Nacida en Altagracia de Orituco, en 1986, es abogada y activista en Derechos Digitales, campo en el que ha fundado la ONG Acceso Libre. Ha publicado tres libros de cuentos, de los cuales el primero, Cuentos en el espejo, ganó el I Concurso para Autores Inéditos de Monte Ávila Editores. Especialista en producción editorial, mantiene inéditos un cuarto libro de cuentos y dos novelas. También escribe poesía, pero para consumo propio.

Marianne es nombre de origen francés. La e no es muda y Marianne Díaz Hernández lo sabe. Por eso, desde niña, ha luchado para que no le omitan las dos últimas letras. “Pero todo el mundo me dice Marian”. Es la pronunciación anglosajona del nombre que eligieron para ella sus padres: Néstor Díaz y Susana Del Rosal.

Tiene diez años dedicada al activismo en Derechos Digitales. Para ello ha fundado una ONG llamada Acceso Libre. También es blogger en tecnología, como miembro de Global Voices Exchange. Confiesa haber hecho muchos amigos en Internet: “A la mayoría los he conocido primero en la red, pero luego los he visto en persona”. Cuando la encuentran la saludan: “Marian”.

Insistía en corregirlos. “Es Marian-ne”, decía con su voz gruesa, haciendo énfasis en la sílaba omitida. Inconsciente del error, el interlocutor se quedaba pensativo por unos segundos, dudando de lo que acababa de escuchar, hasta que finalmente entendía. Hace un par de años se cansó de aclaratorias. Ahora se presenta diciendo: “Hola, soy Marian”.

Cerca de la avenida Bolívar Norte de Valencia, queda el apartamento tipo estudio que comparte con José Luis Mendoza. No están casados, tienen once años juntos. “Esto es un matrimonio; en convivencia, no en papel”. A José Luis se refiere como “mi esposo”.

El edificio tiene un diseño arquitectónico hexagonal, que remite a la creatividad de los años 60. En el centro está el ascensor, y por fuera unas escaleras que lo enroscan. Hay dos apartamentos por piso. En uno de ellos está Marian-ne.

El hogar es sencillo, de pocos metros cuadrados. “Trato de mantener mi casa ordenada, porque dentro de mí hay mucho desorden. Mi casa es mi cable a tierra”. Marianne se acomoda en la silla de su escritorio, con las piernas recogidas, de espaldas a la mesa de dibujo en la que practica el diseño de lettering y carteles. A su lado una biblioteca cubre la pared a todo lo largo, y del piso al techo. Ahí están apilados, verticalmente, sus amigos de siempre.

Admite ser directa, pero también tímida. Dice formar parte de “una tribu que persigue sus sueños”, aunque sabe que debe forjar el camino para alcanzarlo. Es abogada de la Universidad de Carabobo, aunque no ejerce la carrera. Ha publicado Cuentos en el espejo (2008), Aviones de papel (2011) e Historias de mujeres perversas (2013). Obras suyas han sido compiladas en las antologías Quince que cuentan (2008) y Zgodbe iz Venezuela (2009).

Los libros, eternos amigos

Altagracia de Orituco, su ciudad natal, es un lugar que le parece muy curioso. Es tierra de poetas y artistas, como Juan Sánchez Peláez y Juan Calzadilla. En principio, se cultiva el amor por el arte, pero al mismo tiempo no existe un acercamiento formal a la vida cultural, al menos no como en las grandes capitales del país.

Imaginarla de niña no es difícil, sobre todo si se tiene en cuenta que es la hija menor del matrimonio Díaz-De Rosal. Su hermana Lisette le lleva catorce años; su hermana Adriana, diez. En esos primeros años de vida, Lisette se fue a estudiar a Barquisimeto. Adriana, en cambio, era la que la sacaba a pasear.

Su padre, Néstor Díaz, es docente; su madre, Susana Del Rosal, es escritora y editora de libros y suplementos infantiles. De manera que hay razones para pensar a Marianne como una prematura comelibros. De hecho, confirma que su infancia fue muy solitaria y que la mayoría del tiempo se la pasaba leyendo o escribiendo.

