1.-

Este texto comienza con la muerte de un poeta. Comienza con la puesta en marcha de unos versos en los que Harry Almela, el irreverente, el que muchas veces dislocado, fuera de lugar y de tono, trató de sacudirse del lugar y el tiempo que habitaba. Este texto podría ser la declaración jurada, la referencia a su desaparición, tantas veces escrita:

“La muerte / es algo / que sucede a los otros. // Pero esta tarde / una ausencia / fue suficiente. // Una palabra / puede ser / la última”.

Y esta línea, esa línea, la que le acaba de suceder a él, una de las primeras de su poesía, aparecida en un libro de iniciación (Poemas), marcó la vida de quien volvió al silencio. Harry Almela murió el 24 de octubre en Mariara, estado Carabobo, donde dejó sembrados su espíritu y un patio.

La poesía alteró la existencia de este hombre desde la década de los 80. Y desde ese instante, desde el colofón de este pequeño tomo de 20 alteraciones verbales, 12 de diciembre de 1983, Harry Almela demostró un carácter que todos los lectores pudieron advertir: se trataba de un joven que sería un gran poeta, un poeta de los que no transigen, de los que hacen de su obra el mascarón de proa de su devenir.

Pero también esa línea, la última de ese poema juvenil, sería la primera de sus muertes. Porque Almela nunca dejó de decirlas, de subrayarlas, de marcarlas en su obra, en su pesimismo, en su pasión por la verdad, por la búsqueda permanente del poema, del que dice y lo silencia. En la porfía por el buen idioma. Del poema que no se borra, del poema que se sostiene con los huesos y con toda la fuerza de quien sabía que no tenía salvación, que el futuro formaba parte de la desesperanza no ajena a la poesía, a su desolada presencia.

Pero también comienza con la poesía (la vida) de un poeta. La muerte y el poema son asideros de quien escribe y de quien vive. El poema siempre retorna. Siempre sobresale de la desmemoria, por eso la muerte se sostiene en el poema. En la última línea que inicia su inmortalidad.

Ningún poema muere.

En algún lugar, Robert Desoille habla del sueño despierto. En ese sitio, tocado por la cita de Gaston Bachelard en El aire y los sueños, nuestro autor es avizorado por su propia voz mientras el cuerpo roza uno ajeno, mientras la hora del insomnio es solo parte de un encuentro:

“Me acuesto desnudo cada noche / porque si vuelven las harpías / quiero que alcen en su vuelo / mi liviandad de trigo / y además / para que puedas extender la mano / y trazando la caricia / inicies el rito que aprendimos juntos”.

Pareciera un juego erótico, pero va más allá: la soledad, esa ambigüedad tan propicia, revela la ingrimitud, porción desolada donde habita el susurro, el intento por precisar dónde está el comienzo y dónde el final de la partida. Estos poemas iniciales del poeta caraqueño despejan la niebla de esa soledad al pedir que

“No gastes tus ojos / mirándome (…) Luna / no gastes tus zapatos / pisando mi sombra”.

La apuesta se centra en alejarse de la pesadilla, en soñar despierto mientras la realidad, tan odiada a veces por quienes la invocan, se confirma en el cuerpo de la segunda persona, que se deshace en la tercera o la primera. Esa combinación pronominal descubre el verdadero yo de quien habla, de quien se pregunta que no parará de vivir despierto ante el sueño:

“En cuál instante / ha de mostrarse el gesto / que inicie mi regreso // Para qué despertarme / si la lluvia persiste”.

El inicio, la razón de ser del poema. El estar despierto ante la línea de un horizonte que el poema ya ha trazado en su para siempre.

2.-

Quien viaja en el texto no es el poeta, es el poema. Y de esta manera lo entendió el autor de Ventana de emergencia, un libro incrustado en Cantigas, en el que Almela nombra los lugares de su lectura y de su recorrer por el mundo, en su épica con los personajes de nuestra clásica reverencia literaria. Pero llega un momento en el que quien se reconoce primera persona también le añade a su aventura esta confesión:

“Estoy cansado y viejo. Pero debo / enfrentarme a los godos. Salve, Britannia”.

Este instante del poeta con la historia remota, con los nombres que abrigaban una topografía, lo conducen a decir

“Ahora que ama la muerte / Volveré cuando alguien / abra estas páginas. // Solo la tierra permanece”.

La muerte continúa su tránsito por las hojas que tantas escribió Almela. Era una muerte golosa, plena de imágenes, siempre –o casi siempre– al final de los muchos textos que leemos en sus libros, como este

“Vénceme y despacio / abramos los ojos / descendamos al sueño”.

