Nacido en Maracaibo, en 1981, estudió por un tiempo Ingeniería de Computación (USB) y luego hizo la carrera de Letras (UCV), dos maestrías y un doctorado en literatura. Profesor, investigador, poeta, es una de las figuras más significativas de su generación, tanto por su trabajo crítico como por la singularidad de su propuesta poética.  

La vida de José Delpino está marcada, desde la infancia, por el desplazamiento y la dislocación. Desde su nacimiento en Maracaibo, que no era el lugar natal de su familia, hasta su establecimiento en Caracas, donde hizo los estudios universitarios, y luego en Chicago, donde concluye su doctorado en literatura, la itinerancia definió buena parte de sus experiencias afectivas e intelectuales. Ha desarrollado una capacidad de convertir la inestabilidad y el cambio radical en modos de aprendizaje.

Nació en El Marite, noroeste de Maracaibo, y más especíciamente en el Hospital Materno Infantil Doctor Raúl Leoni. Pasó su infancia y adolescencia en una urbanización de clase media baja, donde sus padres se conocieron y enamoraron. El papá le daba clases de matemática a la mamá. Para entonces, ninguno de los dos trabajaba. Cada uno vivía con su respectiva familia. Tuvieron una relación muy breve, que terminó al poco tiempo de haber nacido José, cuando intentaban la convivencia. Los primeros dos o tres años de vida, los pasó con la madre en Las Piedras, donde ella trabajaba como inspectora de Hacienda. Después vivió hasta los dieciséis años con los abuelos, que se hicieron cargo de su crianza y educación. Con el padre la relación fue algo distante, esporádica, porque se fue a vivir a Caracas cuando el hijo tenía cuatro años, lo que debilitó el vínculo inicial, que luego prosperó en años posteriores.

José iba y venía de la casa de los abuelos maternos a la casa de los paternos. Ese transitar a veces producía algunos desencuentros, porque eran familias muy distintas. La materna era más religiosa, más devota del Manual de Carreño, más aburguesada culturalmente. La paterna, en cambio, tenía mayores bienes materiales, sentía mayor identificación con la cultura popular. Los desencuentros no solo se debían a las diferencias de costumbres y orígenes geográficos entre ambas familias (Margarita, Zulia, los Andes), sino a la preocupación generalizada de que José iba y venía sin tener un centro definido. En cierta medida, ambas familias llegaron a disputarse por el niño, pero a partir de un momento dado entendieron que la prioridad debía ser su estabilidad. Empezaron a tener entonces una relación más amistosa, que favoreció su crecimiento. Más allá de desencuentros y tensiones, su infancia estuvo “gobernada” por una especie de “gran asamblea”, conformada por sus padres, sus abuelos, dos tías paternas y dos hermanos diez años mayores que él, hijos de un matrimonio anterior de la mamá. De cada uno de ellos recibió un legado, que mucho tiempo después reapareció como andamiaje en sus proyectos poéticos, que mucho le deben a estas herencias familiares.

De esta “gran asamblea” los abuelos fueron figuras centrales. El abuelo materno, Froilán, fue muy importante, entre otras razones porque constituyó la primera voz literaria en la vida de José. Nacido en 1905, en un pueblito tachirense llamado Borotá, emigró a los diecisiete años al sur del Lago para trabajar en los campos petroleros. Odiaba a Juan Vicente Gómez, a pesar de tener un parentesco por vía de madre; más bien simpatizaba con los movimientos democráticos. Tuvo una vida muy dura, llegando a concluir la primaria cuando era obrero petrolero. Su esposa, María de la Trinidad, mejor conocida como Trini, nació en 1911. Era de Las Piedras, pueblo cercano a Machiques, zona ganadera del Zulia. Creció en una familia humilde. Su tez blanca y ojos verdes escondían ancestros afrovenezolanos, aunque ese rasgo genealógico no era de ninguna manera visible, como pasa en muchas historias familiares venezolanas, cuyas zonas secretas u ocultas remiten a herencias que se pierden o quedan como ecos.

