I. Mao ama a Mao

De entrada, quiero poner esto en claro ante el lector: al final de La gran hambruna en la China de Mao. Historia de la catástrofe más devastadora de China (1958-1962), el historiador Frank Dikötter (1961) dedica unas páginas a describir el debate entre quienes hablan de 32, 36, 38 ó 46 millones de muertos. Es necesario detenerse en este punto: hablo de millones de muertes por hambre o a causa de la hambruna, en cuatro años. Hambre sistemática y violencia feroz causada por el comunismo y su más destacado asesino de masas, Mao Zedong.

Es un capítulo –no el único– en la biografía de un hombre fascinado consigo mismo, que desconocía la posibilidad de sentir compasión por las vidas de los demás. La muerte, no de uno, ni de decenas, ni de centenares, ni de miles, ni de cientos de miles, sino de millones, carecía de importancia: era el costo a pagar, la prenda que el socialismo y la revolución exigían a la sociedad en la que habían instaurado el terror.

Mao se consideraba a sí mismo una luminaria. Un sujeto infalible y visionario. Cuando Stalin murió, adoptó el objetivo de convertirse en el líder mundial del socialismo, pero bajo esta tesis: que el capitalismo estaba a punto de caer. Uno de sus delirios se formuló en el llamado Gran Salto Adelante (una entre tantas denominaciones estrambóticas y falsas, propias del totalitarismo). Como resultado de una arquitectura de odios y rivalidades que Dikötter describe en los primeros capítulos y que no abandona a lo largo de su documentada investigación, Mao se propuso superar a Inglaterra en las cifras de producción. En su fantasía, la Unión Soviética debería superar a Estados Unidos, y China a Gran Bretaña. En noviembre de 1957, una descomunal y terrorífica maquinaria se puso en movimiento.

II. Persecución y metas imposibles

Las consignas puestas en circulación (“Darlo todo y apuntar alto”, “nueva marea alta en la construcción del socialismo”, etcétera), los anuncios del gran salto, se producían de forma simultánea a los ataques al “pensamiento conservador y derechista”, que representaban todos aquellos que advertían que el camino emprendido conduciría al desastre. Mao enfrentaba a los planificadores, a los que acusaba de socavar la moral del pueblo. Mientras se deshacía de sus enemigos, sostenía que había un “culto a la personalidad correcto”. Nadie le oponía. Decir la verdad significaba la muerte. “Un viento de persecución se levantaba por todo el país”. Las purgas se multiplicaron. La acusación: había camarillas antipartido que debían ser destruidas. Quienes fueran señalados como terratenientes o contrarrevolucionarios eran apaleados, torturados y enviados a campos de trabajo. Señalar que las metas eran imposibles equivalía a promover el capitalismo y denigrar el socialismo.

En enero de 1958, la sexta parte de la población adulta estaba dedicada a cavar la tierra para crear sistemas de riego. Se pretendían objetivos como este: “Elevar el río Tao a las montañas”. Cuando los trabajos se abandonaron a mediados de 1961, la superficie que había sido irrigada era igual a cero.

Por ejemplo: casi sin maquinarias, con picos, palas, cestas de palma y pértigas de bambú, se lanzaron, día y noche, bajo exigencias de faena más allá de la fuerza humana, a extraer tierra y piedras para construir un embalse. Trasladaban los escombros, como parte de una actividad desorganizada, bajo las ínfulas de unos funcionarios que gritaban y exigían más rendimiento. Golpeaban y acuchillaban a los que bajaban el ritmo. Un mes más tarde, en febrero de 1958, comenzaron las muertes por hambre. En marzo, Mao reflexionó en voz alta sobre la relación entre metros cúbicos removidos y muertes. Hacía las estimaciones: 3 mil metros cúbicos, 30 mil muertos. Costos. Y el plan siguió adelante.

