Programas progresistas y mitos urbanos del XIX

Del fin de las grandes aldeas poscoloniales a las primeras metrópolis masificadas, la unidad del período revisado en este ensayo se confirma a través de la relativa continuidad de cambios políticos y sociales en varios latinoamericanos, a pesar de las revoluciones, las dictaduras y los quiebres constitucionales que, inexorablemente, produjéronse en más de una centuria. Por más remotas que a comienzos del siglo XXI nos parezcan, las incipientes formas del liberalismo económico y conservadurismo político en la Latinoamérica decimonónica –condicionadas en mucho por las inversiones e inmigración foráneas llegadas en grados diferentes a las “repúblicas” que buscaban dejar de ser “desiertos”, según las calificara Juan Bautista Alberdi en sus Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina (1852)– condicionaron los diferentes tipos de Estado social emergentes a comienzos del XX. Si bien la ausencia de una burguesía industrialista y renovadora en el sentido europeo fue denunciada reiteradamente por intelectuales diversos como Justo Sierra, Francisco Bulnes y Sérgio Buarque de Holanda, puede decirse que las así llamadas ciudades burguesas latinoamericanas, sobre todo mediante la renovación urbana y las mejoras en higiene y vivienda, fueron escenarios primados de la primera modernización ocurrida entre la década de 1870 y la Primera Guerra Mundial.

Comprendidas en la agenda importada de Europa por las élites criollas desde tempranos tiempos republicanos, las reformas que cambiaron la imagen de las “grandes aldeas” –según la imagen epónima de la novela bonaerense de Lucio López– fueron parte del bagaje de progreso y civilización. En este sentido, representaciones e imaginarios penetrados por la antinomia de la Generación de la Joven Argentina deben necesariamente enmarcar la aproximación de la historia cultural urbana a este proceso. Como reacción a la dictadura de Juan Manuel de Rosas (1835-52) surgió esa Generación de 1837, sobre la base de la Asociación de la Joven Argentina, integrada por Esteban Echeverría, el mismo Alberdi, Domingo Faustino Sarmiento, José Mármol, Bartolomé Mitre y Miguel Cané, entre otros notables argentinos, además de intelectuales uruguayos. Más allá del Dogma socialista (1839), su manifiesto fundador, el imaginario literario de esa generación recreó literariamente las tensiones que atravesaban el territorio argentino, así como de otros países que luchaban por articularse en medio de conflictos internos. Estos encontraron otra obra emblemática en el Facundo (1845) de Sarmiento, donde el antagonismo entre civilización y barbarie entreveró, en clave ensayística y narrativa, varias de las antinomias seculares.

Como otra prueba de la continuidad e importancia de la modernización durante todo el período considerado, puede mirarse a instituciones, tipologías edilicias y distritos urbanos aparecidos durante las tempranas renovaciones de las ciudades burguesas, muchos de los cuales sobrevivieron hasta mediados del siglo XX. También los vocabularios arquitectónicos coloniales fueron remozados a la sazón, siguiendo un eclecticismo afrancesado prevaleciente hasta finales de la Bella Época, mientras la burguesía porteña y la carioca, por ejemplo, emigraban de los centros históricos tradicionales hacia los barrios al norte de Buenos Aires o la cidade nova allende los morros de Río de Janeiro. Con la excepción de La Habana, donde la presencia colonial de España indujo la adopción de ensanches a la manera de Ildefonso Cerdá, entre otras influencias urbanísticas, en la mayoría de las capitales latinoamericanas fueron los grands travaux del París del Segundo Imperio la referencia tácita o explícita para gobernantes locales o nacionales. Prefigurados por el centralismo del gobernador Tacón y el emperador Pedro II en las capitales cubana y brasileña, respectivamente, Torcuato de Alvear en Buenos Aires, Benjamín Vicuña Mackenna en Santiago de Chile, Antonio Guzmán Blanco en Caracas y Francisco Pereira Passos en Río de Janeiro pueden ser vistos como variantes, más o menos exitosas y semejantes, del barón de Haussmann; en diferentes ámbitos del poder local o nacional, esos artífices configuraron los eclécticos escenarios de las ciudades burguesas latinoamericanas.

