Con Diario de sombra: extractos 2004-2005, Antonio López Ortega se agrega al grupo creciente de venezolanos que acude a los géneros autobiográficos, solo que, en su caso, el diálogo entre la coyuntura nacional y la construcción del sujeto organiza, sin rodeos, la expresión. Se trata de entradas escogidas de una obra más extensa aún en marcha; la selección rastrea las diversas posturas de los intelectuales ante las abruptas alteraciones sufridas por el campo cultural venezolano contemporáneo, lo cual da pie a una idiosincrásica meditación acerca de la condición del artista en un entorno tomado por el autoritarismo –y mi vocabulario no es accidental, puesto que en algún momento se recuerda un cuento emblemático de Cortázar, “Casa tomada”, concebido cuando Argentina experimentaba los efectos iniciales del populismo peronista, de similar extracción cuartelaria (4/5/2005)–.

Pese a que López Ortega rehúya los métodos rígidos de las ciencias sociales, la imagen del intelectual sugerida por su diario se corresponde con la que sociólogos o críticos culturales como Pierre Bourdieu o Tom Conner ofrecen: un individuo que reclama justicia en asuntos públicos con el apoyo de un prestigio desvinculado de funciones o cargos políticos, militares o administrativos, y cuyo antecedente más reconocido es el Zola que intervino en el affaire Dreyfus simbólicamente autorizado por su carrera de escritor. Si por una parte López Ortega admira a quienes han conseguido vencer la tentación acomodaticia del amparo de un Estado hasta hace poco provisto de abundantes recursos, por otra, dedica páginas insustituibles a rememorar cómo algunos se han acogido a superficiales cambios de actitud sin prescindir del patronato del Gobierno: farsa revolucionaria en la que perduran los malos hábitos del agente cultural de la “Cuarta República”. El intelectual pierde su condición crítica y autónoma, degenerando en leal funcionario y cómplice.

Intelectualidad y poder son las nociones básicas que dinamizan este volumen. Pero el tejido creador resulta más intrincado, superponiendo varios planos: al anterior, se suma una dolida visión panorámica de los avatares de Venezuela –con cada una de las puertas que han ido cerrándosele como país–. Y, no menos, se agrega una descripción de los conflictos de quien escribe o piensa en un tiempo y un espacio específicos sin intenciones de olvidar el rico depósito de estructuras afectivas latentes en la esfera privada.

La raíz de toda la obra de López Ortega es intimista: desde sus primeros libros, el diario, las epístolas y otros moldes expresivos propios de lo velado o familiar se supeditan al imperativo de la ficción. Aquí, esa fascinación por el autoanálisis se combina contrapuntísticamente con géneros como el ensayo, la crónica, el poema en prosa. Para nada fortuito, el gesto materializa un deseo que el hablante autobiográfico esboza a cierta altura:

“La voz interior: pescarla a como dé lugar, descubrir su intimidad, rehallarla en medio del todo. No el pensamiento (que fluye y nunca calla), tampoco la consciencia (ese arroyo al que se refiere la tradición inglesa), sino la voz interior. Una gema que cristaliza pasado y presente, biografía e historia colectiva, lengua materna y lengua compartida con tus semejantes. Que no se acalle (nunca), que acuda a ti viva (o que recurras tú a ella en los momentos más extremos, más inexplicables, de mayor acoso)” (10/8/2005).

Tales reflexiones no han de extrañarnos. En Diario de sombra, a la vez que se documenta un drama nacional, se manifiesta una poética en la que lo heterogéneo y menor conceden paradójicas claves para exhaustivas anatomías de la experiencia. Loable que así sea: López Ortega intuye que un deber impostergable del artista consiste en oponer a las ruinas circundantes una vocación creadora. Y la creación, entendida de esta manera, resulta siempre disidente.


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