Luis Pérez-Oramas recuerda una frase de Santa Teresa, especialmente para aquellos que atraviesan situaciones arduas en el país: “Nada te turbe, nata te espante, todo se pasa, Dios no se muda”.

Ahora bien, para aquellos que no se hacen responsables del sufrimiento de los venezolanos, los que abusan y lo causan, tiene otra, en latín: Sic transit gloria mundi (También así pasa la gloria del mundo).

Ha pasado poco más de un mes desde que Nicolás Maduró le colocó el nombre de Armando Reverón al Museo de Arte Contemporáneo, una medida que dio pie a cuestionamientos en el gremio de las artes plásticas. Para el poeta, curador e historiador de las artes visuales no es más que una decisión insustancial. “Como suele suceder en estos casos, sin embargo, el cambio de nombre es una simple escaramuza, quizás un gesto que esconde otro, o que esconde precisamente la total ausencia de gestos… la mediocridad, la incompetencia”, afirma quien hasta el año pasado fue curador de la Colección de Arte Latinoamericano del Museo de Arte Moderno de Nueva York.

Al intelectual le preocupa más la anulación como institución cultural. “Si algo justificó un día que el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas llevara el nombre de Sofía Ímber es que Sofía, junto a Carlos Rangel, y con la solidaridad del Estado venezolano sin distingos de partido o gobierno, logró, en efecto, crear uno de los mejores museos de Latinoamérica, y por lo tanto hacer que fuese una institución referencial, por la calidad de sus muestras y de su colección. Eso, precisamente, es lo que se ha perdido. Y no se va a recuperar con un cambio de nombre”.

—¿Es un contrasentido que un museo de arte contemporáneo lleve el nombre de Armando Reverón?

—El nominalismo es la enfermedad principal de la cultura venezolana: nombrar, hablar en vez de hacer. Creer, mágicamente, que un nombre cambia el mundo o la vida, mientras la vida y el mundo se pudren ante nuestros ojos. Es gravísimo. Es tristísimo. Es inconsolable que se use el nombre del artista más auténtico y genuino de nuestra tradición para esconder la destrucción institucional de un museo, de los museos. Que se use el nombre del artista que se alejó del mundanal ruido de las escaramuzas institucionales y políticas para esconder una, o para inventarse otra, puede ser con la mejor intención del mundo, pero es una intención sin fundamento y sin reflexión. Yo sigo creyendo que Armando Reverón es uno de nuestros contemporáneos, pero es por encima de todo una de las piedras fundacionales de nuestra modernidad. Es verdad que el Museo de Arte Contemporáneo fue siempre un museo de arte moderno, no hemos tenido un museo verdaderamente contemporáneo, al menos no exclusivamente contemporáneo. Lo fue en su momento el Museo Alejandro Otero, la GAN o el Museo de Bellas Artes en algunos de sus programas e iniciativas, y también lo fue el Maccsi en no pocos de sus salones y exposiciones. Pero un museo de vocación exclusiva hacia el arte contemporáneo no existe ni ha existido en Venezuela.

—¿Considera que hay un interés en preservar la memoria de Armando Reverón?

—Quizás es esa la clave de la escaramuza, de lo que está tapando este cambio de nombre: que nos olvidemos, que nos terminemos de olvidar de Armando Reverón, de su lugar en el arte moderno venezolano. Reverón, como lo he aseverado, fue también pionero por su capacidad para vincular obra y lugar, y ello forma parte de su legado. A mí me preocupa menos el síndrome del bautizo permanente, la cambiadera de nombres, esa constante jugarreta institucional y política al escondite, este extenuante nominalismo, decía que me preocupa eso menos que el abandono de la misión institucional para la cual esas instancias culturales fueron creadas: el Castillete desapareció cuando este régimen comenzaba, por causas naturales. Pero es como si aquel Castillete que fue el refugio de Reverón en tiempos muy oscuros, durante los últimos años del gomecismo, se hubiese negado a volver a vivir tiempos de corrupción y crimen institucional, de desidia, mediocridad, ignorancia y ausencia de libertad, que es lo que Venezuela vive hoy. Allí están sus ruinas como imagen invertida del lugar que debiera ser: como imagen invertida del país que pudiese ser. En algo sigue siendo todo esto muy reveroniano: su obra fue la luz que esconde las sombras, la luz que enceguece para no ver las ruinas, la luz en tiempos oscuros.

