Después de los acontecimientos políticos y sociales convulsos que acompañaron la caída del Muro de Berlín, la cinematografía de la Europa poscomunista estuvo determinada por los cambios que traería occidentalizar la industria. Estatizada, se procuró homologarla a la occidental mediante procesos que implicaban el desmantelamiento de viejos estudios y productoras, y por lo tanto se produjo la correspondiente disminución de la actividad cinematográfica. Sin embargo, con la perestroika los cineastas rusos que no abandonaron el territorio empezaron a desenterrar algunas producciones duras y críticas frente al régimen, y a realizar otras tantas. Películas como La pequeña Vera (1988, Vasili Picul) y Quemados por el sol (1994, Nikita Mijalkov, ganadora en Cannes) describían sin concesiones la vida bajo el comunismo soviético: la primera desde la familia trabajadora, al estilo del neorrealismo italiano pero mucho más agrio, y las traiciones, conspiraciones y asesinatos de la Gran Purga la segunda.

Aleksandr Sokurov, siberiano, pertenece a esta línea crítica. Ampliaría su producción en los noventa con cinco películas, entre ellas las famosas El segundo círculo (1990) y Madre e hijo (1996). Su trilogía sobre políticos del siglo XX le daría aún más prestigio internacional (Moloch, 1999, sobre Hitler; Taurus, 2000, sobre Lenin; y El sol, 2004, sobre Hirohito).

Lo primero que hace atractiva a El arca rusa (Aleksandr Sokurov, 2002) es su realización técnica: se trata de un solo plano de hora y media de duración. No como en La soga (Alfred Hitchcock, 1948) o en Birdman (A. González Iñárritu, 2014) en las cuales se truca la continuidad. En la primera, Hitchcock corta a las espaldas de los personajes y empalma el siguiente plano desde el mismo lugar para parecer un plano secuencia. En Birdman sucede lo mismo pero la continuidad se logra digitalmente. En El arca rusa no hay truco. Es, en efecto, una película de un solo plano. Por años muchos teóricos establecieron la especificidad cinematográfica en el montaje, sobre todo los soviéticos. Este director ruso hizo cine prescindiendo de este. No estamos ante cualquier cinta con plano secuencia, sino ante la ideología del montaje de la transparencia, aquel que se enfrenta a la del montaje soberano, el soviético, como sustento para contar la historia de cómo se llegó al comunismo. Sokurov se rehúsa a contar el devenir de la Rusia zarista con el tipo de montaje que hizo a la ideología tangible.

Es importante destacar lo que significa semejante proeza técnica: ensayos complejísimos con una cantidad enorme de extras, la cámara, las luces, los espacios por los que se desplazarían por hora y media. Cuenta el historiador Mark Cousins que la primera toma solo alcanzó a hacerse hasta unos quince minutos, cuando algo falló. La segunda toma es la película que vemos. Es posible dar en línea con el video del rodaje cuando este finaliza: la distensión, los abrazos, los sollozos de equipo y elenco.

Pero más allá de lo que esto representa técnicamente para la cinematografía mundial, hay una razón muy específica para que El arca rusa fuese realizada de esta manera y no de otra. No se trata de un capricho para jactarse de habilidades técnicas, como sucede en Birdman. La trama parece complicada, pero en realidad es bastante sencilla: un francés (Occidente) nos pasea (al espectador) por las salas del museo Hermitage, antiguo palacio del zar, enseñándonos y comentando las obras, y entrando a salones donde la fantasía aparece en forma de baile decimonónico. Viajamos en el tiempo con nuestro guía: desde Napoléon hasta Pedro El Grande, desde la Primera Guerra Mundial hasta los Rómanov y la Revolución de Octubre. Este recorrido vale como metáfora de la historia rusa prerrevolucionaria. Y he aquí lo verdaderamente brillante: Sokurov hace un plano secuencia porque sabe bien que la destrucción de los rusos a manos de ellos mismos era irrefrenable.


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