Cuando cursaba la primaria en la escuela Ramón Camejo de Altagracia, tuvo un par de amigos que no olvida. El plantel era demasiado grande, con un patio central y los salones alrededor. “Esa edificación la construyeron por error. Nadie se dio cuenta de esto hasta que el edificio iba por la mitad. No les quedó más que terminarlo”. Recuerda que sus tías daban clases en el plantel, al que también asistían sus primos.

Sus amigos eran ese par de niños que iban a su casa a hacer tareas o a jugar. Luego siguieron juntos en el Liceo Madre Candelaria, hasta graduarse. El resto de los estudiantes pensaba que ella era antipatiquísima. Se la pasaba con la cabeza metida en los libros. Y para colmo, no salía a correr en el recreo ni le gustaba Educación Física.

La explicación podría estar en que ha usado lentes toda su vida. Padece de miopía, astigmatismo y glaucoma. Creció con el temor a los pelotazos en la cara. Cuando era pequeña, los amigos de su papá le decían “La China”. Y no porque tuviese los ojos rasgados, sino porque, para enfocar, apretaba los párpados. Así estuvo hasta que le colocaron los primeros lentes. Tenía cuatro años y era oficialmente miope.

Le gusta mucho el teatro, y de hecho quería ser actriz. Ya casi terminando el bachillerato, se inscribió en un taller de artes escénicas. Fue una experiencia terapéutica, que le permitió hacer amigos y participar en competencias deportivas. Metió un par de goles, pero el miedo a las pelotas chocando contra sus lentes persiste.

En líneas generales, la gente le cuesta. Lo dice y sube la mirada hasta lo más alto de la biblioteca, como buscando a un viejo conocido. No le gusta conversar de sí misma con extraños.

Leyendo en una esquina

Marianne es zurda. Aprendió a leer a los tres años y a escribir a los cuatro. A esa edad cogía las hojas que su mamá transcribía a máquina y repasaba los relieves de las letras que se marcaban en el reverso del papel. Su madre intuyó muy tempranamente que la vocación por la escritura de su hija menor era cosa seria: a los siete años ya llenaba cuadernos con una misma historia.

Era una niña tranquila, madura. “Si había un objeto de cerámica, yo lo agarraba, lo examinaba y lo dejaba en el mismo sitio. Mi mamá no me regañaba para que hiciera la tarea. Ni siquiera recuerdo que me haya gritado. La secuencia era la siguiente: ella me decía ‘haz tal o cual cosa’, yo preguntaba para qué, ella me explicaba, yo lo hacía”.

Ciertamente tiene una relación muy cercana con su mamá. De hecho, cuenta que si un día alguien le preguntaba a la señora Susana por la pequeña Marianne, ella invariablemente contestaba: “Sentadita en una esquina, con un libro abierto en las manos. Hace tres horas la vi allí y todavía sigue”.

A su papá lo solía acompañar al plantel donde daba clases. Era un paseo divertido. Iban y regresaban en moto. Por otro lado, tenía la puerta abierta al conocimiento: Marianne lo aprovechaba y se sentaba atenta a escuchar la lección. Pero seguía siendo una niña, que a veces prefería quedarse jugando fuera del salón.

Libro no apto para niños

En el cuarto de su mamá había una biblioteca, que hurgaba cada vez que se le antojaba. En lo más alto estaban los ejemplares “prohibidos”, como Carrie, por ejemplo. Un libro de su infancia fue La colina de Watership de Richard Adams. “Ahora que lo pienso, no es un libro para niños, pero sí uno al que regreso siempre”. También leyó los cuentos de los hermanos Grimm: “Me refiero a las versiones originales, los verdaderos, los clásicos sangrientos, y no los que cuenta Disney”.

A los quince años, se adueñó de Lo que el viento se llevó, uno de los tantos libros de su mamá, que a pesar de ser un clásico no la marcó. Entre los diecisiete y veinte años, se entregó a la saga de Harry Potter. Escritores todos que no se quedaron con ella. En cambio con Ray Bradbury sí: el autor de su adolescencia. “Lloré cuando se murió. Tenía la fantasía de que lo iba a conocer”.

