadas ni consagradas sino puestas en entredicho, llevadas a colmo por la pregunta de su origen, de su verdadero linaje. Es como si la conciencia del sujeto lírico que habla allí se negara a aceptar su alrededor o, también, que algo en él lo conminara irremediablemente, con fatalidad, a remontar la historia de una familia a la que pertenece por lazos de sangre. La voz que busca ha hecho su buen pacto con la memoria, la única que puede otorgarle la entrada al pozo de las imágenes, la oscura habitación de las formas a la que aquella recurre para caminar hacia la posible constatación de sus peguntas.

Casa o lobo es un poemario en el que surge desde entonces toda la línea “fuerte” de desarrollo poético de la poesía pantiana. Hasta su más reciente libro, las imágenes que ha ido construyendo su escritura no han hecho otra cosa que darle curso continuo (quebrado, sinuoso, difícil) a un hilo que mostró una de sus puntas en esa primera entrega. Cuando se suele creer que el poeta apenas se inicia y lo que tiene que decir es un cuento que muy tímidamente muestra sus posibilidades prospectivas, Pantin sentaba con contundencia los temas y las angustias que trabajaría, sin saberlo, en el resto de su futura obra.

De qué lugar o infierno esa palabra a morir. Y no poseo rincón, sitio de la tierra, reloj para esa hora, ni así donde guardarme. Cómo no volver. Volver mientras tachamos o estarnos en pie sobre el roto de marzo.

Casa o lobo

El hallazgo de la herida, las pérdidas

“Avanzamos hacia afuera por el interior de la casa” dice una de sus líneas y ella nos puede servir de guía para el pase que su recorrido emprendió desde el comienzo: hasta tanto no quede saciada la necesidad de conocer qué hay en el mero tuétano de la vida familiar, de la ronda de sus recuerdos, de la atmósfera de sus objetos y espacios, no habrá modo de “salir”, que podría ser una manera de decir indirectamente que no habrá vida resuelta, crecimiento, armonía y equilibrio. Ese “interior” de la casa es, en la poesía de Pantin, el registro de una historia de pérdidas. Es también el reconocimiento de una herida: algo rasgó la inocencia del sujeto y por esa abertura se colaron el dolor y la tristeza. ¿Es la muerte? Desde luego, esta aparece entre líneas, por detrás de todas las imágenes, pero me temo que también la herida que comienza a mostrarse en esta poesía es la de aquello que no tiene forma final o no la alcanza: podría ser una infancia truncada, una mudanza, la desaparición de un ser querido, un gesto de agravio, los rostros de padre o de madre, la vida de los hermanos y así. Todo aquello que no alcanza su forma ni despunta un sentido parece tener la índole de una pérdida, no importa lo pequeño o nimio que sea, la voz lírica registra el más sutil movimiento y nada parece escapar a su piel sensible.

Este asumir la herida como una condición definidora del tono y de la dicción es lo que creo considerar un hallazgo en su escritura (“Que no haya hambre sino hallazgo”, dice en uno de sus poemas). Ella, la herida, es la que dirige su habla, lo guía por su ruta, le muestra hacia dónde debe encaminarse siempre que sale a decir algo.

… Entonces recordé lo que había olvidado. Lo que no podía recordar, porque no tenía rostro, ni tiempo, solo la huella de lo que ha muerto en nosotros, pero está profundamente vivo…

“Somebody Loves You in Turmero (Gottfried Benn)”

Dije que no alcanzar una forma o no poder llegar a ella origina también una mutilación, un corte. Al comienzo de “Memories of War”, primera parte de Épica del padre, leemos:

“…Deberíamos estar atentos a los pequeños movimientos que nos llevan a una acción última, en la culminación de un día o de toda una vida. ¿Qué significa, por ejemplo, en la dirección hacia donde me dirijo, el slogan que leo en una valla cuando la luz del semáforo me obliga a detenerme?”

Esa pregunta por la significación es, junto a la intuición de las pérdidas, algo más que un mero disparador de la necesidad de palabra. Es, en directo, la pregunta clave al inicio de todo el andamiaje verbal de su obra. Ella ha desatado las orientaciones y conducido, no sin lagunas y caídas, el viaje íntimo de la que habla en sus poemas. Ella, la pregunta, es la que lleva ese “hilo de la voz” como lo que es: una frágil conexión, delgadísima guía por escenas de hondura memoriosa.

… Quiso, entonces, que eso sucediera en un lugar todavía sin nombre. ¿Cómo llamar al sitio de la pena? ¿Al dolor, dolor?

“Memoria del paraíso perdido”

Pero además, el recorrido que emprende es tan aguzado sobre los contenidos que descubre que, casi sin que se sienta el registro del cambio, la que habla en los poemas parece trasladarse de la historia personal y doméstica de sus irresoluciones, a una zona más impersonal, donde se desdibujan los contornos de la crónica particular de una persona y sus límites comienzan a fusionarse con las imágenes más primordiales de la vida colectiva, con sus fuerzas y tonalidades, con sus ritmos.