III. Se disparan las ambiciones

Los objetivos se dispararon. Los primeros síntomas de la inviabilidad del gran salto fueron descartados. Se presionaba por todos los medios: había que aumentar la producción. Se crearon milicias. Se exigía a los dirigentes del partido realizar autocríticas, a menudo, sin que mediara razón para ello. A los planes fallidos, se superponían nuevos planes más ambiciosos. El establecimiento de metas más altas creó una suerte de espiral inflacionaria: las regiones competían en una carrera de objetivos estratosféricos. “Cifras de producción agrícola e industrial totalmente ficticias pugnaban por despertar interés”.

La implantación de las políticas del Gran Salto ocurría bajo un vasto proceso de militarización. No había tiempo que perder. Se instalaron letrinas al aire libre. Se obligó a las mujeres a raparse para usar el cabello como alimento de los suelos. Cavaban a mano. La locura era imparable. Se derribaban casas de barro para usarlas como fertilizante. Una dirigente del partido entregó su propia casa: era el modo de dar el ejemplo.

Violando todos los preceptos técnicos, se puso en práctica la siembra de alta densidad. Se trataba de un método revolucionario. Mao se pronunció sobre las semillas: “Si están en compañía, crecerán fácilmente; si crecen juntas, estarán más cómodas”. Los jefecillos hacían de las suyas. Aprovechaban el momento para liquidar a sus rivales, ejecutar venganzas y reportar éxitos en sus respectivas jurisdicciones. Hacia comienzos de 1959 las promesas campeaban. Las regiones enviaban regalos y documentos que consignaban nuevos récords de producción.

IV. Comunas y acero

Entonces Mao tomó la decisión de colectivizar. El modelo: un campo de concentración regido por una estructura militar. Hacia finales de 1958, “la totalidad del campo se había colectivizado en unas 26 mil comunas”. Se creaban centros para niños y para ancianos, de modo de que todo adulto pudiese incorporarse a la producción. Las milicias reinaban. Cada jornada comenzaba con un toque de diana. La desaparición de los salarios fue casi total. Los trabajadores pedían préstamos a la comuna, lo que les comprometía a un régimen de trabajos forzados: durante larguísimas jornadas debían transportar estiércol para poder alimentar a sus familias. Se confiscaban las viviendas. Se prendía fuego a las cabañas de paja, con la promesa de que en días se levantarían nuevas viviendas (no ocurrió nunca). Las milicias iban casa por casa y lo confiscaban todo: comida y utensilios básicos.

La fiebre del acero había comenzado. Era un material cargado de simbología. Una obsesión de Mao. Se ordenó construir hornos en los patios comunes de las aldeas. Vino otra inflación de metas, asociadas a castigos. Un alto funcionario alardeaba: 40 millones de trabajadores mantenían encendidos medio millón de hornos. Nadie podía estar ajeno. Se declaraban campañas, por ejemplo, “batalla nocturna”: no se permitía dormir durante varios días. Las milicias obligaban a cada chino a jornadas de esclavitud. La comida, que era propiedad de la comuna, se transformó en recurso de premio y castigo.

Comenzaron a requisarse productos metálicos para lanzarlos a los hornos. Todo se fundía. Los hogares quedaron sin objetos metálicos. En las aldeas se amontonaban los lingotes de hierro: escoria quebradiza de ninguna utilidad. El costo de producción de una tonelada de acero chino era el doble o el triple del precio internacional. “Las confiscaciones hundieron a las comarcas rurales en la peor hambruna de la que se tenga noticia en toda la historia humana”.

V. Propagación del desastre

A medida que trascurrían los meses, las muertes aumentaban. En cualquier parte se encontraban pordioseros. En regiones específicas, los padres vendían a sus hijos. En algunas aldeas, una quinta parte de la población había muerto. Mao decía que aquello era “una valiosa lección”. Los informes comenzaron, de forma cautelosa, a datar lo que estaba ocurriendo. Pero se decía: los sacrificios de hoy se convertirán en los triunfos del mañana. Mientras, a las zonas rurales se les exigía todavía más sacrificios. Les tocaba pagar la deuda externa que el régimen comunista hacía crecer, alentada por su propia red de mentiras y propaganda. Las mentiras alcanzaron este extremo: China “vendía todo tipo de productos a precios inferiores a su coste real: bicicletas, máquinas de coser, termos, carne de cerdo enlatada, bolígrafos, para demostrar que el país se había adelantado a la Unión Soviética en la carrera por alcanzar el verdadero comunismo”.