Los abuelos paternos eran primos entre sí, oriundos de Juan Griego, en la isla de Margarita. El abuelo Miguel había nacido en 1928, y a los ocho años se fue a Cabimas con su madre, para ayudarla a vender en una pequeña bodega. Cuando ya tuvo mayoría de edad, se convirtió en obrero petrolero. Hablaba mucho de su experiencia laboral. En sus relatos se evidenciaban el impacto de la cultura empresarial y la ética de trabajo. Su esposa Francisca, que era de una familia muy humilde, vivió en Oriente hasta que se casó con él, a los 21 años.

Ejercicios de ensueño

Convivir con la memoria de los mayores fue su primer contacto con la literatura. El abuelo Froilán recitaba coplas populares sobre la Guerra Federal y la Revolución Restauradora: refranes, retruécanos y trabalenguas que a veces el nieto repetía: “Yo como poco coco”. La abuela Francisca tenía la costumbre de contar historias familiares imitando la voz o los gestos de los parientes que nombraba. Era hábil haciendo chanzas cuando se reunían en el porche de la casa. Otro sonido que formó parte del repertorio oral de la infancia fue el rosario: práctica habitual de los abuelos Froilán y Trini. Cuando dejaron de ir a la iglesia, porque a la abuela le costaba mucho caminar, todas las tardes sintonizaban la emisora de los Niños Cantores y rezaban el rosario. También para su madre este ritual era importante, porque ella formaba parte de la Legión de María: todos los viernes se iba con otras mujeres de la parroquia a los barrios pobres y también rezaban el rosario.

José a veces la acompañaba, y esa letanía que generaba el rezo colectivo lo asombraba, ya sea por la capacidad de convocar gente, a fuerza de repetición, o ya sea por un estado semejante al trance, al ensueño, que sumergía a los orantes. Su curiosidad lo llevaba a participar del rosario, pero jugando a observarlo todo desde afuera. Le fascinaba la combinatoria y la repetición de los misterios asociados a la vida de Jesús, y de hecho esa estructura compositiva fue muy relevante en la escritura de su primer libro. Esa memoria oral marcó de forma radical su literatura, que en primer término surge de la escucha de estos ritos privados, capaces de afinar sus oídos de niño.

También tuvieron mucha importancia en esta primera etapa cuentos infantiles como El gato con botas y Hansel y Gretel, en versiones engrapadas y de tapa blanda. Los cuentos de hadas fueron su obsesión, como también los dibujos animados norteamericanos y japoneses que veía en televisión. Eran tiempos de auge de la cultura de masas, y la generación de José estuvo sometida a un bombardeo inédito de la industria cultural nacional e internacional. Recuerda que haciendo zapping en el mando del televisor a color Zenit, podía ver Robotec; la Abejita Maya; programas de danza, música clásica, salsa u ópera; propagandas; Los sueños de Kurosawa; diversas versiones de cuentos de hadas, algunas de los cuales incluían escenas sórdidas o crueles. El Canal 8, Venezolana de Televisión, siempre le fascinó, porque allí encontraba un buen sustituto de la televisión por cable. Conseguía una oferta heterogénea, más allá de los canales privados.

Desde niño tuvo una marcada conciencia de que sus posibilidades de consumo eran reducidas. Al no disponer de VHS, de cable o de juguetes caros, ese “vacío” se convertía en plenitud de su propia imaginación. Inventaba canales, logos, historias o películas. En las dos casas de sus abuelos, estaban presentes la música, los discos, la radio, los libros, salidas ocasionales al cine y fiestas familiares. Esos elementos pesaban más que la televisión o los juguetes imposibles.

Primeras lecturas

José creció en la urbanización La Floresta de clase media obrera, en las afueras de la ciudad. Estudió la Primaria en el colegio Sol de América, cuya insignia de un un sol con Bolívar en el centro adornaba todas las franelas. Si bien el colegio quedaba muy cerca de la casa, tres cuadras apenas, la abuela Francisca decidió que debía ir en transporte, lo que de cara a sus compañeritos le generaba vergüenza. Entonces se hizo amigo del conductor, señor Henry, para que lo dejara de último y nadie supiera dónde vivía. Esos recorridos por los suburbios de una Maracaibo depauperada, con cierto semblante apocalíptico, fueron el paisaje de su infancia, que él mantuvo hasta sus seis años. A esto se sumaban otros desplazamientos por barrios pobres y zonas de clase alta que algunas tardes hacía con su tía Aracelis, en un Ford Corcel sincrónico que usaba para hacer consultas veterinarias a domicilio.

