Hay un plano en la historia de amor El hilo invisible (2017, Paul Thomas Anderson) que encuadra el interior del taller de moda de Reynolds Woodcock (exquisito Daniel Day-Lewis, en la que ha declarado será su última actuación para el cine), famoso diseñador de vestidos de lujo en Londres, en los años cincuenta: a la izquierda un vestido de novia precioso y delicadísimo de encajes y bordados, en el que las costureras estuvieron trabajando hasta largas horas de la madrugada y que debe ser entregado a una princesa belga esa misma mañana; a la derecha, un sofá verde exquisito donde está tendida, cubierta con una manta hasta la cabeza, la joven musa de Woodcock, Alma (Vicky Krieps). La luz blanquecina pasa a través de los ventanales enormes de la casa. Vemos entrar por la derecha a Woodcock, aún en pijama, y acercarse hasta el borde del mueble donde, fuera de la manta, se ven los pies de la joven. La cámara se acerca muy lentamente, reencuadrando con mucha sutileza a los personajes a medida que el diálogo se va dando hasta un plano general que prescinde poco a poco del vestido de la princesa y deja ver solo el mueble con ambos personajes y el ventanal al fondo.

Paul Thomas Anderson no deja detalle estético sin vincular al relato. En la anterior Punch-Drunk Love (2002), otro historia de amor, el director utiliza los colores para dejar ver los deseos y estados de ánimo de los personajes principales, destacándolos o confundiéndolos con los del entorno según lo que estén sintiendo en determinada escena. El personaje de Adam Sandler es azul, su vestir, su oficina, el cielo cuando sale a la calle. El personaje de Emily Watson es, como debe ser, el color complementario: rojo. A medida que avanza la cinta podemos notar la fusión de colores así como la fusión de las almas de ambos personajes. El cielo aparecerá entonces violeta. En El hilo invisible, Anderson le dedica especial cuidado a las texturas: la fría dureza de las tijeras y agujas bordando las telas más delicadas y frágiles; la madera rugosa y opaca de la tabla de picar de la cocina en la que Alma prepara los hongos suaves, estriados y esponjosos de la cena de Woodcock. Estos pequeños contrastes están también muy medidos en la banda sonora, como cuando Alma hace sonar la taza de té al removerlo con la cucharilla para la irritación del modista a la hora del desayuno (obra del diseñador de sonido Christopher Scarabosio).

Y es que Woodcock es un hombre elegante, con rutinas y métodos. Le gustan ciertas cosas de cierta manera, y si algo llega a fallar, su concentración y calma desaparecen y abandona lo que hace. Como un niño. Y esto es esencial en la cinta: al conocerse con su musa, Woodcock está esperando que le tomen la orden en un pequeño restaurante de la campiña inglesa, adonde se ha ido a descansar por recomendación de su hermana, Cyril (Lesley Manville). Y quien viene a hacerlo, no es más que la joven Alma, quien al sentir la pesada mirada de Woodcock sobre sí se tambalea, casi tropezando. Alma le lleva el desayuno copioso que ha ordenado, y tras haber accedido a su propuesta de cenar juntos, le deja una nota en un papel: “Para el niño hambriento”. Helen Rosner del New York Times ha dado en el clavo: se trata de una manera coqueta de desarmar al hombre mucho mayor, pero sobre todo, es una promesa de cuidado. La frase de una madre.

Y la madre de Woodcock está en los vestidos de novia que diseña. Al inicio de la cinta, le cuenta a Alma que el vestido de boda de su madre lo cosió él muy joven. Su madre era viuda e iba a casarse por segunda vez. Su niñera se rehusó a coser el vestido, puesto que creía que eso la maldeciría, y no se casaría jamás. Le cuenta a Alma que los vestidos de novia son asunto delicado, rodeados de un halo de misterio y superstición que hace que muchas costureras no los trabajen, y que muchas modelos no los usen. Y cuando Woodcock, más adelante en la cinta, delira por la fiebre, se enfrenta al fantasma de su madre vestida de novia. “Es reconfortante pensar que los muertos nos cuidan”, le llega a comentar a Alma.

El amor entre Woodcock y Alma se saborea en una de las escenas hacia el final de este drama elegantísimo, una historia de amor donde de nuevo, los opuestos se atraen; ella joven y vibrante; él señorial y rutinario; a veces el altibajo arrollador de Maria y el capitán von Trapp; otros la obsesión de John Ferguson y Madeleine; a ratos el infantilismo de Humbert Humbert y Lolita, a otros las luchas de poder de Fred y Ginger. Una escena en la que el amor que se declaran viene de los pequeños gestos y las pequeñas frases, pero sobre todo de la sutil y a la vez agresiva manera de dejarse uno al otro en evidencia. Alma, esa chica que va de la cocina del restaurante en su primera escena a la cocina de la casa de Woodcock en una de sus últimas, pasa de ser una cita del modista a ser su mujer, su musa, modelo y costurera de sus vestidos, culpable de sus dichas y sufriente gustoso de sus deseos. Siempre a través de la comida, símbolo de la inflexibilidad de Woodcock y finalmente de su entrega y enamoramiento por Alma.

Phantom Thread, o hebra fantasma, nombre original de esta cinta inteligente y hermosa, refiere un malestar victoriano de las costureras que abusaban de sus habilidades durante largas horas, según el cual las manos se les seguían moviendo después de haber terminado las labores como si aún sujetasen la aguja.

El plano referido al inicio, un acercamiento hasta el sofá donde duerme Alma y la llegada de Woodcock para pedirle matrimonio, encierra buena parte de la sentencia de Anderson: dejar ver el vestido de novia a la izquierda del cuadro y luego ir lentamente dejándolo fuera de campo revela que el fantasma (de ambos) se ha marchado, pero no del todo. La pantalla es centrífuga, decía André Bazin, queriendo decir que todo lo que se muestra en ella debe ser considerado indefinidamente prolongado en el universo. El vestido, con todo lo que este pudiese significar, está allí aunque en ese momento no se muestre. Pero Anderson es listo y talentoso, y su sentencia será un cazafantasmas quizás definitivo para la pareja. La hebra fantasma entonces pasará.


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