“Las catástrofes más grandes avanzan a pasos cortos”, leemos en la novela La agenda. Para destruir un país hacen falta dos elementos: un megalómano disociado de la realidad y una sociedad que lo deja hacer. Este es el gran aporte de Vuillard: mostrarnos cómo una Europa cómplice, plagada de enanos políticos de dudosa moral, dejará el camino libre a Hitler para el Anschluss, la anexión de Austria.

La salida fácil a los desmanes históricos es circunscribirlos a las intenciones de una sola persona. Alemania es grande, Hitler es solo un error. Basta con reprogramar el bug informático acaecido entre 1933 y 1945 para que el gran pueblo alemán retome su destino.

Leyendo La agenda, nos damos cuenta de que nuestros gobernantes son la síntesis de nuestro país. Los ladrones corruptos capaces de hambrear a un pueblo en su afán de lucro no son una excepción, son la regla. Son la manifestación de la moral colectiva de una nación. Si Alemania ha sabido reconstruirse después de la Segunda Guerra mundial, ha sido porque ha enfrentado el horror. Solo diciendo “los alemanes fuimos Nazis”, es que se puede avanzar. Disculpar a los alemanes alegando que el nazismo era un epifenómeno, una horda de psicópatas que nada tenían que ver con la historia germánica, es perpetuar el mal. Es hacerlo esconderse, refugiarse en las instituciones, hasta que pueda volver a la superficie.

Los primeros cómplices del nazismo son los hombres de negocio alemanes. La escena que abre la novela, a la que volvemos al final, es la reunión de Herman Goering con los empresarios más ricos del país. Es el 20 de febrero de 1933 y el nazismo necesita apoyo económico para ganar las elecciones. Así, los 24 representantes del mundo industrial apoyan el nacionalsocialismo, incluso después de que Goering afirme, “si el partido Nazi gana las elecciones, serán las últimas durante los próximos diez años, tal vez cien”. Es el primer paso hacia la destrucción completa de Europa, a la cual estas empresas sobrevivirán cómodamente, claro está:

“Se llaman BASF, Bayer, Agfa, Opel, IG Farben, Siemens, Allianz, Telefunken. Los conocemos bajo esos nombres. De hecho, los conocemos muy bien. Están allí, con nosotros, entre nosotros. Son nuestros automóviles, máquinas de lavar ropa, productos de limpieza, despertadores, nuestra compañía de seguros, la batería de nuestro reloj. Están allí, representados en estos objetos. Son nuestro día a día. Nos curan, nos visten, nos alumbran, nos transportan por las autopistas del mundo, nos arrullan y despiertan. Los 24 tipos presentes ese día frente al Presidente del Reichstag son sus representantes, el clérigo de la gran industria. Y allí se quedan, impertérritos, como veinticuatro máquinas de calcular a las puertas del infierno”.

Los pactos con el diablo se llevan a cabo con plena consciencia. A pesar de que muchas de estas empresas han hecho un Dudamel, explicando que estaban “al margen de la política” y que eran “patriotas” cuyo rol era apoyar al gobierno, sus actos dejan ver lo contrario. Porque la gran denuncia de Eric Vuillard es mostrarnos cómo estas empresas aprovecharon la guerra para hacerse inmensamente ricos utilizando los prisioneros de los campos de concentración. Dice Vuillard:

“Durante años, [Gustav Krupp] había alquilado la mano de obra de los prisioneros de Buchenwald (…) y Auschwitz. La esperanza de vida era de algunos meses. Si el prisionero sobrevivía a las enfermedades, moría literalmente de hambre al cabo de poco tiempo. (…) Así, Bayer usaba mano de obra del campo de Mathausen, BMW, de Dachau y Buchenwald. IG Farben tenía incluso una fábrica inmensa adentro del campo de Auschwitz”.

De esta manera, el decorado está plantado para que un líder carismático y gritón se ponga a tocar la lira mientras arde toda Europa. Hitler avanza una política basada en la fuerza bruta y la humillación. Vuillard nos hace ver cómo no hay negociación posible con estos tiranos. En noviembre de 1937, poco después de que la legión Condor arrasara con Guernica, el Presidente del Consejo inglés, Lord Halifax, aún cree conveniente reunirse con Hermann Goering. En España los nazis no han dejado piedra sobre piedra, sus movimientos de tropa aumentan en agresividad en todos los frentes; pero los ingleses declaran que llevan a cabo una “política de apaciguamiento” reuniéndose con un sádico creador de la GESTAPO. Hablando de “diálogos” inútiles…

Pero lo más triste es la flaccidez política de los austríacos. El 12 de febrero de 1938, el canciller Schuschnigg se reúne con Hitler, creyendo que puede evitar la anexión de su país. Vuillard nos muestra lo que sucede cuando un solo lado es sincero en las negociaciones. Schuschnigg cree poder convencer, dialogar, llegar a algún acuerdo. Tarda en entender que Hitler ya ha decidido invadir Austria. Este “diálogo” es un juego, una humillación adicional, una demostración de fuerza que busca robarle su honor y su dignidad.

