En uno de los textos de su libro, el propio Eleazar León ha escrito que el ensayo es un “género camaleón”, un modo de escritura tornasolada, flexible, adaptadiza, capaz de amoldarse a la naturaleza de su objeto, ora “asertivo, conjetural, perplejo, cargado o ayuno de argumentos, lírico, severo”; capaz de plegarse “con gusto al cambio por el cambio mismo”, pasando “de la emoción a la idea y del concepto o la categoría al simple recorrido por una creencia, o por la sombra de una creencia, que es el nombre del matiz”.

Ricos en matices, en ondulaciones de lo diverso, son, sin duda, los ensayos que Samuel González Seijas recoge de León, su maestro, en A la orilla de los días. En la sustanciosa variedad de sus abordajes hay varios puntos nodales, ensayos claves diríamos, que permiten articular o vertebrar el esqueleto del conjunto convirtiéndolo en un cuerpo consistente y elástico al mismo tiempo.

Ensayos como el dedicado, por ejemplo, a Mi padre, el inmigrante de Vicente Gerbasi, uno de los más largos del libro. Para celebrar la portentosa elegía del poeta de Canoabo, León, como ensayista genuinamente proteico, escribe él también una elegía, crítica homeopática, crítica simpática. Y cuando escribe la crónica imaginaria de una mujer pública, que él llama elegante y misteriosamente “la mujer de la noche”, escoge la pulcritud de un concentrado relato que me recordó a la vez la perfección de la prosa de Ramos Sucre y la complicidad distanciada con sus personajes de ciertos pasajes narrativos del mejor Mariño Palacio. Para evocar a Hölderlin, se convierte en lúcido miniaturista de una vida retratada lírica y filosóficamente a la vez, como hubiera hecho, tal vez, el propio autor del Hiperión. Para hacerle un guiño a Vallejo escribe una crónica sobre París, pero sin aguacero, porque le nace luminoso el gesto para el poeta al recordar su visita a su tumba en el Père Lachaise. Su prosa se llena de claridad para ensalzar En el verano cada / palabra respira / en el verano de Guillermo Sucre. Y así, en cada acometida, en cada hincada de diente sobre una pieza apetitosa del paisaje de nuestra cultura, sean Van Gogh o Borges, Kheyyam o Rimbaud, Leopardi o Catulo, Nerval o Ramos Sucre, Poe o Palomares, Una isla de Cadenas, los suicidas (Pavese, por ejemplo), el justo nombre de las cosas o las lecciones del silencio, el ensayista afina su instrumento de diverso modo para pulsar los armónicos precisos que harán vibrar con lúcida sobriedad y lujosa pertinencia las tonalidades multicolores de sus temas y sus obsesiones, de sus insistencias y sus persistencias.

En esa música, una suerte de basso continuo acompaña como una atmósfera el despliegue de todas sus breves o prolongadas sonatas reflexivas: una ironía que no teme anularse a menudo en la vecindad sin reticencia con la ternura, un tumbao de sarcasmo que es otro modo de aligerar con humor, y exorcizarlo así, el peligro de la solemnidad inesperada o la inesperada y traicionera petulancia. Una ironía que puede tornarse en caricia pero también en certero flechazo que hiere y desencarna mentiras embozadas enquistadas en el cuerpo de la historia grotesca y paradójica de todos los hombres. Algo de Swift y algo de Baudelaire, sátira y melancolía, hay en esta prosa que se arriesga y se desnuda cuestionando lo mal hecho y maltrecho de este malhadado mundo.

Y, para cerrar este largo párrafo hasta nuevo aviso, el otro rasgo que faltaba: el gusto por la brevedad, por la punzada o el pellizco, la frase enunciada como una estocada tiene a menudo en el discurso de sus períodos el fulgor instantáneo y definitivo de un disparo. Estos ensayos, puede decirse, avanzan seducidos e imantados por la forma contenida, y de ahí su explicable propensión al aforismo, el dicho concentrado, instantáneo y severo, irrefutable. Admirable esgrimista, León pone en evidencia de manera apabullante su destreza para la formulación rápida y certera, para lanzar su dardo con la punta siempre envenenada, que tira a matar. Por eso, una de las partes más ricas (perdurables) de este libro es aquella que le da su nombre: la sustanciosa camada de aforismos en los que León alcanza sin duda una de las intensidades más concluyentes de su prosa. Sagaz y veloz como quien se mueve por un campo enemigo alerta al menor indicio de flaqueza o de amenaza para atacar o defenderse, León se luce y se supera a sí mismo poniéndose la máscara del escritor de máximas, del sentencioso que practica, como él dice de Cioran, la escritura de “sigilosa demolición”, de cálamo implacable, amargamente intransigente.


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