—¿Debería el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas llevar otro nombre que no sea el de Sofía Ímber?

—Poco importa que las instituciones sean nombradas con la apelación de una persona. Lo fundamental es que sean dignas y fieles a su misión, a su presente y a las comunidades que las requieren. Y esa inmensa ausencia es lo que esconde el cambio de nombre. Sofía Ímber, a quien los venezolanos debemos respeto y admiración, fue su fundadora. Ya no está con nosotros. Obviamente un día el museo deberá recuperar su nombre. Pero antes, y lo fundamental, es que recupere su sentido, su mensaje.

—¿Desde cuándo no visita un museo en Venezuela? ¿Son los museos venezolanos referencia del arte que se hace en el país?

—Siempre que vuelvo al país trato de acercarme. Al menos en Caracas. En los museos hay gente muy valiosa y maltratada. Hay tesoros que resumen, como una cifra que espera ser revelada constantemente, lo mejor de Venezuela. Pero, a riesgo de generalizar, no creo que reflejen el arte que se hace aquí. Sobre todo porque la diáspora que este régimen ha ocasionado hace que el arte que se hace en el país se realice, al mismo tiempo, adentro y fuera de sus fronteras. ¿Qué adquisiciones han hecho los museos en estos últimos 18 años? ¿Desde hace cuántos lustros los museos no organizan exposiciones de sus nuevas adquisiciones? ¿Desde hace cuántos años no organizan exposiciones que den cuenta del trabajo actual de nuestros artistas? Es la tragedia del abandono y de la desvinculación producida por la fuerza hipnótica de una palabrería vacía y sin fundamento que ha sustituido a la realidad hasta destrozarla. Pero avergüenza hablar de esto mientras las personas con VIH o los hipertensos, los neonatos o los diabéticos mueren por falta de medicamentos o alimentos.

—¿El público venezolano ha perdido el vínculo con las obras de sus artistas?

—No creo que se pueda generalizar. Las instituciones oficiales han perdido el nexo con los artistas contemporáneos. Han sido objeto, a un nivel nunca visto antes, del capricho político, del sectarismo, del amiguismo. Yo no descalifico a los artistas porque hayan creído en este régimen. Pero sospecho de cualquier artista que no le oponga al poder cierta reserva crítica. Ahora bien, el público se las arregla, heroicamente, para seguir alimentándose culturalmente. Hablo del público que no tiene el privilegio de viajar al extranjero o de adquirir costosos insumos culturales. Hablo de los estudiantes. Yo me sorprendo, cada vez que hablo con chamos del “milenio” en Venezuela, estudiantes de Letras o de Artes, por la pasión que demuestran para conseguir informaciones clave. Me enorgullezco de tener varias generaciones de alumnos, egresados de la Reverón, que están aquí y por el mundo, haciendo obra, sobreviviendo, pensando. Luego están las iniciativas comunitarias y privadas. En Caracas, gente como la Macolla Creativa, el Apartaco, la Juntadera, la Sala Mendoza, el Seminario Fundación Cisneros, editores como La Cueva, el Estilete, Letra Muerta, Javier Aizpurua, Carmen Araujo, Luis Romero, gente como Igor Barreto que es capaz de publicar una joya como El sarcófago, el Archivo de Fotografía Urbana, Sumito Estévez, Fogones y Bandera, Héctor Romero, los músicos venezolanos por el mundo más allá del sistema de orquestas, o milagros absolutos como los jóvenes toreros Manolo Vanegas o Jesús Enrique Colombo que triunfan en España y Francia. Venezuela no se deja imponer ni el silencio ni la muerte. Venezuela no va a reducirse a la mediocridad de una cultura oficial y maniquea. Eso tiene la cultura cuando se alimenta de la vida y no de espejismos ideológicos: que existe para siempre, como el aire. Es verdad que un Estado más generoso, menos sectario, más vinculado con lo mejor del país haría las cosas más fáciles para tanta gente con talento.

