―El mito fundador de la traducción en Venezuela asume que el trabajo de Pérez Bonalde con “El cuervo” de Poe es la mímesis perfecta del original. Andrés Bello renovó antes la práctica francesa de las “bellas infieles” con su versión de Víctor Hugo. La traducción que Hanni Ossott hizo de Rilke apunta al rescate sentimental de su infancia y de la sonoridad alemana. ¿Cómo sitúas tu propia labor en esa herencia?

“La idea de traducir me vino de par con el proceso de aprender lenguas. No fue muy temprano, por cierto; pero me apasioné, gracias a la literatura, por aprender otros idiomas. Y como mi impulso inicial era leer las obras literarias, sobre todo de poesía, escritas en esas lenguas, muy pronto me di cuenta de que encontraba errores, imprecisiones o confusiones en las traducciones que conocía. Eso me impulsó a querer traducir de una manera que, a mi juicio, era más fiel y/o más precisa, lo que leía en esas otras lenguas. Claro, la base era el entusiasmo por lo que leía; la estructura, el conocimiento de esas otras lenguas. Creo que a mí, lo que me guía para (querer) traducir es sobre todo el apasionado interés por las posibilidades significantes de los diferentes idiomas. Esa búsqueda de precisión, apunta a transvasar a mi lengua, las riquezas y complejidades que los autores en otras lenguas ponen a funcionar en sus escritos. Por ello diría que me sitúo en un lugar equidistante de aquel mimetismo de Pérez Bonalde, que en el fondo busca los mismos efectos por otros medios y por tanto hacer que el poema ‘suene’ en castellano, y de la libertad de Bello, que lo que buscaba era hacer un poema propio, a partir del modelo. Quizá me identifico más con la (reflexión sobre la) traducción de Salustio González Rincones, que entiende que el proceso es complejo y por ello complementa (no sin ironía) sus traducciones con críticas a las traducciones de Bello –y de otros– y con notas (pseudo) filológicas. En todo caso, lo que me interesa siempre es ‘contaminar’ el idioma al que traduzco con las posibilidades formales de significación del idioma original: no creo en la tesis de traducir en un lenguaje que oculte que lo que se lee es una traducción, pues me interesa el ‘enrarecimiento’, la ‘rarefacción’ de un idioma por otro”.

Espacios para decir lo mismo es el primer libro de Hanni Ossott. Tu traducción al inglés se titula Spaces to Say the Same [Thing]. La palabra entre corchetes da a esa elección familiaridad idiomática, y a la vez señala un agregado que marca la diferencia entre la lengua castellana y la inglesa. ¿Cómo fue el proceso que llevó a esa alternativa, que opera como síntesis de otras?

“En efecto, creo que ya esa traducción del título es un statement respecto a cómo concibo la traducción. Busco hacer explícita una ambigüedad en el título que se ramifica en dos sentidos para los que el inglés no tiene una única expresión. El corchete sirve entonces para interferir con la lectura ‘inocente’ de la frase en inglés: hay que leer, las dos cosas, a la vez, pero sabiendo que están entreveradas en el original, que en esa otra lengua esas dos oraciones son una y la misma. Quizá en la traducción del texto no me tomé libertades como esa, pero sí hubo todo un proceso de trasponer ambigüedades que en el español se ocultan en una sola expresión en formulaciones no solo alternativas, sino alternativizantes del uso común del inglés”.

―A nuestra historia poética, el libro de Ossott trajo una excéntrica combinación de poesía lírica, tipografía mallarmeana, mínimos elementos narrativos, sintaxis opaca, tratado metafísico, breves citas rastreables o ficticias. ¿Cómo puede leerse esa mezcla en la tradición inglesa? ¿Acaso desde la obra de John Ashbery?

“Yo siento (lo comento en la nota que abre la traducción) que la poesía en lengua inglesa –salvo contadas e importantes excepciones– no se vio afectada por ese coeficiente de desconstrucción verbal que introdujeron las vanguardias en la poesía en lenguas romances. Quizá eso tenga que ver con estructuras verbales propias del inglés e incluso con la tradición filosófica que los ha marcado en gran medida (la de la filosofía analítica como opuesta a la continental, que es más “especulativa”). Por ello, ese tipo de escritura, que oscila entre tantos registros –del automatismo al relato, de la reflexión a la frase inconclusa, de las palabras distribuidas en la página al poema en prosa–, no es frecuente en la poesía anglosajona. Sin duda, Ashbery –que tradujo a Rimbaud, Mallarmé, Reverdy, Breton e incluso a Roche– podría ser un punto de referencia para el lector angloparlante de este texto de Hanni Ossott. Sin embargo, habría que recordar que ni en los momentos en que su obra alcanza su mayor grado de dificultad verbal –una obra que ya de por sí desconcierta a gran parte de la crítica anglosajona– la escritura de Ashbery incurre en las rupturas verbales y las dislocaciones sintácticas que se permite Ossott (y de las que se alejará en cierta medida en su obra posterior). Ojalá esto no resulte demasiado desconcertante para esos potenciales lectores de la versión en inglés”.


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