Esa constante también estaba en las conversaciones diarias del poeta, quien no usaba el tema para despejar la noche que lo agobiaba. Eran reflexiones sumadas al sufrimiento del Otro, de poetas o artistas perseguidos, acosados, maltratados y asesinados por el totalitarismo, por regímenes criminales. Igual se puede afirmar que lo hacía desde la sacralidad, desde la devoción que albergaba su espíritu, su creencia, aquella que lo llevó a afirmar “Quiero apartar el pan, / resignarme para siempre”, desde la envergadura de los libros santos, desde un judaísmo que lo atraía con la tensión de quienes fueron arrasados por fuerzas inhumanas, terrenales.

3.-

En Cantigas aparece la palabra Patria por vez primera en una voz femenina. Es un invitación en la que no dejan de estar algunos epígonos de la poesía venezolana, como Bello o Lazo. Es una invitación en la que alguien persiste en la salvación, en la mirada que fue capaz de dibujar, años después, el país más dolorido, más agobiado por una horda de asaltantes. Años antes advirtió

“Cuando muera será / demasiado tarde”.

O

“Voy a cerrar los ojos para / que no desaparezcas”.

Y dirá con esos ojos cerrados:

“Ahora callarás sagrado”.

Este libro cierra con la misma sensación de despedida:

“Me alejo por la misma ventana”.

4.-

Los textos constreñidos, apretados, cortos de Muro en lo blanco instalan a un hablante niño, de alguien que se aproxima al sitio donde solo hay sombras. O un exceso de luz que ciega, por eso dice “Solo conocí la creciente / por la palabra de muertos”, su fe, su búsqueda en el origen, en los ancestros, en los que ya no están pero se le aparecen en sueños, en algunos gestos del paisaje o de la naturaleza. En la muerte del otro. Pronostica días, horas, instantes, momentos, quebrantos, finales: una poesía profética, transmigratoria en tanto mirada que advierte:

“mañana termina / así es el asunto / mañana // a doble línea”.

5.-

La dinámica del poeta, la que lo insufla a siempre despedir el día o la noche, hace de su obra un testimonio. Harry Almela nunca eludió su condición de desterrado, de exiliado, de perseguido por los sueños, por un despertar sobresaltado, por un despertar dormido en el que estaban presentes sus muertos, sus alegorías, los ecos de su techo, al que llamó “Casa de lo Oscuro”. En Fértil miseria el título comprime una estación sombría, dura, libro en el que “busco otra luz que me sostenga”, pero al no encontrarla se rinde y canta “Llévate esta casa, yegua de la noche”.

La casa, la de la sombra, está habitada por los personajes que llevaba como una marca. Siempre salía o entraba. Se asomaba a una ventana. Se despedía: las mudanzas estaban en su acontecer. Distintos aposentos, diferentes calles. Muchas noches reconociendo sombras y rincones.

“Mañana me voy. Cansado de la flor que sale de mi boca, / quiero encerrarme bajo el agua”.

Esa vocación acuática era solo un símbolo. El agua, el sueño, la inmersión en el silencio, en la sombra. En este mismo libro es tan fuerte su querer retirarse:

“Me voy. No juego más. Adiós. (…) La página en blanco también habla”.

6.-

En Frágil en el alba y en El terco amor el poeta se vale del cuerpo para permanecer, para estar y decir. Cuerpo transitorio, poema que devela su tiempo. El cuerpo es la justificación. El cuerpo traduce el dolor, el amor extraviado, el que no se somete a un lugar, porque siempre se marcha, parte, se exilia.

“Duerme y sueña con una casa lejana. / Descansa y prepara argumentos.

(…)

En cuál ventana / has de morir”.

7.-

En Cuaderna vía, libro mellizo con Los trabajos y las noches, el poeta viaja, se pasea por el perfil de Dante, por Rilke, entra a Tunja, a España, habla con Sansburg, se relaciona con Caracas y pregunta por un camposanto. Continúa su ruta hacia la Valencia juvenil. La de Venezuela, se acerca a los mendigos y poetas, escribe un soneto que termina así: “Vuelvo a mi Fin, a mi Principio. / Y polvo seré, mas polvo enamorado”. El Siglo de Oro en su trazado dromómano. Cadenas, la Kodama, Whitman. En Jerusalén, vertido en el poema, se dice: “Y la poesía restaura lo que pasó. / Y todo el resto es literatura”. Como un ungüento, un paliativo para el dolor, el que lo encuentra con los ojos cerrados, yerto, en poesía, envuelto por uno de sus amores, Ungaretti: “¿Dónde estará la estrofa que me falta, / su respiración de pantera, su voz de paraíso?”. Y el último aplauso, el que lo mueve en la butaca. El último, siempre el último, como si Louis Armstrong tocara su despedida.