Pasan los años y con ellos llega la madurez, el cambio de preferencias. Hoy su autor de cabecera es Haruki Murakami. Su Crónica del pájaro que da cuerda al mundo (1994) lo revive como una locura de libro. No lo recomienda, por su nivel de fantasía extrema, pero es el que le encanta. “No es un libro para todo el mundo”. Lo leyó cuando trabajaba en Monte Ávila Editores. No lo soltaba ni siquiera mientras viajaba en metro. Sin él no iba a trabajar.

De los escritores latinoamericanos, menciona a Mario Vargas Llosa por sus Travesuras de una niña mala; a Mario Benedetti por su poesía; a Gabriel García Márquez por sus Ojos de perro azul, algunas de cuyas frases alimentaron su primerizo libro de cuentos.

Esto puede funcionar

Antes de descubrir que lo suyo era la narrativa, Marianne estaba empeñada en ser poeta. Entre los seis y siete años de edad, redactaba poemas con rima. Esta fue su expresión hasta los quince. Trató de publicar en algunos portales, pero no le hacían caso. Hasta que envió un cuento a Letralia, que publicaron de inmediato. “Pensé: Esto puede funcionar. Me está yendo mejor por aquí”.

A su esposo, José Luis, lo conoció en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Carabobo. “Él iba un año más avanzado que yo, y una amiga en común nos presentó. No fue amor a primera vista. Él estaba organizando un grupo de teatro, que nunca se dio. Fuimos amigos por dos años, pero a mí no me gustaba para nada. De pronto surgió algo, y aquí estamos”.

Tienen en común la pasión por la lectura y la escritura. Él disfruta leer y adora que ella escriba, pero más lo admira la disciplina que ella le imprime a su vocación. Eso lo enamoró. Ella escribía sus cuentos, los imprimía, los encuadernaba y luego se sentaba a corregirlos en un viejo cuaderno. “Eso le parecía emocionante”.

Cuando tuvo que viajar a Caracas semanalmente, por un año, para asistir a un taller que coordinaba Carlos Noguera, José Luis no dudó en acompañarla, aunque eso significara largas horas de espera. Al mediodía de cada martes, apenas terminaba la clase, salía de la Universidad de Carabobo hacia Caracas. Las sesiones de taller comenzaban a las seis de la tarde. Al terminar cada jornada, viajaban de vuelta y a media noche llegaban a casa.

Marianne se dejaba llevar por la pasión. Y Carlos Noguera la usaba como ejemplo de perseverancia, porque no faltó a ninguna clase. La experiencia le hizo entender que la narrativa era su lenguaje. “Éramos diez en el taller, y todos hemos quedado como buenos amigos. Hoy en día hemos crecido y publicado, pero durante las sesiones éramos muy críticos. Destruíamos un texto con mucha facilidad. Yo a veces salía llorando de clases”.

El taller le dio herramientas para escribir su primer libro publicado, Cuentos en el espejo, ganador del I Concurso de Autores Inéditos de Monte Ávila Editores. Lo escribió con un valor agregado: “La piel se te endurece cuando haces cosas que otros verán. Es inevitable generar reacciones. Y hay que estar preparado para todo tipo de comentarios. Carlos Noguera se convirtió en mi primer lector. Pero ahora que falleció, ese lugar lo ocupa el jurado de algún concurso, el director de una editorial o el crítico que firma una reseña”.

Viajes y desapego

Marianne conoció el desarraigo cuando entró a la Universidad de Carabobo. Le tocaba viajar todo el tiempo entre Altagracia y Valencia. El desapego por los lugares siguió alimentándose mientras hizo el taller con Carlos Noguera, que la obligaba a viajar de Valencia a Caracas todas las semanas.