En el dominio literario, de La gran aldea (1882) de Lucio López a la galería narrativa de Machado de Assis, una suerte de costumbrismo romántico entreverado con realismo y naturalismo reaccionó ante esas europeizadas renovaciones promovidas por la burguesía y los gobiernos liberales, aceleradas en casos como Buenos Aires, Río y São Paulo por migraciones foráneas que trocaban las coloniales usanzas de capitales y provincias. Por su estrecha relación con los conflictos intestinos y las reducciones indígenas ocurrentes en países como Chile, Argentina y Brasil –manifestaciones a la vez de la sempiterna contraposición entre campo y ciudad–, el debate sarmientino sobre barbarie y civilización continuó resonando en la Latinoamérica finisecular, pero cuestionado a la sazón desde el Martín Fierro (1872-79) de José Hernández hasta Os sertões (1902) de Euclides da Cunha. También el imaginario urbano se hizo presente, aunque fuera por contraposición, en obras de escenificación rural o provinciana y aparente tenor romántico o criollista, como Lucía Jerez (1895) de José Martí, o incluso María de Jorge Isaacs. Frente a esta literatura recelosa todavía de las extranjerizadas modas de la sociedad liberal, emergió un realismo de corte naturalista que registró la mutación de la metrópoli burguesa, con actitudes y diagnósticos diferentes: desde la xenofobia fustigante en La bolsa (1891) de Julián Martel y Música sentimental (1884) de Eugenio Cambaceres; hasta el síndrome prostibulario que atraviesa la Juana Lucero (1902) de Augusto D’Halmar y la Santa (1903) de Federico Gamboa, como en alegorías entre balzacianas y zolianas del Santiago y del México finiseculares que mudaban de piel.

Arielismo y modernismo, Bella Época e higiene

Si bien América Latina permaneció a la sombra económica y política del Coloso del Norte desde finales del siglo XIX, la conquista cultural e ideológica de aquella por Estados Unidos hubo de vencer reticencias y animadversiones hasta su consolidación con la Primera Guerra Mundial. Reaccionando ante el materialismo del nuevo siglo, encarnado en el Calibán anglosajón, tanto el arielismo liderado por Rodó, como el modernismo de Darío y sus congéneres, fueron avivados por los preocupantes diagnósticos que –de Manuel Gálvez en la próspera Argentina aluvial, pasando por viajeros como Justo Sierra, hasta los positivistas venezolanos– se hacían de las repúblicas al sur del Río Bravo un siglo después de su independencia. No obstante esos balances sombríos, las corrientes intelectuales y los movimientos literarios de entre siglos fueron al mismo tiempo aportaciones propiamente hispanoamericanas al clima cultural y estético de la Bella Época, cuyos escenarios ostensibles siguieron siendo las capitales aprestadas a celebrar el Centenario republicano.

Liderada por las élites burguesas y gubernamentales del novecientos, la modernización centenaria vino en gran parte dada por el embellecimiento de las áreas centrales con magníficos edificios y parques, bulevares y alamedas: del paseo de La Reforma decorado por Adamo Boari y otros arquitectos del porfiriato en vísperas de la Revolución; pasando por la cidade maravilhosa de Pereira Passos; hasta las sucesivas renovaciones de la plaza y avenida de Mayo en el Buenos Aires de Carlos de Alvear. Epitomadas por los planes de transformación de Santiago –en cuyo discurso especializado despunta el urbanismo profesional del continente–, otras respuestas oficiales y privadas a las demandas sociales ampliaron la agenda urbana de las tres primeras décadas del siglo XX, especialmente en términos de reformas higiénicas, habitacionales y de circulación en centros históricos abarrotados de inmigrantes. Fueron completados esos capítulos por la expansión de suburbios donde moraba una burguesía cada vez más moderna y extranjerizada.