Fue buen estudiante desde el final de la primaria hasta cumplido el bachillerato. Y a medida que pasaban los años, se hacía un adolescente melancólico. A veces le gustaba jugar con pequeños grupos en la calle: pelota de goma, básquet o futbolito. Lo hacían hasta la extenuación, incluso en horas del mediodía. El bachillerato lo cursó en el colegio Santo Cristo, y como las clases eran a primera hora de la tarde, se iba caminando desde la casa bajo la luz cegadora, a veces haciendo largos rodeos. Esa fatiga física que se originaba al caminar o jugar en la calle, indiscriminadamente, próxima al mareo y al desmayo, marcó de forma definitiva su experiencia de la ciudad.

Su primer contacto con la poesía venezolana fueron dos nombres: Juan Antonio Pérez Bonalde y Vicente Gerbasi, autores que se estudiaban en bachillerato. Ya para entonces practicaba la rima y sabía algo de métrica española, un interés que lo persigue hasta hoy. En quinto año comenzó a escribir “rimas ripiosas” y poemas de despecho. Se obsesionaba con amores imposibles y se quedaba escribiendo de noche, quizás inspirado por figuras que hacían alquimia en una buhardilla, o que escribían grandes poemas de amor, o que dedicaban su vida a la filosofía. Esa primera escritura, que se extendió hasta su primer año en la universidad, también estuvo influenciada por el rock argentino (afición que heredaba de sus hermanos mayores) y por el heavy metal, género que descubrió gracias a unos casetes grabados que llegaron de forma aleatoria a sus manos.

En la casa de los abuelos maternos, había libros regados por la sala, metidos en gavetas, usados para anotar cosas. Se trataba de novelas, cuentos, filosofía y novelas históricas. En casa de los abuelos paternos, en cambio, había una biblioteca con algunos libros de literatura latinoamericana, que se pescaban en medio de atlas, enciclopedias, tratados de arquitectura, textos de geografía o manuales de gestión ambiental. En cualquiera de los dos casos, los libros estaban al alcance de la mano, cerca de algo que no tenía que ver con la lectura, sino con la conversación, el baile, la televisión o la costura. Había novelas de Rómulo Gallegos, de García Márquez, de Vargas Llosa. Había cuentos de Adriano González León. Había textos de filosofía, antropología, política e historia. Había un Don Quijote. También había ejemplares de Eros y civilización, de Marcuse, o de El Anticristo y Así habló Zaratustra, de Nietzsche. José los hojeaba de niño sin entenderlos mucho, como si se tratara de una fábula para adultos. 

Era un voyeur de libros, y tuvo acceso a ellos sin censura, porque si bien algunos libros “escandalosos” estaban escondidos, siempre se las ingeniaba para llegar a ellos. Los más preciados estaban en la biblioteca de su hermano Óscar Leonardo, miembro de los Rosacruces, que estudiaba sociología y pintura, además de artes marciales. Allí había volúmenes de esoterismo, junguianismo, numerología, magia sexual, Kamasutra, Hare Krishna, deidades hindúes y Tarot. También libros de arte y revistas pornográficas, que le servían como modelos iniciales para sus dibujos. Ese universo esotérico, religioso y artístico, paralelo al de los rosarios y los misales que dominaban en su casa, cautivó toda la atención de José, quien siempre ha estado cerca de los saberes esotéricos y espirituales.

La experiencia de la ciudad

En 1997 se graduó de bachiller y se mudó a Caracas. Su objetivo era estudiar Ingeniería de Computación en la Universidad Simón Bolívar. Los primeros seis meses vivió con su padre en El Valle, hasta que cumplió diecisiete años y le permitieron mudarse solo. La ciudad y la universidad le ofrecieron posibilidades ilimitadas, experiencias de todo tipo. Tenía un impulso vital de conocerlo todo, de vivirlo todo. Empezó a hacer teatro con un grupo de la universidad, se volvió un lector aún más voraz, comenzó a escribir poesía con mayor sistematicidad. Tuvo el primer contacto con una gran biblioteca universitaria, donde leyó a Nietzsche. Recibió clases de un profesor de literatura, José Javier Míguez, que le hablaba de poesía francesa y latinoamericana: Baudelaire, Nicanor Parra, Vicente Huidobro, César Vallejo, Neruda.