El déficit crecía hora a hora. Entonces se estableció el criterio de que había que cumplir los contratos y pagar las deudas, al costo que fuera: comer menos o no comer. Mao propuso el vegetarianismo como solución. Usó este ejemplo: hay animales de la granja que no comen carne y siguen con vida. Se emitieron órdenes que reducían o prohibían ciertos consumos. En octubre de 1959 se dictaron medidas de emergencia: “restricciones sobre todos los productos cuyo consumo doméstico se pudiera reducir o eliminar”. Las requisas se hacían a toda velocidad: había que adueñarse de la cosecha antes de que los granjeros la consumieran.

Así las cosas, Mao dio inicio a una de las prácticas favoritas de su vida: buscar a los culpables de sus errores. Dijo: se trata de un problema ideológico. Ordenó la purga de 5% del partido, cifra que después elevó a 10% “No será necesario que los matemos a todos”. Acusó a sus colaboradores. Se desató una verdadera caza de brujas que alcanzó a más de 3,5 millones de militantes del partido. En abril de 1960, Mao provocó un rompimiento con la Unión Soviética. A mediados de ese año la explicación del fracaso giró: la naturaleza se había erigido como un obstáculo. Mientras los chinos morían de hambre, las exportaciones continuaban y hasta se hacían donaciones de cereales a países en situación precaria.

VI. China arrasada

En el segundo semestre de 1960, en medio de enrevesadas luchas intestinas que Frank Dikötter desgrana con cuidada precisión –de hecho, a todo lo largo del libro estos análisis son una constante–, comenzó a gestarse un cambio de rumbo. Las cifras de mortandad y destrucción saltaban a los ojos. “Mao no podía negar ya la magnitud del desastre, pero como líder paranoico que entendía el mundo en términos de intrigas y conspiraciones, echó la culpa a los enemigos de clase”. En una de sus intervenciones dijo: “¿Quién habría pensado que en el campo había tantos contrarrevolucionarios?”.

La lectura de la tercera sección de La gran hambruna de la China de Mao, se titula “La destrucción”. Capítulo a capítulo, como si se tratase de un recorrido por el infierno, muestra unos resultados que son desolación e inhumanidad.

De la agricultura y la pesca: además del colapso de la producción, insumos y herramientas desaparecieron, se pudrieron o simplemente fueron abandonados. Aquello que no fue fundido en los hornos, se transformó en parte de las montañas de desechos. La industria del Gran Salto ganó fama mundial como productora de pacotilla. Las fábricas se convirtieron en galpones ruinosos. Aquí y allá abundaban los depósitos con sacos de cemento que no pegaban, raíles de tren que no calzaban los unos con los otros, vigas de acero que se partían cuando eran transportadas. Asombroso: había industrias que carecían de sistemas contables. Nadie tenía idea cuánto se producía, cuánto se gastaba, de qué tamaño eran las pérdidas.

Del comercio y la disposición de bienes para uso cotidiano, me bastará un ejemplo: en una comuna en la que vivían casi 10 mil personas, una aguja se salvó de una requisa. Los habitantes de la misma hacían cola para hacer uso de la aguja. De las viviendas, esto: las estimaciones señalan que entre 30 y 40% de las viviendas fueron derribadas por distintos motivos. Las páginas que el libro emplea en revisar el estado de la naturaleza sobrecogen: fueron liquidados bosques, ríos, cuencas hídricas; la contaminación, en todas sus formas, se reprodujo en numerosos lugares de la geografía china. “Mao perdió en su guerra contra la naturaleza. La campaña tuvo un efecto contrario al deseado, porque quebró el delicado equilibrio entre los seres humanos y su entorno, y como resultado diezmó la vida humana”.

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La gran hambruna en la China de Mao. Historia de la catástrofe más devastadora de China (1958-1962). Frank Dikötter. Traducción Joan Josep Mussarra. Editorial El Acantilado. España, 2017.


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