—¿El arte actualmente responde a la realidad y necesidades del mundo?

—Es difícil saber con precisión qué es la realidad o la necesidad del mundo. Me importa menos que el arte responda a ello como que los artistas respondan a su realidad y a su necesidad, incluso a contracorriente del mundo. No creo en el arte –así en general– y también tengo inmensas reservas en contra de los privilegios ideológicos que se le han concedido. Yo creo en las cosas, en los objetos y en los individuos creativos. Wittgenstein decía en sus cuadernos: “Así como cualquier movimiento corporal no es un gesto, tampoco cualquier edificio es arquitectura”.

—Y en Venezuela, ¿qué papel juega el arte en estos momentos?

—Los artistas, los individuos creativos, en cualquier campo, y no solamente en el de la producción de objetos estéticos excepcionales, tienen, tenemos la responsabilidad de abordar la vida en toda su complejidad, honestamente, de aprender y enseñar a vivirla en su laberinto y en su densidad, de oponerle reserva crítica al facilismo, al automatismo, al moralismo, al maniqueísmo a la ideología de la mediocridad. Tenemos que aprender cada día, como propugnaba Bergamín, a resistir contra la letra muerta oponiéndole la voz viva, a descubrir la incandescencia del mundo en los lugares menos esperados. Los tiempos oscuros, como los que vive Venezuela, requieren esto aún más urgentemente: requieren ser revelados en su oscuridad, requieren que podamos ver en ellos luz.

— ¿Por qué considera que se debe revisar la modernidad?

—Porque la modernidad es el único proyecto intelectual de la humanidad, el único desde que la humanidad existe, que se reveló exclusivamente en clave de futuro, en clave de inminencia, pero para la vida presente. A diferencia de las promesas teológicas o mesiánicas, la modernidad no es para otra vida, sino para esta. Pero lleva en sus entrañas el mensaje de otro tiempo que hay que crear ahora. Eso, que implica una dimensión utópica, diferencia a la modernidad de todos los estilos y momentos culturales del pasado. Y ello, precisamente, determina que la modernidad sea un proyecto abierto, en proceso, en tiempo de gerundio, declinándose: la modernidad es el único proyecto humano, colectivo, que reivindica su inacabamiento. Requiere ser revisada constantemente.

Oscuro, confuso, ilegible

Luis Pérez-Oramas considera que el futuro político y social de Venezuela es oscuro, confuso, ilegible. “Hace falta una estatura moral en la dirigencia que sepa, con humildad, reconocer que hemos errado, todos, inconmensurablemente. Pero no la veo venir: la política sigue siendo entre nosotros un casino, y su lógica, hoy más que nunca en Venezuela es la de la ganancia a toda costa o el duelo a muerte. Lo más grave, sea dicho, es el abuso de poder, el ultraje a las libertades, la ausencia de un verdadero Estado de Derecho, hoy sometido al capricho del poder, a la pérdida de las mínimas garantías de vida material y de convivencia”.

Asegura que no es nadie para dar recomendaciones, especialmente a los políticos de la oposición venezolana que sufren de una confianza minada. “Como ciudadano ordinario quisiera ver esa estatura moral a la que me refiero transformada en un liderazgo que no sea ni la imagen invertida del chavismo ni el resentimiento de clase, sea la que sea, convertido en política”.


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