La franela se perdió. Hasta hace pocos meses, cuando la vi por última vez, estaba llena de agujeros, decolorada, pero con el logo de Candy 66 todavía legible.

La esperanza y la nostalgia me llevaron a buscarla, pero no la encontré. Pensé que en casa la habían tomado para quitar el polvo, triste destino de todo trapo viejo, igual que el de los periódicos, depositarios de tantos desechos, pero no. Puedo decir que desapareció, pues no creo que alguien haya cometido el miserable acto de regalar semejante despojo.

En el año 2001 la compré en una tienda que entonces mis amigos y yo ignorábamos que se convertiría en fuente de tantas añoranzas: Board’s, un refugio en medio del tumulto del Sambil. Sitio para melómanos y coleccionistas en el que se encontraban discos que no abundaban en otras tiendas. Ahí compré la franela. Mejor dicho, mi abnegada madre lo hizo. Yo todavía dependía del “¿me puedes dar dinero para?”.

Candy 66 era una banda incipiente, pero tenía varios entusiastas, eso que llaman la movida nacional, dos palabras que mis oídos empezaban a escuchar. Pocas semanas antes sus integrantes habían concertado, a través de una lista de correo electrónico en la que uno se suscribía, a un encuentro en ese mismo centro comercial para la venta de un casete de VHS con algunas grabaciones de la agrupación. Aún la guardo, pero tengo más de 15 años sin verla. Siempre digo que algún día lo haré.

Ahora bien, la desaparición de la camisa revuelve sentimientos y pensamientos. Recuerdo que comenzaba el primer semestre de Comunicación Social en la Universidad Santa María cuando una profesora, de una belleza insuperable durante varios años en la carrera, mandó a formar grupos de trabajo. Eran de máximo cinco integrantes y el que logré conformar solo tenía cuatro.

Al día siguiente, se acercó un estudiante que me preguntó cuántos eran en mi grupo. Contesté que estábamos completos, que no necesitábamos a nadie. Fui prejuicioso, sí. No cambié de parecer incluso cuando me contó que no encontraba con quién hacer el trabajo: grabar un video en el que emuláramos la transmisión en vivo de una noticia.

Confieso que fui prejuicioso. “No, este chamo es un vago”, pensé al ver al chamo con shorts, una camisa con diminutos Michael Jordan estampados por doquier y crinejas. Era como un Allen Iverson, pero blanco.

No insistió y siguió su camino. Mi grupo y yo el nuestro, hasta que ninguno quiso estar frente a la cámara. Miedo escénico, pensamos para no indagar si en realidad era mal presagio para unos estudiantes de Comunicación Social.

Uno se encargaría de grabar, el otro de producir y yo de escribir el guión. ¿Y el reportero? Pues busqué al desesperado estudiante del que esperé todavía no tuviera grupo. Le propuse que se uniera a nosotros siempre y cuando fuera quien diera la cara a nuestros ficticios televidentes. Aceptó sin chistar.

Lo hizo bastante bien. De hecho, no pasaron muchos días para que empezaran a configurarse las amistades en el equipo.

Entre él y yo surgió de las mejores. Disímiles en demasía en muchos aspectos, sí, pero con las coincidencias necesarias para forjar vínculos perdurables.

Las conversaciones comenzaron por esos intereses musicales que empezaron a develarse cada vez más, aunque ya yo había dado señas. Meses después me dijo que cuando se encontraba en la deriva entre la fauna del salón, al primero que preguntó fue a mí porque vio que tenía puesta la franela de Candy 66. Por dos o tres semestres tuve ese apodo, “Candy”. Así me decían en los pasillos. No con la intención de molestar, sino más bien por la simple asociación con la franela que solía tener.

Él ya no vive en el país. No hablamos con la misma regularidad, pero la amistad se mantiene. La franela se perdió, pero nunca el afecto. Como decía Jorge Luis Borges, otra de nuestras sabias coincidencias: “La amistad puede prescindir de la frecuencia”.


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