“Solo que hacia 1949 –o 1951– sorprendió a todos con un artículo publicado en el Papel Literario de El Nacional sobre nuestra primera novelista Teresa de la Parra. La crónica no pasaba de las dos cuartillas y media como mucho, justa medida que se cuele la popular enjundia de una receta de cocina a punto de dormirse en los fogones. Unas paginitas de más y todo podía ser inútil mecanografía. La colaboración de nuestra profesora venía acompañada de una foto alongada con visos de ser inédita hasta el momento. La autora de un par de libros inolvidables con divino traje sastre luce como alguna luminaria del cine. ¡Oh, la maravilla de nacer en París! A orillas del Sena, entre aguas de tanto encanto. ¡Qué alivio para quien proviene de una familia originaria de un país donde todo se resuelve a machetazo limpio! ¿La literatura no es un consuelo para acallar un poco el estruendo de los machetazos? ¿Es lo que se leyó en el artículo de Blanca Elvira? ‘Ten cuidado, Teresita, con la prístina elegancia de tus trajes parisinos, con tus bellos abrigos de invierno. Esa sangre díscola y terrible de los caudillos persiste en nosotros. Cuando menos lo esperes puede manchar algunos de tus atavíos’. ¡Oh, no! ¿Quién se habría atrevido a decir que la escritora con su novela Ifigenia en la mano, en guante de desafío, eligió días regados por el río riente que la vio nacer en lugar del semen de un venezolano dado a las parrandas? Sena y no semen. Librada nuestra escritora del hombre regañón que de malos modos le dijera a gritos:

―¡Teresa, la sopa te quedó fría! ¡Al marido hay que atenderlo!

Una breve prosa biográfica, bien escrita, levemente romántica –sin llegar a apunte audaz. Se leía como un embeleso cercano. Había inaugurado a Blanca Elvira a lo grande como escritora y yo creí haber encontrado un exacto modelo literario a seguir”.

La larga cita de La señorita que amaba por teléfono (Caracas: Fundavag Ediciones, 2016), novela última, de la narradora, dramaturga y cronista Elisa Lerner podría contener no solo la poética, sino también, como lo dice explícitamente, el modelo novelístico, que Lerner, desde su reconocida excepcionalidad como cronista, construye y sigue, con otros procedimientos narrativos, para exponer feraz e irónica, sentimental y críticamente la ecología del campo literario y venezolano de finales de la dictadura perezjimenista e inicios de la democracia en el país.

Si María Eugenia Alonso, la señorita de Ifigenia, escribe un diario porque se fastidiaba, Blanca Elvira, la señorita, personaje central, de la novela de Lerner solo escribirá el referido artículo sobre Teresa de la Parra, que la adolescente, aspirante a escritora y eventual periodista, de La señorita que amaba por teléfono, mediante una serie de crónicas sobre escritores y periodistas y artistas y actores y actrices, nacionales y extranjeros, que forman una galería de personajes corales, usa como disparador de la historia genealógica, periodística y literaria de Blanca Elvira, hasta la “angustiosa búsqueda del manuscrito después de veintitrés años sin resultados evidentes” que esta, un día antes de su muerte, le pide a la joven narradora de la novela encontrar, en manos de un editor cuyo nombre no recuerda con precisión.

El uso de la crónica como modelo narrativo constructivo de La señorita que amaba por teléfono que usa Lerner define y marca el dilema en relación al género, que ofrecería y produciría su lectura, tanto como horizonte de placer y de sentido. Crónicas seriadas tanto por el lenguaje como por el acontecimiento: series de frases poéticas, que se conforman por la exposición y explicación sucesiva, la lección moral del acontecimiento y por la relación de este con el deseo y el sexo. Es posible que el uso novelístico procedimental de la crónica que realiza Lerner produzca la pulsión sentimental femenina de la escritura y, al mismo tiempo, el deseo y el eros pertenecientes a la democracia como desplazamiento y sustitución del temor y la destructibilidad del deseo y el sexo en las dictaduras. Quizás, en la contradicción entre la soledad del individuo como espacio de nacimiento de la novela y su incapacidad como novelista para aleccionar moralmente, en la que incurre la narradora de La señorita que amaba por teléfono, con su dicción moral, por una parte; y la contradicción entre el tiempo constitutivo de la novela separado de la patria transcendental y el sentido de la vida vinculado a la moral histórica, por la otra. Quizás, estos elementos contradictorios que introduce el género de la crónica para exponer el sentido de la historia en el curso del sentido del mundo, son los que acaban produciendo las singularidades narrativas dilemáticas de la novela de Lerner con el género.

En “el caparazón inmenso, de “la pavorosa gordura” de Blanca Elvira, en el que intentó “esconder cualquier folio”, sin permitirse “publicar nada más fuera de las dos conocidas cuartillas y media” y en “las llamadas de una autora de incumplidos folios” que recibe la narradora, “pasadas casi siempre las diez” de la noche, se hacen verosímiles las razones privadas; y en el carácter histórico derrochador del país, en frase feliz de un personaje secundario de una de la crónicas: ―Nuestro presupuesto estatal al darse a los peores es la puta de gran pubis negro hediondo a petróleo”, las públicas, que introducen, a la manera de la crónica, más que exponer, a la manera de la tradición de la novela, la imposibilidad de la escritura de ficción de Blanca Elvira y la inexistencia del manuscrito del único relato que imaginó o soñó, aunque a la narradora de La señorita que amaba por teléfono le parezca “poco elegante, de escasa nobleza poner en tela de juicio que el relato por ella escrito no es una pieza literaria con vida propia. Ficción, de seguro, escrita a raíz de la tragedia que para ella debió suponer la tremenda orfandad telefónica sufrida con la desaparición del amante teórico”. Relato “que Blanca Elvira, con toda probabilidad, oyendo las peticiones de su corazón lo haya titulado: ‘La señorita que amaba por teléfono’. Ropaje oscuro de la escritura para que ella y el país no se quedaran tan a solas”.

En esa especie de romance entre la crónica biográfica de Teresa de la Parra, de Blanca Elvira y su obesidad y frustración por la ficción literaria y la moral pública, Elisa Lerner construye, probablemente, un retrato genealógico del deseo femenino íntimo y del fracaso civil y político democrático, en medio de los restos y ruinas de la herencia dictatorial: metáfora posible de la ficción moderna en la tradición de la novela en el país.


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