Como otros directores suecos en la línea crítica a su sociedad individualista, Ruben Östlund, fascinado con la burguesía como si estuviésemos en los años veinte, como lo estuvo Buñuel, como lo estuvieron Duchamp o Warhol, la retrata muy fina y elegante en cenas ostentosas, y la enfrenta a lo primitivo o la combina con la miseria del mundo occidental. Casi cien años tarde, Östlund parece querer hacer ver que a su sociedad, machista, avara, consumista e hipócrita, se le suma la falta de corrección política y la estafa del arte posmoderno. En todo caso, ese no es el problema de The Square (2017, Ruben Östlund). Cintas de progres europeos que señalan la decadencia occidental capitalista y critican la falta de humanismo, ecologismo, feminismo y demás sandeces, es lo que sobra. The Square ha recibido la Palma de Oro en el Festival de Cannes.

En principio pareciese que Östlund denunciase la estupidez de una sociedad inmersa en su infantilismo. Todo comienza con Christian, un hombre bien vestido, director de un museo de arte posmoderno, en las calles demasiado individualistas de Suecia: un activista pregunta en la calle –carpeta en mano– si quieren “salvar una vida” mientras todos siguen su camino mirando sus teléfonos. Una chica llega a carreras hasta nuestro protagonista y grita que viene, que quiere matarle, y señala a lo lejos. Entre Christian y otro sujeto defienden a la horrorizada chica del matón que aparece dispuesto a pegarle hasta que se encuentra con la barrera de los dos extraños. Una vez se ha ido la amenaza, Christian descubre que le han robado los gemelos, la billetera y el teléfono. Entonces: la historia seguirá a Christian tratando de dar con sus propiedades robadas hasta que, por tonterías y azares, se termina convirtiendo él en el culpable de su propio robo. Hasta el punto de que se ve instado a pedir disculpas, y acaba marginado por todos sus entornos.

Viéndola de esta manera, la cinta de Östlund deja entrever la maldad de los hombres frente a solo uno, entre muchos, que dejó de prestar atención a su teléfono para ayudar a un semejante. Y de cómo esos mismos hombres, pueriles y perversos, revierten las culpas y las responsabilidades hasta lograr que sea el perjudicado quien tenga que pedir perdón por lo que ha sucedido. Si es así, si ha sido esa la intención del cineasta sueco, puede reconocerse por fin una crítica bastante necesaria a asuntos que el mundo cultural no suele atender más que desde sus tendencias buenistas, es decir, una crítica a todos los que rodean a Christian, el sensato: desde los inversionistas encopetados del museo hasta los inmigrantes que le acosan y los pedigüeños miserables que parecen estar en el suelo pulcrísimo de cada calle en la ciudad sueca. Que desnude a los hombres para verlos en su esplendorosa ridiculez y maldad.

Sin embargo, puede ser que no sea así. Puede ser que Östlund quiera dar a entender exactamente lo que dicen muchos de sus personajes acerca de la desconfianza que nos tenemos unos a otros, de la hipocresía de los pudientes y sus prejuicios con respecto a los pobres e inmigrantes, y de la culpa, ay, la culpa espantosa de vivir en el primer mundo siendo hombre, heterosexual y adinerado. Si es así, la cinta no tiene trascendencia alguna. Si es eso lo que vieron en Cannes y por lo que la han premiado, solo logra confirmarse a sí misma en su tontería pretenciosa, para vergüenza de cineastas suecos serios como Roy Andersson, a quien Östlund ha mencionado muchas veces como referente. O tal vez me he perdido de algo, no lo sé. Tal vez, como la obra de arte posmoderno que se exhibe en el propio museo que dirige este hombre sin atributos, no tenga la menor importancia.


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