País o el mito de Turmero: la voz de los muertos

De lo anterior podría desprenderse la noción del peso que tiene en esta poesía, de esa que llamé al comienzo la de “línea fuerte” en su obra, las alusiones a la población de Turmero, en el estado Aragua, uno de las regiones geográficas al centro norte del territorio nacional. Este pueblo tiene pertinencia aquí no como entidad política regional, sino como lugar mítico por excelencia. Desde su primer libro, este lugar ha ido levantándose o mejor, mostrando sus derrumbes para construirse de modo más sólido en la memoria mítica de la imaginación poética venezolana. Por una parte, ya las vivencias cargadas de poder emotivo de los relatos domésticos personales han encontrado el modo de comerciar con una fuente de mayor raíz humana; han descendido, porque el camino de la memoria es hacia abajo, hasta el lugar donde el mito puede dar cuenta e integrar en una forma, ahora sí completa o susceptible de serlo, aquello que despuntaba en una conciencia de modo caótico o no previsto, otorgándole peso en la cultura y, desde luego, haciendo que todo el tesoro de vivencias familiares, muy particulares, pueda avanzar hacia el ámbito de lo más universal. Dicho también así: la poesía de Yolanda Pantin ha encontrado por sí misma la manera de responder a la pregunta acuciante y a la pena de la herida. ¿Cómo lo ha hecho? Pues intuyo que insistiendo en su materia dolorosa y, en principio intraducible, pero además creando para sí misma la disposición para la escucha de lo que por no tener otro nombre llamamos misterio.

Turmero es el lugar de las pérdidas y de los tesoros, tal vez lo uno por lo otro; es el ámbito mítico fundamental, porque en él, sobre todo, se hunden las raíces de un alma, es decir, lo emotivo tanto como lo histórico, de una intimidad que necesita remontar la corriente de la descendencia, que requiere conocer el misterio insondable del origen de la filiación, del amor original, así como del sentido de lo que existe. Esa disposición comienza y se despliega después como una escucha, desordenada al principio, atenta con el tiempo, a la voz de los muertos, esas entidades hechas de pura memoria, que acompañan a la vida desde sus silencios cargados de significación. La escucha de esa voz se ha hecho reverente con los años, también se ha vuelto más avisada, aguda en la espera de sus signos, y, sobre todo, religiosa.

Qué escogencia la mía tan difícil

En aquellos que he amado

están atrás mis padres

recordándome que no, que no son ellos

Y yo vuelvo y los abrazo a mis soñados

fantasmas: son mis dueños

Si veo llover es la lluvia de Turmero

no puedo evitarlo está en el aire

todo el pueblo

Cuando afuera está la luz para cegarnos

yo no veo yo no siento

otra cosa que no sea lo sentido

en otro tiempo

“No disfruto con el baile”

Así que la imagen del país, o más precisamente, el país de Yolanda Pantin que viene creciendo por estos pasajes de hondura imaginal y mítica, nos podría servir como posibilidad de reflejo ante el país otro, el de arriba, ese país gárrulo, como nos ha dicho Rafael Cadenas, o eso otro confinado, circular de Ramos Sucre, o bárbaro y regresivo hasta lo animal mismo, como el de Gallegos. Porque lo que parece haber descubierto Yolanda Pantin es que las imágenes que nos importan, esas que de verdad pueden dar cuenta de lo que hay en nosotros de humano-humano, emergen de una pasada temerosa, a tientas, complicada, por honduras de un pozo insondable. Sería ese darle “pathos a la geografía // que ofrece al dolor / madera blanda”, del que habló en uno de sus poemas (“profundidad de la superficie”).

Termino por ahora consciente de que he trazado apenas algunos aspectos de una poesía aún en plenitud de palabra. Quería apuntar, llamar la mirada del lector hacia imágenes de nuestra cultura que están ahí, emitiendo señales para que nos acerquemos, no a descifrarlas por su rareza, sino a intentar asumirlas con la seriedad con la que fueron halladas, con reverencia podría decir que sagrada. Ellas están allí para relatarnos algo, para traernos el cuento que nadie o casi nadie quiere contar de nuestra íngrima historia de país.

Cierro recordando con ustedes parte del poema “Herencia”:

Pertenezco

a este pedazo de tierra

Reconozco como míos

el aire

que fue de mi infancia,

los relatos de mis padres

jóvenes y eternos,

cuanto su vista levantó

de estos valles

donde abreva el deseo.

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Samuel González-Seijas ha estudiado la obra de Yolanda Pantin a través del taller que concibió y dicta desde 2015, “El País de Yolanda Pantin”.

Este ensayo fue leído como parte de un homenaje a la poeta, que se celebrara el 22 de octubre en la librería Lugar Común, a propósito del Premio Casa de América de Poesía Americana que se le otorgara por su último poemario, “Lo que hace el tiempo”.


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