Si algo ha llamado mi atención acerca de José Antonio Abreu y su relación con María Teresa Castillo es que, con una insolencia que raya en lo inexplicable, los autores que se han dedicado a loar el gran proyecto del Sistema Nacional de Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles pasan por alto o apenas rozan con descuido una amistad que no solo se mantuvo inquebrantable durante varias décadas, sino que fue rotundamente fundamental en la consolidación de la obra que Abreu construyó con tesón, paciencia y convicción arrolladora a través de los años.
Fui testigo de excepción de esa amistad que, en verdad, fue admiración pura y compartida. En esos años primeros, lentos y oscuros en que Abreu amagaba sus proyectos y armaba con la soledad del insomne el rompecabezas de sus sueños, María Teresa Castillo guiaba los destinos del Ateneo de Caracas, esa institución que por encima de los odios y de las batallas de los egos había logrado establecer un horizonte sereno y amplio, un espacio que ofrecía albergue a las contradicciones y a los debates.
Esta excepción en el mundo de la cultura no hubiera sido posible sin el carácter, la firmeza y la infinita bondad de María Teresa. Quizás ello explique un hecho por demás fundamental y definitivo ocurrido cuando Abreu desplegó en público su proyecto más ambicioso y universal: el sistema de orquestas juveniles. No pocas voces se alzaron indignadas para negar y luego insistir, con la persistencia de la insensatez, contra estos sueños que hoy vemos allí, descollando en medio de una realidad desmantelada por la barbarie militar.
En esos días estaba permitido imaginar, crear y colocar las piezas, una a una, de ese inmenso territorio en que se iba a convertir el sistema de orquestas. Hasta lograr una sala para ensayar exigía un esfuerzo superior, tal era la mezquindad que reinaba en el ambiente.  
A María Teresa esto le pareció algo insólito y le ofreció a José Antonio el escaso espacio de que disponía, allá en la vieja casona donde luego se levantaría el moderno Ateneo de Caracas, hoy arrebatado a la fuerza por los depredadores de siempre. Esos primeros pasos son a menudo olvidados, como lo son siempre los días duros. De ese entendimiento tan fructífero nació un vínculo especialísimo entre el creador y María Teresa, la fuerza inagotable.
Al verlos conversar en público, a media voz, uno adivinaba que estaban tejiendo un nuevo proyecto o ampliando los ya cumplidos. Cuando María Teresa fue elegida diputada y presidió la Comisión de Cultura pudo constatar la seriedad administrativa de un José Antonio Abreu que, por su condición de economista, nunca pidió una ayuda sin antes presentar no solo un balance estricto de los subsidios recibidos sino el uso que le daría a los que, en ese momento, presupuestaba para el año que se avecinaba.
Durante su larga enfermedad, María Teresa recibió pocas visitas de personalidades de la cultura. Sus amigas del Ateneo de Caracas hacían presencia constante y solidaria, pero lo increíble era que Abreu, escasísimo de tiempo, no solo se prodigaba en visitas sino que, estando de gira, la telefoneaba preocupado por su estado de salud.
Valga esta vez decir que nunca la amistad supo ser tan verdadera y luminosa como entre José Antonio y María Teresa.


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