Era una inédita modernización burguesa en consonancia con una emergente cultura urbana, que en guiño a un personaje de Oscar Wilde –símbolo de la alteridad entre el centro y el suburbio en el Londres finisecular– hemos denominado “bumburismo” de los Años Locos. De Duque (1934) en la Lima recreada por Eduardo Diez Canseco; pasando por La trepadora (1925) e Ifigenia (1924) en la Caracas de Rómulo Gallegos y Teresa de la Parra; hasta La chica del Crillón (1935) en el Santiago de Joaquín Edwards Bello, una pequeña pero significativa muestra de personajes y actitudes ilustra la emergencia de esa cultura suburbana, motorizada y agringada, epílogo de la Bella Época latinoamericana.

Masificación, vanguardias y urbanismo

Mientras el europeizado arielismo novecentista se agotaba entre la intelectualidad latinoamericana –desde Justo Sierra y José Vasconcelos en México, a Jesús Semprún y Picón Salas en Venezuela–, se evidenciaban mutaciones en las grandes ciudades de los países iniciados en la transición demográfica, donde despuntaban metrópolis de inusitado mecanicismo social. Tal como las caracterizara José Luis Romero, esas “ciudades masificadas” resultaron en buena parte de la amalgama de inmigrantes campesinos y extranjeros, entreverados con sectores populares urbanos de diferente data, tanto obreros como de pequeña clase media venida a menos. Con variaciones según las escalas y los tiempos nacionales de los procesos de urbanización y masificación, el ensayo y la narrativa de las primeras décadas del siglo XX confirmaron esa dinámica hibridación entre diferentes estratos sociales: de los estudiantes e intelectuales emigrados a las capitales como Julianes Soreles criollos, acompañados de los recienvenidos a Buenos Aires, avecindados en las crónicas de Macedonio Fernández y Roberto Arlt; pasando por la novela de pensión en la Caracas de Miguel Otero Silva y los proletarios chilenos que atestan los conventillos de Nicomedes Guzmán; hasta las callampas de huasos y cholos buscando integrarse a Santiago o Lima en El roto (1920) de Edwards Bello o en Yawar fiesta (1941) de Arguedas.

Los cambios hacia esa “ciudad revolucionada”, como prefirió llamarla Ángel Rama, no solo se dieron a través de una ensanchada participación de grupos no tradicionales en la “ciudad letrada” burguesa, sino también mediante una actitud más crítica de la heterogénea intelectualidad hacia los ya vetustos cenáculos del modernismo, arielismo y otras corrientes de entre siglos. Del modernismo brasileño al muralismo mexicano, de las vanguardias sureñas a la novela indigenista, una panoplia de tendencias artísticas y literarias representó y analizó esa nueva ciudad revolucionada que, en el marco del emergente populismo y de una nueva matriz de ciencias sociales, conformó el clima político, social e intelectual donde emergiera el urbanismo como disciplina en Latinoamérica.

Las primeras reformas de las metrópolis mecanizadas se plasmaron en una agenda urbana de vivienda popular e infraestructura sanitaria y educacional, cuya cementación más temprana ocurrió quizá en el México de Vasconcelos y Lázaro Cárdenas y en el Chile de Arturo Alessandri y Carlos Ibáñez. Al mismo tiempo, propelidos por la urbanización y masificación, tales componentes llevaron a la profesionalización e institucionalización del urbanismo y la planeación; tal proceso debe ser enmarcado en el contexto político y la emergencia de un Estado de bienestar con más orientación social desde finales de la Gran Guerra, sobre todo con la depresión iniciada en 1929, la cual afectó a varios países latinoamericanos.