Se obsesionó con una escritura radical, muy ligada a la experiencia de la ciudad, construida con metáforas, metonimias, sinécdoques y tropos extravagantes, que funcionaban como protocolos entre lo inmediato y lo cotidiano. De una poesía muy rítmica, pasó a una poesía que experimentaba con el lenguaje, que lo cultivaba y destruía a la vez, que construía experiencias de sentido o sinsentido. Descubría un lenguaje extremo, un lenguaje que piensa con la imagen y el sonido, fuera de los cauces convencionales. Su nueva escritura estaba relacionada con la experiencia urbana y del mundo contemporáneo. Quería demostrar cómo las formas extremas de lenguaje, aparentemente ajenas y distanciadas de la vida inmediata, siguen teniendo un vínculo con ella. Las palabras, desde su opacidad semiótica, buscan nombrar experiencias de dislocación, de fragmentación de la contemporaneidad, sin que por ello dejen de referirse a “lo común”.

Esta poética postula la idea de construir comunidad con la escritura, es decir, considera que los dispositivos extremos del lenguaje pueden ser experimentados por cualquiera, y no solo por unos pocos, que pueden tener lugar más allá de círculos especializados o académicos. La dificultad de comprensión no tendría por qué ser un obstáculo, pues justamente ese impedimento es lo que la define. En síntesis, experimentar libremente la dificultad de textos radicales pudiera ser algo que cualquier tipo de persona quisiera hacer. Si una literatura que extrema el lenguaje puede o no producir conexiones con un lector cualquiera, en el caso de negación habría que preguntarse qué factores externos a la literatura bloquean esa posibilidad.

La otra preocupación tiene que ver con la posición estética que apuesta por el abigarramiento, la contaminación, la construcción de lenguajes puros que al cabo se destruyen. Su interés es levantar grandes estructuras compositivas, que se debatan entre lo orgánico y lo abstracto, lo invisible y lo imposible, el sistema y la falla. Esto como continuación de dilemas que ya han estado presentes en la poesía de Lezama Lima, Virgilio Piñera o Rafael José Muñoz, por no hablar también de la música de Carlos Duarte, donde lo palpable se vuelve abstracto.

Cabe mencionar también el interés crítico de José por algunos autores de la literatura venezolana, que han sido dejados de lado por razones ajenas a su valor estético. Grandes olvidados que, por prejuicios de nuestro campo intelectual, hemos excluido por razones morales, éticas o políticas. Un ejemplo de esto es el prejuicio de Vicente Gerbasi por Luis Fernando Álvarez, causado por la recurrente presencia de la muerte en su obra, que para Gerbasi llega a ser “morbosa”. Poetas como José Rafael Muñoz, Salustio González Rincones o Régulo Villegas son también unos incomprendidos de nuestra literatura.

José interrumpe sus estudios de Ingeniería en 2000. Comienza a estudiar Letras en la UCV y se licencia en 2005 con una tesis sobre la poesía de Hanni Ossott. Allí tuvo dos experiencias que fueron fundamentales para su formación. La primera: ser alumno de Rafael Castillo Zapata, especialista en teoría literaria, Walter Benjamin, Gilles Deleuze, vanguardias históricas, y además escritor con una capacidad notable para leer y estudiar poesía. La segunda: entrar en contacto con la llamada “Área III”, ese conjunto de disciplinas y profesores que trabajan con elementos de la antropología cultural, de Jung y sus arquetipos, de Karl Kerényi y otros mitólogos, de las ideas estéticas de Lezama. Allí María Fernanda Palacios y Jaime López Sanz fueron figuras fundamentales. Se obsesionó con la mitología, que leyó con voracidad. Le interesaban los sistemas culturales y artefactos cognitivos, poéticos, sensoriales, que permitían darle forma a la experiencia. También le sorprendía la capacidad de la mitología para lidiar con problemas y traumas de la sociedad contemporánea. Desde entonces la idea de construir poemas-mitos ha sido una de sus obsesiones.