Cuando un Schuschnigg desesperado se defiende explicando que Austria ha realizado una “política alemana, decididamente alemana”, Hitler ve su oportunidad. “¿Llama usted a esto una política alemana? ¡Es todo excepto una política alemana! Austria nunca ha hecho nada por el Reich. Su historia es la historia de una serie de traiciones”.

De esta manera, el austríaco, al igual que el resto de los gobernantes europeos, empieza a ceder. Sin embargo, para Hitler no es suficiente. Busca destruir la moral de su adversario. Es así como redacta un documento donde se especifican los términos de la anexión y, cuando Schuschnigg manifiesta su acuerdo, Hitler agrega cláusulas. Ahora Hitler quiere que los temas de política internacional austríaca sean discutidos en Alemania. Quiere que las ideas nacionalsocialistas sean publicitadas y apoyadas por el gobierno. Austria, paralizada del miedo ante una posible invasión Nazi, no solo cede en todos los puntos sino que decide regalarle a Alemania la ciudad donde nació Hitler, Braunau-sur-Inn.

¿Qué necesidad tienen los alemanes de pasar por este engorroso proceso antes de conquistar, manu militari, la nación de Mozart? Dice Vuillard:

“Es curioso cómo los tiranos más abyectos respetan vagamente las formas, como si quisieran dar la impresión de que siguen los procedimientos formales mientras arrasan con todos los usos y las costumbres”.

Son estos detalles, estas pequeñas vacilaciones del alma, estas dudas morales, las que destruyen los países. Es así como “Schuschnigg el intransigente, el hombre del no, la negación hecha dictador, se voltea hacia Alemania con la voz entrecortada, la nariz roja y los ojos llorosos para pronunciar un débil sí”.

Así, Austria anula el referendo que Schuschnigg había convocado y decide seguir las nuevas órdenes de Hitler: el Canciller renuncia y es remplazado por un Nazi escogido a dedo por Alemania.

El daño está hecho. Al hincar la rodilla ante el monstruo alemán, los austríacos han sellado su suerte. Poco le importará a Hitler haberse salido con la suya: meses más tarde, los tanques Panzer desfilarán por Viena.

Eric Vuillard nos ofrece un viaje por la serie de desatinos, cobardías y desaciertos que paralizaron a Europa. Cuando los países quisieron reaccionar ya era demasiado tarde y la guerra era inevitable. Pero lo que caracteriza la política es el extremado cinismo de sus actores. Por un lado, tenemos los empresarios capaces de instalar una fábrica en el medio de Auschwitz y luego negar que apoyaran al nazismo. También está el Canciller Schuschnigg, patético hombrecillo incapaz de plantársele al Fuhrer. Ahora debemos agregar al peor de todos: Seyss-Inquart, el austríaco nombrado por Hitler.

Parece que a los seres humanos no nos basta con ser un maldito colaborador que hace sufrir a sus compatriotas. No, estos personajes son tan despreciables que ni siquiera tienen la hombría de asumir sus hechos. Seyss-Inquart terminará enjuiciado en Nuremberg:

“Allí, por supuesto, lo niega todo. Él, uno de los autores principales de la incorporación de Austria al Tercer Reich, él no hizo nada. Él, quien recibió el título honorífico de SS de Gruppenführer, él no vio nada. A él, ministro de finanzas del gobierno de Hitler, no le dijeron nada. No fue él quien ordenó reprimir salvajemente el movimiento de resistencia polaco. Él, antisemita sincero que botó a todos los judíos de la función pública, él, a quien responsabilizan de matar al menos a cuatro mil personas, él no sabía nada”.

Qué tristes son los países de moral dudosa. Sistemas donde las instituciones están a la merced del populista de turno. Sociedades donde todos temen a las repercusiones, donde nadie tiene el coraje de parársele al gobernante y subrayar lo ilegal de sus actos. Es así como se pierden las naciones. Son los pequeños actos, el asentimiento de los empresarios alemanes, la cobardía de Schuschnigg y la pusilanimidad de Seyss-Inquart, las que conducen al infierno. La agenda de Eric Vuillard es una increíble obra que nos hace entender que la moral se encuentra en nuestras conductas más pequeñas e insignificantes. No es con acciones rimbombantes a lo ¡Vuelvan caras!, que se construye a un ser humano. Es en el día a día, en el respeto y la empatía, que nos definimos. Porque nunca sabemos cuando nuestro timorato “sí, está bien”, de Canciller austríaco, nos propulsará a la destrucción.


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