En O, su primer libro de ensayos en el exilio, Guillermo Cabrera Infante escribió con detalle y regocijo sobre Jaime Diego Jacobo Yago Santiago Offenbach, su gato. Se trataba de un jocoso ejercicio de biografía empática, la crónica de una amistad improbable y feliz. Cabrera Infante narraba la fascinación de Offenbach –su mejor amigo inglés, según confesión propia– por un espejo. Tan fascinado –son sus palabras– que le dio la vuelta, buscando su imagen que desaparecía en los bordes. Tan reveladora, que el gato se enfermó. Cabrera Infante apostó un diagnóstico socrático y una sospecha tal vez mítica: Offenbach –sus primeros nombres el mismo nombre hebreo Ya’Acob en variaciones espejeantes– se había reconocido en la lámina de azogue y quizá enamorado perturbadoramente de ella.

Quince años después, todavía y hasta el final de su vida instalado en su apartamento londinense de South Kensington, el autor de Exorcismos de esti(l)o escribió otro ensayo con espejo: “El exilio invisible”, publicado en su momento en El País de España y luego recogido en Mea Cuba. No sin irónica perplejidad, esta vez era él quien se veía reflejado. ¿O, más bien, el que no se veía? El espejo ahora estaba vacío.

Ante el retórico dispositivo óptico, Cabrera Infante encontraba su presencia negada por la ordalía política del gobierno de Fidel Castro, que le retiró la ciudadanía cubana en 1967. Como a Carlos Franqui, Lydia Cabrera, Lorenzo García Vega, Octavio Armand, Heberto Padilla, Reinaldo Arenas y tantos otros cubanos disidentes o prófugos del régimen castrista (algunos además fueron tempranos partidarios de la Revolución), la denominación misma de exiliado le estaba escamoteada de forma oficial. Para el nuevo gobierno cubano, pronto una autocracia militar de partido único, no había exiliados: solo gusanos. Es sabido que no pocos escritores, artistas e intelectuales, militantes castristas fuera de la isla, se sumaron al linchamiento ideológico. En 1978, Ángel Rama publicó en la revista Nueva Sociedad un enjundioso estudio sobre el exilio intelectual latinoamericano. Excluyó de cuajo, sin embargo, al exilio cubano. ¿Eran los escritores y artistas mencionados arriba un espejismo? Para Rama, también asesor de Casa de las Américas, el único escritor cubano exiliado de mención era José Martí, prócer patriótico, fallecido –como recordaba con asombro Cabrera Infante– ¡en 1895! A pesar de los cuestionamientos y el incremento sostenido de la diáspora también intelectual, la tachadura hizo escuela. Todavía es usual la marginación de la diáspora cubana en los estudios sobre las dictaduras (pasadas, es cierto) del continente.

La criminalización gubernamental de la crítica y hasta de las costumbres ajenas a los modelos ideales de la Revolución fue el salvoconducto para la configuración de un Estado policial. Disentir ha sido la mejor vía para convertirse no solo en persona non grata sino en no-persona. En Cuba, los gusanos se vuelven cadáveres o espectros políticos. Lo decía Cabrera Infante: “Es fácil eliminar a un hombre cuando no es ya un hombre sino una alimaña, un gusano, pero siempre hay sangre, cadáveres: un embarro. Es más limpio hacerlo invisible”. El autor de La Habana para un infante difunto constató un fenómeno parecido en la España franquista, cuya censura también padeció. Su obra sigue prohibida en Cuba.

El ensayo de Mea Cuba aquí comentado trata de un hombre apenas visible cuando vestido. Su cuerpo –su misma existencia en tanto exiliado cubano– era imperceptible. Solo un medio convertido en imagen –el espejo– mostraba paradójicamente su presencia. Era el testimonio – ¿podemos decirlo?– de un fantasma.

“¿Qué es un fantasma?”, se preguntaba el joyciano Stephen Dedalus discutiendo sobre los aparecidos de Hamlet, para responderse de inmediato: “Alguien que se ha desvanecido en la impalpabilidad por causa de muerte, de ausencia o de mudanza de hábitos”.

Offenbach –cosa inusual en un gato, incluso en un carrolliano gato siamés en pleno Swinging London– atisbó su imagen en el espejo; Cabrera Infante, fantasma por exilio, tomó nota de su falta de imagen. La fantasmagoría no estaba solo en los ojos de los otros o en la propia mirada. Estaba también en el espejo.

El espejo en Cabrera Infante es un recurso para la simbolización lúdica, crítica y novelesca. Nunca reproduce la realidad: la afantasma, la oculta, la problematiza. Aparece ya en el desdoblamiento autoral de Un oficio del siglo XX, jocosa recopilación de críticas de cine firmadas con el pseudónimo G. Caín (adoptado después de su condena por el gobierno de Fulgencio Batista a no publicar con su nombre propio por un cuento con “malas palabras” en inglés). La ficción –la falsa ficción– era una forma de burlar el escrutinio del censor y de señalar paradójicamente su presencia.