De alquimista a obrero

Fanes, su primer libro, fue publicado en 2010. Se puede leer como una deriva verbal que combina el cuidado extremo de la palabra, el ejercicio artesanal de trabajar el poema como una joya sonora y las experiencias de formación religiosa relacionadas con el rosario, el esoterismo y el Tarot. Se trata de un libro dividido en cantos donde el acto de ver, de contemplar, de desear lo que está fuera de uno, son ejes centrales. En este sentido, el motivo de la errancia humana y del deseo del hombre de ver lo que está lejos, distante de sí, es esencial. El ojo, como órgano capital del texto, va superponiendo imágenes que se convierten en naipes de una baraja, al modo aleatorio con el que también Huidobro construye Altazor.

Fanes viene del verbo fanao, que significa iluminar. En la cosmogonía griega se trataría del momento en que “se hace la luz”, en que “se hace distancia”. Fanes es también el Eros de la cosmogonía: el que trae la luz, el que lucea, el que luminaFanificar o fanalizar están relacionados con el acto de separar las cosas, de distanciarlas y darle densidad corporal propia. Los poemas finales del libro son tres ejercicios del deseo. El primero: el deseo del ser humano de errar. El segundo: el deseo de la letanía, del lenguaje que busca su propio escape a través de la combinatoria. El tercero: el deseo del ojo de convertirse en lo que contempla. Finalmente, Fanes también es un libro que busca atender, aunque de forma elusiva, medular, onírica o desvariada, nódulos de la historia y de la cultura venezolana ligados a la sexualidad y al poder individual.

De lo anterior, se desprende que Fanes es un ejercicio lento, demorado, minucioso. Los libros del poeta se arman como proyectos y sus textos adquieren sentido a largo plazo, llamados por la obsesión de un reto estético. Cada proyecto es una pequeña vida que dura varios años y cada vez que se empieza uno es como si se aprendiera un nuevo oficio o se inventara una nueva lengua. Porque de eso también trata la poesía: de olvidarse de todo para empezar de nuevo, de quedar en la afasia y partir de la nada.

Si el autor de Fanes puede ser un “alquimista”, que persigue la depuración para alcanzar una sustancia otra, en su siguiente libro, Cercados rotos, todavía inédito, el autor parece más bien un obrero descarriado que, en su propia fábrica, contamina materiales y arma collages a partir de experiencias concretas. El libro es una máquina que hace evidente su propio proceso: un zapping geográfico y mental, un movimiento nomádico constante por el espacio y el tiempo: la escritura como desplazamiento violento. Si Fanes era el libro de un contemplador, de un creacionista de universos, el próximo es el libro de un errante, de un sujeto que vive una experiencia desértica, abierta e imposible de abarcar.

Gesto de apropiación

Cercados rotos es el gesto de apropiación de una gran cantidad de materiales. Todo con la finalidad de contaminarlos. Por contaminación debemos entender práctica de escritura y preocupación política. La contaminación de la basura, de la cultura de masas, de la historia de Venezuela, de las historias familiares, de la geografía, de los sistemas abstractos de representación. También es un libro que se desplaza por varios cronotopos: células espacio-temporales de este gran terreno llamado Venezuela. Se trata de un libro “país”, que no busca mostrar ni unidad ni totalidad, sino más bien fracturas y estrías de recorridos nomádicos: suburbios de Maracaibo, calles de Caracas, casa de los abuelos. Se esbozan radicales yuxtaposiciones de espacios donde el encierro (la reja, la cerca, la llave) se impone para señalar miseria y violencia. El libro también alude al país de las grandes construcciones que impulsó la renta petrolera: Caracas y sus grandes autopistas y distribuidores viales, metáforas de la especulación y de cierto desbarajuste espacio-temporal. Un proceso de modernización radical que fue documentado por Mariano Picón Salas y Enrique Bernardo Núñez en la crónica Demolición, lectura que para José todo venezolano debería conocer. Caracas con sus barrios, sus mansiones, su arquitectura, sus cerros, se describe con poemas-parásitos, organismos vivos que necesitan de la gran obra y del gran trauma para existir.

Entre la melancolía y la obsesión, la religión y la alquimia, la precisión y la destrucción, la contaminación y la pureza, la teoría y la poesía, la urgencia y la exigencia, o la racionalidad y el delirio, transita la obra de José Delpino: su escritura y su pensamiento.

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*La entrevista forma parte del libro Nuevo país de las letras, publicado por Banesco Banco Universal, Caracas, 2016. Compilación: Antonio López Ortega.


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