Esos primeros viajes están presentes en sus cuentos de manera abstracta. En su blog personal agrupa las anécdotas de esos múltiples cambios de residencia. Con el activismo llegaron las millas náuticas y los sellos de inmigración en su pasaporte. Hasta la fecha ha participado en actividades académicas en Alemania, Bélgica, Filipinas, Hungría, Chile y Cuba.

No tiende a ubicar geográficamente las historias. “Los lugares no me impactan, mas sí las relaciones. Uno no es de los lugares sino de las personas que ha conocido. La persona es el lugar”.

“Cuando viajas, de alguna manera te desprendes de tu identidad. No tienes tus referentes cerca, ni tu gente, ni el idioma. Pierdes todo lo que te hace ser quien eres. La excepción, quizás, está en el aeropuerto, que es una especie de cápsula de tiempo, un no-lugar”.

Fluir a destajos

Por los recordatorios de colores que tiene pegados en su escritorio, se deduce que es una persona muy organizada. En uno de ellos se lee: “La vida no tiene instrucciones”. Si bien domina el español, el francés y el inglés, quiere ser políglota.

De su apartamento se reserva un pequeño estudio donde tiene su computadora, que utiliza sobre todo para cumplir con sus compromisos de activista. A pesar de que el apartamento se encuentra en plena urbe, su lugar de trabajo está bendecido con el privilegio del silencio.

Toma mucho café, sobre todo cuando escribe. Se sienta sobre un cojín, que tira al piso. Se ubica cómodamente entre el sofá y una mesa ratonera. Prende su computadora portátil. Hace un círculo a su alrededor que tapiza de papeles, libretas y anotaciones. Es su pseudo-escritorio. Y allí se deja fluir.

“Escribo a destajos. Prefiero hacerlo en las tardes, porque en las mañanas me dedico a trabajar. Escribo para cerrar mis días, para explicarme el mundo, para poner orden. No lo hago pensando en quién me leerá, ni para alimentar mi ego, que trato de apartar”.

Su primer libro de cuentos está escrito en un lenguaje muy poético, muy íntimo. Le costó desarrollar la estructura, pero una vez que la intuyó todo fluyó mejor. Ese “primogénito editorial” lo escribió en mes y medio, a la par de estar leyendo Ojos de perro azul. “Lo leía y me decía: algo va a salir. Era como chocar dos piedras para hacer fuego”.

Con el libro ya publicado, supo que quería ser escritora. Apenas tenía 21 años. Su segundo libro llegó muy rápido a los anaqueles, pero de seguidas experimentó un bloqueo importante: no fluían las ideas. “Estaba cometiendo un error: escribía para afuera, pensando en el lector. Así que preferí parar. Ese proceso duró tres años. Me dediqué al activismo”.

Entre manos tiene otro libro de cuentos, y también trabaja en su segunda novela. Va de género policíaco, y se refiere sobre todo al narcotráfico. “Allí me refiero al bien y al mal, a los límites entre lo correcto y lo incorrecto. Exploro cómo las fronteras morales se mueven para quien está en una situación comprometida”.

Mantiene inédita una primera novela, que gira en torno al amor y a la soledad. La poesía solo la escribe para consumo personal. “He decidido que sea así. Lo que me interesa publicar es narrativa”.

Como Bradbury

Marianne es muy hábil como escritora, y su narrativa tiende a ser envolvente. Desde las primeras líneas de “La bicicleta”, por ejemplo, las palabras pedalean junto al protagonista: “Quizá una parte de mí quiera ganarse el Nobel –bromea–, pero no creo que escriba para limpiarme por dentro”. El alcance de sus cuentos lo deja a la opinión de sus lectores.

Confiesa que no tenía idea de cuál era su intención cuando publicó sus primeros libros. Ella solo quería contar una historia; sentía una necesidad que asocia con una frase de Ray Bradbury: “Debes escribir todos los días, porque, de lo contrario, el veneno se acumula”. Y Marianne agrega: “Escribo porque tengo historias que no me dejan en paz. Siempre ha sido así, pero ahora lo entiendo más”.

