Varios historiadores y críticos de la cultura han señalado que el Estado petrolero impulsó la modernización de Venezuela, pero también la llevó a la ruina por la burocracia y mala administración de los recursos que trajo consigo. El libro de Miguel Gomes El desengaño de la modernidad. Cultura y literatura venezolana en los albores del siglo XXI (Caracas: ABediciones UCAB, 2017), parte también de esta premisa, pero no solamente de esa idea. Al analizar la literatura y la cultura de un periodo determinado de la historia de Venezuela (1989-2016), Gomes no se limita a exponer cómo estas expresiones representaron miméticamente ciertas transformaciones económicas y sociales. Gomes, quien además de ser ensayista y crítico, es también uno de nuestros mejores cuentistas, selecciona con mucha conciencia las palabras que usa. Max Weber hablaba del desencanto del mundo para explicar el descrédito en que caían las creencias religiosas y que permitieron el ascenso de esa concepción racionalista y científico-tecnológica del mundo que conocemos como modernidad. Pero como nada humano es absoluto, Gomes le da un rizo al desencanto para recordar cómo este puede volverse sobre sí mismo, sobre el fundamento de las verdades en que se sustentó la modernidad, un proyecto que Habermas describió, por su propia naturaleza, inconcluso. Existe en el español una palabra similar aunque no idéntica al desencanto y es el desengaño. Es central en el título del libro que nos ocupa. Una palabra con resonancias particulares en nuestro idioma, y que en el Siglo de Oro español llega a la cumbre de su simbolismo en el Barroco con el Quijote de Cervantes y el teatro, desde Lope de Vega a Calderón de la Barca. El desengaño es la conciencia de un engaño del que hemos sido partícipes o testigos, pero del que además se tenía avisos, lo que le da un dramatismo a la experiencia pues se reviste de escarmiento tardío o culpable. Lo vimos, lo presentíamos, pero no hicimos nada o no actuamos a tiempo. Y lo peor es que no podemos desvincularnos: lo hicimos a conciencia, aunque ahora parezca locura. Es difícil a veces separar lo patético y lo cómico en la caída del telón estrepitosa del desengaño, como en la declaración del testamento de un Don Quijote sin mucho que dar en herencia, del que Quevedo se burlaba sin piedad. Los laberintos de la conciencia del desengaño suelen ser dramas contrastantes. En sus grutas salen a relucir vetas de patetismo, risa melancólica y ascetismo. Es una sabiduría áspera pero liberadora: tocamos tierra al fin.

Contra cierta tendencia de nuestra vida polarizada, Gomes aborda el escenario crítico de Venezuela en el siglo XXI no solo como el colapso originado por la era chavista, sino como el progresivo deterioro ya anunciado en los años de la democracia inaugurada por el Pacto de Punto Fijo en la segunda mitad del siglo XX y que se disuelve acelerada y estrepitosamente en el autoritarismo chavista del siglo XXI. Hay estadísticas y fotografías de nuestras ciudades que pueden describir bien ese tránsito. El mismo libro de Gomes exhibe algunas fotografías tanto de la ciudad como de obras de arte que son testimonio de una época. Pero él va más allá al mostrar la odisea del ascenso y descenso del alma venezolana, itinerario que seguimos a través de sus escritores y artistas de un modo más sutil de lo que mostraría la historiografía (oficial o no). El ensayo de Gomes no pretende abarcar a todos y eso se deja claro al principio. Pero a través de los que están podemos vislumbrar un sistema más amplio de voces e imágenes.

Los primeros anuncios del deterioro de nuestra modernidad aparecen ya en los 60 en autores como Eugenio Montejo y Adriano González León. En Montejo, desde su poesía escrita en los 60, la atenta escucha del tiempo cíclico de la naturaleza y los mitos desconfiaba del tiempo lineal aparentemente invencible del desarrollismo económico, sin caer tampoco en la nostalgia reaccionaria de un pasado bárbaro. Adriano González León plasmaba en la metáfora del País portátil la de un país a la deriva de su propio impulso ciego e ilusorio. Uno de los epígrafes de la novela, tomado de la trasnacional Chysler Corporation, subrayaba irónicamente ese progreso consensuado por una económica y política que se beneficiaba de él: “Venezuela is rolling. And it’s rolling in cars and trucks made in Venezuela. Chrysler is rolling along in step with the progress of a great democratic nation”. Pero el desengaño de la modernidad deja de convertirse en aviso y pasa a ser realidad cruda en poetas posteriores, enmarcados en esos años que van del final del siglo XX a los comienzos del siglo XXI. Hablo de María Antonieta Flores, Blanca Strepponi, Igor Barreto, Harry Almela y Willy McKey, entre otros. La poesía y la narrativa empezaron a cargarse de imágenes contrastantes e incisivas. Por ellas circula incertidumbre, crueldad, ironía o sarcasmo, como en este poema de Almela, del libro Silva a las desventuras en la zona sórdida (2011), titulado “Tuércele el cuello a Derrida”: “ —¿Qué apeteces? ¿Patria o Muerte? —¿Cuál es la différance?”. La diferencia, en lo que va de ayer a hoy, parece ser más de nombres que de la estrategia manipuladora del poder. Pero no: el saldo es más grave, y Gomes no lo oculta. Si antes había una élite económica y política que celebraba la bonanza petrolera e invitaba a numerosos inmigrantes y exiliados a vivir en el país, hoy la burguesía chavista no solo terminó de dilapidar los recursos del petróleo, sino de empujar por la miseria y la persecución política a más de 2,5 millones de venezolanos fuera del país, según las investigaciones de Iván de la Vega, cifra sin antecedentes en toda nuestra historia.