Y sin más preámbulo en este cierre:

“Solo espero resignarme / a esta muerte mía que no llega. / Y el tiempo pasa”.

En el otro estrado, desde donde se ve sucumbir:

“No estás para admirar este acto decisivo. (…) Y respondo con un silencio parecido / al lejano corazón de la muerte. (…) No me dejes. / También ansío una respuesta / para este abatido corazón / que ya no vuela”.

En “Obituario”, poema que centra la atención en Los trabajos y las noches, el poeta afina su percepción acerca de la brevedad de la vida, señalada un poco antes en otro texto, que termina en este:

“Allí están sus signos / Sus modestos nombres y apellidos. / La muerte puede ser trágica / cristiana o repentina (…)”.

Siempre al final de cada poema, la muerte se afinca, destrenza su habilidad y entra en la sintaxis de Harry Almela. Anudado a cierta tensión romántica, nuestro poeta, asediado por el tiempo y por la angustia, cedió a ese dormir despierto, “repentinamente”, mientras la casa silenciaba el patio donde cosechaba el sol de su ciudad:

“Voy a despertar cuando alguien me necesite, / mañana, en la puertas del Infierno”.

Dante y Virgilio también paseaban por ese ambiente. Tomados de la mano para no perderse.

8.-

En Palabra o indigencia, de nuevo el poeta invoca la “patria”, ese lugar que no es este que pisamos. La alude como la arcadia esperada mientras llega el resplandor.

Insiste en el final, se aferra a la idea de que la palabra se ahueca, se vuelve miserable. Y es el silencio el último recurso.

“Y todo tan mensaje en la arena / tan libro cerrado para siempre. (…) Sucumbir al abrazo de este vacío fértil. (…) Cómo he malgastado / este crepúsculo”.

9.-

Hanni Ossott, en su ensayo “Poesía y muerte”, incluido en Cómo leer la poesía, afirma:

“La conciencia de la muerte fundamenta a la poesía, y más adelante, en la poesía rara vez se habla de éxitos y sí de precariedad, de pobreza”.

En la de Harry Almela las palabras “miserable”, “precipicio”, “final” son una constante. La vida del poeta no es celebratoria, es una poética de la “disolución”, de lo “efímero”. Y como destaca Ossott: Eso lo espera de los otros, la muerte, que en algún poema y hasta en alguna declaración Almela lo expresa claramente: “Creía estar signado para altas empresas. Como continúa diciendo Rafael Cadenas, tal pretensión me derribaría con el tiempo”.

10.-

Desde La patria forajida la poesía de Harry Almela da un vuelco, pero su espíritu sigue anclado en ese final doloroso, terminante, ese suplicio que significa ser “patria” en medio de la tragedia, dolor que lo consumió y lo llevó a retirarse al patio de su infancia, al desolado mundo en el que una mañana terminó siendo la parte final de uno de sus poemas.

La patria ya no es el solar. Es un erial donde se impusieron la sombra, el crimen, el robo, el estupro, la traición. Su mirada, la que siempre recogió y recorrió las calles del país, se detuvo en estas líneas finales:

“en un viaje sin retorno (…) nada se salva / en la tormenta // ni este libro (…) quién avisa / que ya llegó la hora (…) en la ventana abierta / que ya no somos (…) patria mía sin mí (…) su canto que anuncia / la muerte (…) en el fondo del espejo roto (…) no hay / final feliz / que nos consuele”.

En este libro, la muerte, el final, es colectiva. No es solo el poeta quien se borra del mundo, es la patria, quien también se despide, de él y de todos. Final plural.

11.-

Sigue hablando Hanni Ossott:

“La muerte relaciona con el sentir de la nada. Ella rebaja el ego, ella nos humaniza y hace de nosotros ser tierra. Creo que la muerte debe ser experimentada como fracaso”.

Almela se ufanaba de su ego, pero lo hacía para burlarse de él mismo. A la larga, se trataba de ese precipicio que se traduce en depresión. La poesía implica un terrible riesgo. Pule el ego, lo trasciende, lo saca del cuerpo. Se posesiona del alma, pero solo transige con la muerte. Harry Almela siempre hizo mofa de eso. Sabía que la muerte estaba allí, creía en sus muertos, en sus compañeros de viaje.

En Instrucciones para armar el meccano, un libro juego, un libro de viajes a la infancia, de sorpresas, también están esas líneas finales que lo apremiaban. Tema acuciante, tema que siempre estaba allí, en el mismo sitio, en el mismo poema.

Dejemos a los lectores otros ejemplos:

“Y cuando llegue el diluvio / escribiré con nuevas palabras / la misma historia (…) Para desaparecer hastiado en la penumbra (…)

―Morirás, murmura el niño. Y extiende su mano.