Cuando empezó a releerse en público, encontró temas esenciales: la soledad, las relaciones humanas. Así lo exploró en sus primeras publicaciones. Otra confesión: lucha para hacerse de rutinas y sembrar el oficio como un hábito, porque “cuando paso mucho tempo sin escribir, me enfermo”, y vuelve a citar a Bradbury. Finalmente, pontifica: “Estoy tratando de redefinir qué es esto (escribir) para mí”.

Separar los ruidos

La planta baja de su edificio tiene un gran salón y un pequeño jardín. Se escucha el ruido constante de niños que gritan mientras juegan, de perros que ladran. Un gato amarillo, que es su amigo, viene a saludarla. Hace calor, aunque el viento anuncie lluvia.

Mientras ve la escena, de pronto confiesa: “Sufro de depresión, y cuando aparece obviamente me afecta la motivación”. No tiene problemas en reconocerlo. Con los años ha aprendido a identificar las señales que previenen su aparición. “Recurro a técnicas que me permiten controlarla, evitando las terapias y los medicamentos. La meditación es esencial, porque me mantiene en tiempo presente”.

Sobre esto escribe con frecuencia en su blog. “Hay que ser amable con uno mismo”, dice en alguna de las secciones. E invita a descansar, a no etiquetar las cosas. Igual ocurre con la escritura: a veces simplemente necesita alejarse de ella. Lee un libro, se toma un café, busca ideas.

En el pasado, la opinión de un jurado o ganar un concurso eran suficientes motivaciones. Pero si pasaba un tiempo sin escribir, sin obtener premios, sin publicar, entonces empezaban las dudas. Ahora ha aprendido a separar los ruidos de su oficio, ahora ha entendido que escribe porque lo necesita.

También se esfuerza para asumir su oficio no como una obligación. “Antes sentía que los demás me superaban –como en una carrera– y yo quedaba allí, tirada con el tobillo roto. Pero luego llegó un momento en que comencé a sentir este oficio con profundidad”.

“Escribir no siempre se disfruta, no siempre es divertido. Mantener la concentración, la mente clara en que lo que se quiere, es esencial para contar una historia. Apartarse del entorno, de los demás, es lo más sano”.

“Fundamentalmente, soy una activista de la libertad de expresión, y al final todas las cosas que hago regresan a esto. Si intento que la gente esté más segura cuando navega en Internet, es porque quiero que se comuniquen. Si doy talleres de cuento para adultos, es porque quiero que la gente escriba”.

Un país fractal

Admite que sus dos debilidades son evasiones: leer y escribir. Cuando se concentra en alguna de las dos, “no estoy”. Marianne se esfuerza por mantenerse en el presente. “Tal como están las cosas en el país, es muy difícil visualizar o planificar”.

“En cuanto a mi relación con el país, necesito escribir ciertas cosas. Ya yo lo hacía cuando tenía dieciocho años, pero necesito regresar a esa línea de reflexión. Estoy tratando de volver a la escritura como algo orgánico, de entenderla más como terapia”. En su segunda novela, puso una frase de El país de las últimas cosas, de Paul Auster, como epígrafe. No la recuerda con exactitud, pero la parafrasea: “Lo que me impresiona no es la cantidad de cosas que se han derrumbado, sino la cantidad de cosas que siguen en pie”.

Marianne tiene un proyecto titulado “Venezuela Fractal”, que admite la participación de varios autores que escriben historias a partir de un mismo tema. Algo así anhela para el país. “Necesitamos rescatar, recuperar, el caleidoscopio de lo que somos. Que cada quien aporte su pedacito de mosaico para ese mural”.

“Se me hace muy difícil pensar en una imagen que defina mi vida, pues lo que experimento es una locura de cosas mezcladas. Pero si me apuran, pensaría en mí, de cinco años, sentada leyendo un libro. En todo caso, es una definición parcial. Pienso que mi vida es más bien fractal: no una sola imagen, sino muchas. Es como un corcho con muchas fotos”.

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*La entrevista forma parte del libro Nuevo país de las letras, publicado por Banesco Banco Universal, Caracas, 2016. Compilación: Antonio López Ortega.


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