Desarrollismo, modernismo y transición rural-urbana

Según la entusiasta visión de la sociología funcionalista predominante en Latinoamérica durante la segunda posguerra, la ecuación entre industrialización, urbanización y modernización –para utilizar el paradigma vigente hasta mediados de los años sesenta– era una suerte de secuencia causal derivada de exitosos casos de países industrializados y urbanizados a lo largo del siglo XIX y la primera mitad del XX. Esa ecuación modernizadora se apoyaba en las coetáneas teorías del desarrollo económico, en especial la de Walt Whitman Rostow, las cuales daban gran peso a la industrialización, el crecimiento de la inversión y la estabilidad política dentro de la secuencia. Para mediados de la década de 1960, algunos países latinoamericanos eran vistos por el profesor estadounidense y otros economistas como ejemplos que habían iniciado el take-off o despegue al desarrollo. Ese clima modernizador estaba penetrado de un nacionalismo económico y político, compartido de manera heterodoxa por regímenes estatistas y liberales, democráticos y dictatoriales; desde el populismo autocrático de Cárdenas en México, Perón en Argentina y Vargas en Brasil, hasta el progresismo dictatorial de Batista en Cuba y Pérez Jiménez en Venezuela.

En consonancia con ese desarrollismo de posguerra, una concepción multisectorial y funcionalista de la disciplina se consolidaría después de la Segunda Guerra Mundial. Entonces el modernismo de los Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna (CIAM) proveyó el sustrato teórico y práctico para el tránsito de urbanismo a planificación, así como del academicismo al funcionalismo, bajo la égida de luminarias extranjeras: Le Corbusier, Hannes Meyer, José Luis Sert, Francis Violich, Robert Moses y Maurice Rotival, entre otros miembros de una red internacional de consultores.

Mientras tanto, en consonancia con la transición demográfica y la urbanización del segundo tercio del siglo XX, buena parte de la narrativa latinoamericana continuaría poblando y coloreando los cambios sociales y culturales con una literatura que atravesó múltiples perspectivas y estilos. Por un lado, el atraso provinciano se tornaría drama de endemias y pestes, desolación y muerte en los fantasmagóricos pueblos de obras emblemáticas como Pedro Páramo (1955), de Juan Rulfo, y Casas muertas, de Miguel Otero Silva. Por otro lado, catalogando la urbanización esparcida entre pueblos y comarcas, como también lo hacían la sociología y la antropología por las que estuviera influenciada, una novelística de corte indigenista denunciaba condiciones de explotación de recursos locales por compañías foráneas, tal como lo hicieran, entre otros, los peruanos César Vallejo y Ciro Alegría, el guatemalteco Miguel Ángel Asturias y el venezolano Ramón Díaz Sánchez.

Otras narrativas registraron los avatares de la dilatada masificación latinoamericana: diferentes sectores de esa masa confrontaron sus naturalezas y rutinas en las así llamadas novelas existenciales, centradas en la vida del hombre en esa ciudad criolla trocada en metrópoli contrastante. Esta con frecuencia permaneció como telón de fondo, por ejemplo, en novelas del uruguayo Juan Carlos Onetti y del argentino Ernesto Sábato, del cubano Alejo Carpentier y de los venezolanos Guillermo Meneses y Salvador Garmendia. En vez de centrarse en las vicisitudes y angustias de personajes individuales, otra tendencia de la novela urbana buscó abarcar la metrópoli en tanto heterogéneo conglomerado social, económico y espacial. Como clásico de esta variante, el entrecruzamiento de múltiples personajes, episodios y locaciones coexistentes en la urbe azteca puede verse en el mural ensamblado por Carlos Fuentes en La región más transparente (1957); o en La Habana nocturna y pecaminosa ofrecida por Cabrera Infante en Tres tristes tigres (1965). De manera más caleidoscópica, la complejidad metropolitana se refracta en obras donde ámbitos privados se entreveran con los públicos de la metrópoli en expansión, bien sea en la pensión porteña recreada por Marco Denevi en Rosaura a las diez (1955), o en las oficinas montevideanas de La tregua (1960) de Benedetti. También se cuela esa complejidad en las grandes casonas familiares que ambientan algunas narraciones de José Donoso, donde coexisten ecos y reminiscencias de las grandes aldeas y ciudades burguesas chilenas, con personajes y situaciones sacados de la metrópoli masificada. Todas esas novelas son trasuntos literarios del centenario arco de cambios sociales y urbanos de Latinoamérica bosquejados en este ensayo.


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