―Ya hace años que estoy del otro lado, contesta el pájaro. Y vuela.

(…)

El tiempo eterno que me espera. (…) Reza unos segundos. / Corta de nuevo las barajas, / y regresa a su rutina preferida, / la de jugar un solitario”.

Y como para deshacerse un rato de esa “rutina”, se pasea por estos versos, en los que trata de asirse de sus propias palabras convertidas en acción plural:

“Quizás por todo esto, / en algún momento y sin saberlo, / logramos el poema perfecto, / el verso feliz que nos salvó para siempre”.

Ese “para siempre”, la eternidad, el poema asistido por el mismo tono, siempre dicho cerca del oído, cerca de la tierra, entre las cenizas.

Por eso:

“Cuando llegue el viernes, será sábado al fin / y todo lo demás será silencio”.

Y clausura estas páginas:

“Todo es confuso ahora. / Hasta estas líneas”.

12.-

Silva a las desventuras en la zona sórdida contiene tres episodios poéticos: “Mientras florece el semeruco”, “Postales” y el que le da nombre al tomo.

Un largo ensayo contiene la parte final del libro. En él Almela recurre a la historia de nuestra literatura: Pérez Bonalde, Lazo Martí, Gerbasi, Cadenas… todos referentes que de alguna manera arbitran una teoría engarzada en el significado de país, de patria, de dolor, de retorno, inmigración, derrota, fracaso. Una idea para una poética que aún no termina, que sigue, en medio de tantas tribulaciones, enmarcando el país, las desventuras de una región que fue cantada felizmente por Andrés Bello.

No deja de decir Almela su fuerza dolorosa. Insiste en el final:

“Y la noche se acerca (…). Esta parece, al fin, / la hora de la bestia. (…) Me confundo con ellas / hasta que se me pase esta muerte. (…) Y déjame en paz, que esta es mi guerra. (…) Al final, se comprende todo. (…) Cuando el paisaje no te reconozca / comenzará, en verdad, tu reino. (…) Y salvo, al fin, te desvaneces. (…) ¿En cuál mordida exacta, / precisa y luminosa, / triunfará la muerte? (…). Donde ahora / ya no te puedes ver. (…) Este poema no quiere ser feliz. (…) No hay salida. (…) Ni el silencio”.

“Socrático e implacable” como él mismo se definía, tenía –en esa fe que confiere la muerte– la seguridad de inmortalizar los versos que escribió.

13.-

La patria forajidaSilva a las desventuras… y Contrapastoral forman una trilogía que traza una línea de separación de su poética anterior. Su libro no publicado: ɇscorados, completa una búsqueda que no desatiende el tema de la muerte como “espacio de disolución”.

Contrapastoral es un libro que engarza con ɇscorados. Es un libro cuya dureza se traduce en la fuerza con que se escribió. Es una aventura que en nuestra poesía no se había dado: Almela es judío sin la práctica. Es Ismael en los versos. Es un libro sagrado en el que transitan las palabras que nos refieren desde otra cultura, la sefardita. Somos todo eso sin saberlo. Y lo somos, como dice Cadenas, en segunda persona. En el yo que se oculta para precisar el final.

Volvemos a los ejemplos. En el comienzo fue el Verbo, dice el Génesis, y Harry Almela lo traduce:

“Existo porque tú me nombras”,

pero así como existe por gracia de la palabra, también desaparece:

“Aquellos / que volverás a ver / cuando le diga adiós / a tus ojos”.

Ya no con la palabra: es una mirada, un cerrar y abrir de ojos. La poesía es el resplandor que se agita con la despedida. Una vez más, el poeta dice:

“La muerte // que siempre le ocurre / a los otros (…) esa es la señal / tu muerte próxima (…) ora pro nobis / paisaje ciego (…) chapotear / en tu propio abono (…) pero sigues feliz / hacia tu fosa (…) al final despiertas / colgado de la ventana”.

En la Apostilla, nuestro poeta refuerza todo lo anteriormente dicho:

“Lo que se escribe proviene de una zona amoral, viciosa y ambigua, situada en los territorios más bajos del árbol que creemos ser. Está marcado por lo que se subraya con gruesas dudas y luego tendemos a olvidar. O está pespunteado por lo que se aprende en el angosto viaje cotidiano hacia la muerte del Otro. (…) El sueño mal avenido, la lejana luz que tirita desde un caserío (…). En tiempos de tanta y difusa indigencia, es probable que solo se escriba para luego continuar con la vida. Mientras se escribe, se deja de vivir”.

Y así fue con Harry Almela, pero con la diferencia de que los lectores que quedamos vivos no dejaremos que la última línea sea la última. Que siempre haya una ventana abierta con un paisaje dispuesto a ser cantado.


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