Como dije antes, la literatura no se limita a reflejar la realidad. Es frecuente en la poesía venezolana contemporánea acudir a imágenes de fases iniciáticas o liminares que traducen en el individuo el tránsito de un estado de crisis a otro de mayor conciencia y fortaleza anímica. Es, como diría Gomes, una forma de esperanza o resistencia frente a los desmanes de la historia:

“Ante la claridad conflictiva de los dualismos que abundan en los discursos políticos venezolanos (…), esta poesía acude a muchos tipos de liminaridad: crítica del lenguaje que es punto de arranque para una crítica general de la realidad. (…) como ha señalado Murray Stein, la liminaridad es indispensable para el desarrollo individual y, en el lenguaje míticorreligioso, corresponde, por ejemplo, a Hermes, el dios de los lenguajes secretos y guía de las almas en el mundo de las profundidades, que reaparece cada vez que la identidad personal entra en crisis por su roce con la sociedad”.

Similares confrontaciones existenciales con la realidad podemos encontrar también en otros escritores estudiados por Gomes, entre ellos, novelistas, cuentistas y poetas. Menciono solo unos nombres. Entre los novelistas: Alberto Barrera Tyszka, Ana Teresa Torres, Gisela Kozak, Juan Carlos Méndez Guédez, Rodrigo Blanco Calderón, Eduardo Sánchez Rugeles, Gustavo Valle, pero también figuran los cuentos de Krina Ber, Antonio López Ortega, Sonia Chocrón, Sol Linares, Enza García Arreaza, Gabriel Payares, Carolina Lozada, y por último, la poesía de Adalber Salas, Raquel Abend van Dalen, Dinapiera di Donato. Hay también otros escritores a los que Gomes dedica un espacio más reducido pero igualmente revelador.

No es una merca acumulación de nombres. El libro de Gomes va develando una tradición. Entre las neovanguardias de los 60 –El techo de la Ballena– en su apuesta a una materia en descomposición, fétida y desfigurada (un nuevo expresionismo, había dicho Ángel Rama), y las “fábulas del deterioro” durante la era chavista, hay continuidades que revelan la metamorfosis acelerada de la decadencia. Lo podemos ver en el performance Necromenaje a la containerphilia, realizado por Willy McKey, Santiago Acosta y Andrés González Camino. Se trataba de un homenaje a El techo de la Ballena por una exposición que puso en “evidencia las muertes por la violencia política… silenciadas por los medios de comunicación”, según McKey. Este antecedente es resignificado en Necromenaje para aludir a las toneladas de alimentos importados y descompuestas en las instalaciones de la red de distribución del Gobierno Bolivariano, PDVAL. Necromenaje, que combina recital de poesía y medios digitales, es una crítica irónica, a través de un imaginario que recuerda a la izquierda cultural venezolana, de un gobierno chavista que se dice de izquierda. Realizado en 2010, se adelanta también a un estado de descomposición social del chavismo al sugerir las muertes por violencia política (la sangre de la carne repartida entre los asistentes al performance) que trae el populismo al vaciarse las arcas de los petrodólares. Otro avatar de esta tradición expresionista aparece en la transformación del neoinformalismo de los 60 en los fantasmas góticos y fantásticos de Norberto Olivar e Israel Centeno para “dar en las realidades del país o de quienes se asocian a él con los vampiros, licántropos y fantasmas del Romanticismo o el decadentismo inglés y las viejas leyendas orales”, pasando por el “ciclo del chavismo”, un ciclo narrativo donde pueden reconocerse imágenes y temas de la era chavista, como el malestar colectivo y la noche a la que suele acudirse para simbolizarlo tras la resaca de los sueños dorados de la Revolución.

Hay desde luego cierto pathos y teatralidad en estas apuestas creativas. El desengaño está unido a una toma de conciencia que se exterioriza y hace pública, como si el individuo quisiera desnudarse de falsas máscaras y arrojarlas fuera de sí, hacia los otros, como en un rito colectivo donde todos comparten la perplejidad ante la caída del telón y la tierra baldía circundante cuando termina el espectáculo.

No deben extrañar estos autores que sobresalen si pensamos en la recurrencia de imágenes alegóricas. La reflexión final de Gomes sobre la vigencia de las alegorías y las contraalegorías en la literatura contemporánea, que oscilan entre la referencia social y la ambivalencia de la indeterminación de los signos del arte, pueden darnos una idea del norte de este ensayo. Anclado en un contexto histórico muy preciso, busca en el arte una proyección hacia lo indeterminado que trasciende ese mismo contexto histórico.

Miguel Gomes, además de ensayista, crítico y narrador, es profesor de la University of Connecticut Storrs, en Estados Unidos. Su trabajo es el producto de muchas páginas de paciente y sesuda investigación, desde sus escritos de los 90 sobre la poesía de Montejo hasta sus artículos sobre narrativa y poesía venezolana publicados posteriormente. El trabajo de Gomes no adolece sin embargo de la escritura pesada de un trabajo académico, aunque es sin duda el de un autor que ha pasado por la academia pero que ha decantado sus conocimientos especializados a través de un cristal estético. Tal conjunción entre el saber científico y la intuición artística no es común. En la historiografía de la literatura venezolana, creo que también figurará esta obra como uno de los necesarios y lúcidos panoramas de la literatura venezolana. Las obras pueden brillar con luz propia pero es la crítica la que permite proyectarlas en un sistema que las trascienda a ellas mismas y permita valorar mejor sus imágenes y símbolos.


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