Todo reverso es siempre incisión, reformulación, recreación y renacimiento. Todo dúo supone un espacio vacío, o lleno de algo más que no soy yo y que desde su instauración, define una frontera –líquida–, una identidad. Así, el poemario de Mariela Dreyfus Cuaderno músico precedido de Morir es un arte –un título en reverso, dos libros en uno– se manifiesta desde el quiebre. Viaja hacia la semilla, hacia atrás, hacia la matriz, y ese tránsito vislumbra y nombra la muerte: Los que hemos contemplado la muerte / también oímos su respiración. Describe al amor con sus rituales: me enrosco a tu cintura o tú reposas / en mi pecho y luego te deslizas / hacia el vientre y allí mismo yo / hago un círculo te ato a mi regazo / y es negro el paisaje las aguas / se revuelven y en ese remolino, y describiendo su comunión y su promesa, adivina el riesgo del final.

Sinuosidad gestada desde la biósfera materna, devenir cíclico del oleaje del mar. Desde el fondo oceánico oscuro, líquenes enredados a mi cuerpo / como un cordón umbilical, emerge la niña que será potente guía a lo largo del libro, que dará su mano a la mujer –me copio y me recreo soy narcisa–, y que en su renovación continuará, desde el cuerpo experto, explorando espacios limítrofes: si decido mirarme desnuda /en un espejo y al contemplarme / se me eriza la piel y una mano / suelta el espejo y sube –o baja–. Dreyfus nombra el espejo, para instalarse en su borde, en la grieta entre la noche y el día, entre el acá y el otro lado y lo que le sigue, entre la infancia y la juventud y la vejez. En la intimidad amorosa, delimitando lo que solo estando dividido puede unir un cuerpo con otro. Una fuerza enhiesta penetra el cosmos misterioso, venido de lejos, la heredad. El libro nombra eso que abre y que hace estallar la vida desde unos cuerpos bien descritos, bien formados, reñidos con la asepsia y entregados al sexo no solo en cuanto encuentro erótico, sino desde el erotismo, como ritual y sello del amor. El cuido del otro y del instante pasajero es salobre. Baboso. Resbaloso. Cuando el momento se escapa, cuando el oleaje parece arrastrarlo, Dreyfus lo retiene: Cuida el ardor la risa y nuestro asombro/ para cuando haya un hueco para cuando/ la tristeza nos duela todavía. Reteniéndolo, se instaura como su creadora. Vuelven las olas: la tristeza es un velo que se enrosca /en el silencio como un esquife sobre / aguas turbulentas acaso tibias ciertas / olas recubren el dolor cuando es estío. Y es que el poemario es también atlas de un cuerpo humano que instruye sobre los límites de la existencia, que posa la cuestión de la muerte como anzuelo imantado y sin antídoto.

Es el amor eso que salva del riesgo. La autora se aferra al fogón, a los aromas de comino y a los vapores de un guiso, a la maternidad –(su) alimento– para no perderse. Pregunta a la madre: Reina del corazón, pura ternura / ¿qué hacemos que vivimos en tu ausencia? Se reconoce todo tan frágil, que la exploración corpórea y gestual de la mujer, el recorrido gozoso de los cuerpos, el rito familiar de los olores en la cocina, ocurre bajo la eterna sombra: El vientre de mamá es una casa / cerrada para mí en este tiempo / añejo de la muerte. Así, desde el nacimiento, pasando por la pubertad y las primeras exploraciones del propio cuerpo, a la maternidad como promesa y como terror –nada más precario que una madre feroz, protegiendo a su descendencia incluso de sí misma de ser necesario–, el libro recorre una genealogía única e irrepetible, desde los cuerpos, en su danza. La vida misma enflaquece hasta volver a la muerte, hasta regresar en aquella ondulación al fondo oscuro donde todo se ha iniciado: la media luna pálida me observa cubre / mi negro omóplato en el mar.

Omóplato oscuro que incide e interrumpe el oleaje ya picado y bien filoso. Oye esta música / esta densa monótona canción de adentro / de la herida del fondo del alma / este ruido incesante / esta tumultuosa tonada del yo, dice la autora en la progresión rítmica del álbum doble, con una cadencia retadora, alebrestada y bien sujeta, que se cabalga sintiendo el riesgo en la punta de los dedos, que muestra el precipicio y también la salvación. Poesía desbocada y justa: esta es una danza tú y yo / viajamos unidos como almejas / como percebes negros pegados / a la roca más grande más precaria / nuestra existencia solo depende / del paso que daremos sobre esta superficie aceitosa. Desde el inicio, el nacimiento perspicaz y luminoso, hasta la muerte oceánica profunda, Dreyfus invita a instalarse en ese riesgo. Pasa y traspasa membranas, y guía en el cruce a quien lee su paso seguro, su ritmo ajustado a la perfección. Se enreda y se vuelve trenza y pronto cordón que amarra cada verso. Del fluir a la soga que todo lo corta, al teclado y su ritmo afilado, en este poemario La eternidad se escribe en una servilleta, que como celuloide, es capaz de contener el universo entero.

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Cuaderno músico precedido de Morir es un arte

Mariela Dreyfus

Amargord Ediciones

Madrid, 2015


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