En la Rusia de hoy, una pareja de clase media-alta atraviesa un divorcio espantoso, de maltratos y ofensas. Será determinante la pelea por la custodia de su hijo de doce años, Alyosha (Aleksei Rozin): ninguno de los dos quiere cuidarlo. Sin amor (2017, Andrei Zvyagintsev), nominada al Oscar para Mejor película extranjera, tiene el título perfecto.

Los padres de Alyosha tienen nuevas parejas, la de él está embarazada, la de ella es un hombre de negocios tan frío como los paisajes invernales de la ciudad rusa. El pequeño Alyosha sabe bien que ninguno de los dos quiere velar por él. Un día, en pleno desastre de papeles y firmas por la venta del apartamento donde ella aún vive con el niño, este desaparece. Zvyagintsev acompaña a los padres muy de cerca, como escudriñando atentamente por si en algún momento, en un gesto mínimo, llegasen a revelar algo de alivio.

Zvyagintsev, fiel a su estilo y su tema, opera como los grandes artistas: ha tomado para sí desde su ópera prima El regreso (2003) la figura del padre, la familia, y en última instancia el Estado, para hablar de Rusia y de los hombres. Y no la ha soltado. Tan grave como en cintas anteriores, la puesta en escena responde estrictamente a su narrativa con precisión de cirujano. Y resulta todo, una cadena de desdichas y vilezas: desde la abuela materna del niño, infame y ruin, hasta los abogados y otros personajes periféricos. Los planos muestran los árboles desde abajo hacia arriba, desnudos, recorriendo ese camino que va estrechándose de sus troncos a sus ramas hasta llegar a la nada.

Cuenta el escritor Luigi Zoja (en El gesto de Héctor, Taurus) que uno de los primeros indicios de lo que sería la figura del padre hace millones de años, es que el macho monógamo decide que debe volver: no solo al espacio físico donde están la pareja y la prole, sino a uno psíquico. La seguridad y alimentación de estos grupos suponían la partida y el regreso de los machos, y este último forjaba un sentido de pertenencia. “Así descubrieron el retorno a la familia y la añoranza”, dice Zoja. Y añade: “Tal vez –digámoslo con suavidad, porque se trata de una palabra exigente– inventaron el amor”. En la cinta de Zvyagintsev no hay añoranza, ni mucho menos regreso. En ninguno de los personajes. La familia ya no es; si acaso, se señala como obstáculo, no se sabe para qué, pues no hay finalidad. Y siguiendo el estilo del autor ruso, todo esto es a la vez formal y simbólico: la Rusia sin familia, sin el retorno del padre, y con todos los quiebres psíquicos que esto tiene como consecuencia. De ahí quizá el zarismo de traje Kiton i Brioni que gobierna en el Kremlin y que tanto parece gustar a los propios rusos.

Una radiografía de Rusia que le ha valido al cineasta, de nuevo, el calificativo de apátrida por parte de sus gobernantes, el drama Sin amor –ya lo ha dicho el crítico español Ángel Quintana– va sobre la desaparición de ese niño, o lo que en este caso es lo mismo, sobre la desaparición del futuro.


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