Como el narrador borgiano de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, Cabrera Infante mostró en “El exilio invisible” que ciertos espejos tienen algo de monstruoso. Al contrario de Borges, no porque multiplicaran (como la cópula) el número de hombres, sino porque lo disminuían. En la aritmética especular del exilio, 1 se escribía 0 (que es el título del libro donde está el retrato escrito del gato asombrado Offenbach).

El cuerpo en el espejo es una imagen sin cuerpo, un simulacro. Es la ilusión –más o menos verosímil, más o menos refractada– de un cuerpo. Pero ¿qué ocurre cuando el simulacro es invisible? Símbolo de la extrañeza reveladora y de la revelación paradójica, el espejo es un medio de duplicidad. Es lugar de apariciones y desapariciones. Puede aumentar monstruosamente la realidad (como en Borges) y ocultarla con no menor monstruosidad (como en el artículo de Cabrera Infante). Se puede atravesar. Es un medio de metamorfosis y de extrañamiento.

El borrón en el espejo es no menos ambiguo que el espejo. Habla de ausencia y de presencia, de ninguneo ideológico y de reducción al absurdo de ese ninguneo. La mirada que observa el borrón está sin duda escindida. Mira a sus poco benévolos escrutadores mirarlo; desaparece al desvestirse, porque la ropa era la cifra de la visibilidad, a la vez elaboración desenfadada de la identidad y liberación de la uniformidad ideológica; mira un espejo que no ofrece otra cosa que la mirada sobre el vacío. Su mirada es una ramificación del exilio.

Espejo de la desaparición, doble sin visibilidad, exilio innombrable. Leer a Cabrera Infante es a menudo tener en cuenta esa escisión. Pero en Cabrera Infante el vacío del exilio es también el espacio germinativo de la escritura. En Tres tristes tigres, el capítulo “Algunas revelaciones”, legado literario de Bustrófedon, el gurú del grupo, está compuesto de tres páginas: todas en blanco. Imagen posible del cuerpo borrado tanto como de la indeterminación del sentido, las páginas en blanco –son tres: una por tigre– señalan una ausencia. El exilio era una lengua tachada.

Mientras las voces de los perseguidos y los exiliados cubanos eran negadas o ignoradas incluso por los estudiosos de los perseguidos y los exiliados, Cabrera Infante dio ciudadanía literaria a una pluralidad de voces en libertad. Apuesta de escucha no sensata (enmarcada por el entendimiento) sino resonante. No en función de un trauma que entonces no podían avizorar sino de una expresividad de alegría expansiva, un código amistoso regido por la irreverencia y una intensa fascinación por la cultura popular underground cubana. La risa –una risa babélica, jubilosamente insensata– es moneda común.

La persecución política es el tema de las parodias de Tres tristes tigres. Se trata del asesinato de Trotsky por encargo de Stalin en 1939, referido por varios escritores cubanos, años después o antes. Un artefacto paródico, no de la muerte (el novelista apátrida no podía no verse en ese espejo) sino de las formas de contar esa muerte. El estilo de cada escritor podía, sin embargo, alterar sustancialmente el sentido y aun la factualidad de aquel episodio histórico (en la versión de Carpentier, atareado como está el narrador en describir todos los objetos del cuarto del asesinato, Trotsky casi no muere). Nada es definitivo, nada es unívoco, lo que no quiere decir que todo valga lo mismo. A pesar de la pluralidad de voces, o por ella misma, las parodias son borradores (versiones, no borrones) del exilio. Juntos componen una alegoría a la vez sombría y burlesca de la violencia política. En el centro de la historia está no un cadáver, no todavía, sino un exiliado político a punto de morir. Cabrera Infante escuchó –además, con diversas entonaciones– su grito.

Los personajes de Tres tristes tigres no sabían, no podían ver ni saber, lo que Cabrera Infante sabía. Viven en la incertidumbre, incluso (aunque menos) en la expectativa histórica. ¿Cuál sería el destino de aquellos personajes? “El exilio invisible”, como otros ensayos de Mea Cuba, mostraba que un destino posible era desaparecer. La noche cubabilónica –hasta entonces marginal, luego criminalizada, cautiva– de Tres tristes tigres era ya un primer territorio del exilio.

Ese vasto juego especular y polifónico que es la obra de Cabrera Infante trata sobre una ausencia. Un juego que es una sublevación a veces elíptica, a veces frontal contra el silenciamiento y el ostracismo. Su protesta ante el exilio consistió en una memoria transfigurada, no sujeta a un marco ideológico ni martirológico, aunque llevara en sí la marca profunda de una herida. Hay conciencia y recreación de lo perdido. Réquiem festivo y hedónico, en su ficción, y cuestionamiento pugnaz de la injusticia padecida, en su obra política. Insolencia ética contra una dictadura en teoría (como casi todas) filantrópica. A falta de un territorio –incluso de un cuerpo frente al espejo– creó otro: extraterritorial, jubiloso, sensual, hospitalario. Un lugar donde, ahora sí, no necesitaba licencia para entrar ni para salir. Trabajos de amor habaneros. Transfiguración y parodia más allá del exilio. El tema de Cabrera Infante –la dialéctica inconclusa entre invisibilidad política y literatura sin territorio, entre vacío y Babel– sigue siendo un tema central de nuestros días.


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