El poeta ruso Ósip Maldestam decía que quien no hubiera escuchado la voz de Ana Ajmátova, no conocería nunca su poesía. Algo similar puede decirse de la voz de Rafael Castillo Zapata, constitutiva de su ejercicio, crítico, poético y académico. Voz que es entonación, timbre, sonoridad, ritmo, así como estilo literario y modo de sentir y enseñar el hecho estético.

La primera vez que la escuché fue en 1993, en un Congreso sobre siglo XIX que se realizó en el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, cuando todavía no conocía a Rafael. Su ponencia fue sobre Simón Rodríguez y cuando empezó a leer las primeras líneas del texto, me sorprendió el modo cómo la materialidad sonora de su voz se articulaba con la densidad de su escritura, como si el gesto de poner en escena la voz performara el sentido de lo escrito y viceversa. Terminada la lectura, quedé con esa voz resonando en los oídos y con la certeza de que esa tarde había conocido otro modo de hacer crítica en el que el rigor teórico y el riesgo hermenéutico adquirían estatuto de lengua.

A partir de entonces, cada vez que he leído un libro de Rafael, un poema, un fragmento de diario suyo, no he dejado de escuchar el grano de su voz resonando entre líneas, como si su escritura tuviese inscrita en ella misma una trama sonora singular que potencia su capacidad de significar. Una escritura que, además de sentido y contenido, es sonido, materialidad acústica que se expande en la medida en que uno avanza en la lectura y que convierte a su obra en un sistema circulatorio donde se suspenden los géneros literarios, así como el límite entre oralidad y escritura, disertación y poesía, vida y diario, para que la escritura sea un torrente que irriga todo aquello que inquieta el pensamiento. Se pudiera hablar –con su lección en el oído sobre Kafka desde Deleuze– de una máquina-Castillo Zapata, con múltiples entradas y salidas, flujos de escritura, desterritorializaciones, con una política de la escritura que radica en el desafío permanente de los bordes entre literatura, teoría, arte, filosofía a través de la interrogación constante y la aventura en el aula de clase donde quizás Rafael haya escrito sus páginas más luminosas. La interpelación como ejercicio permanente y la lectura como ritornello de su obra son el gesto que su voz vocaliza: convertir la escena de lectura en el centro de la escritura. Escribir sus lecturas –el bolero, Roland Barthes, Guy Debord, Andrés Mariño Palacios, José Lezama Lima, las vanguardias latinoamericanas, Walter Benjamin, Clarice Lispector, Roberto Bolaño, Alfredo Silva Estrada, entre otras– es, para Castillo Zapata, su mayor pasión. Ser heredero de sus lecturas significa para él no dejarlas quietas nunca. Desafiarlas, deconstruirlas, leerlas desde lugares incómodos, con conceptos incómodos, sin temerle al fracaso y sin renunciar nunca a la aventura de la provocación. Su voz que hace posible que la poesía suene como un bolero; y que la teoría acontezca como apunte o destello la escritura del diario; es también escucha, disposición a oír, a hacerse atravesar por las corrientes sonoras de la lectura y a vibrar con ellas.

Una voz, la de Castillo Zapata, que despliega uno de los proyectos estéticos más consistentes y luminosos de nuestra literatura que tiene la inmensa virtud de estar fundado en la conmoción como estado afectivo necesario para “escuchar” cómo suena una obra y cómo uno resuena con ella. Ser tocado por un autor, un problema teórico, una propuesta crítica, un poema, un dibujo, significa, para Rafael, el inicio de un compromiso, de una indagación cuidadosa realizada desde el entusiasmo de quien descubre algo por primera vez. En este sentido, su voz no se deja perturbar por las modas que dictaminan el escenario académico y el literario, sino que responde a aquello que la conmociona, la toma por sorpresa y la arrastra hacia la búsqueda, la experimentación y el juego. Una voz que nunca abandona lo que de la infancia es la pérdida mayor cuando nos hacemos adultos: la capacidad de escuchar el mundo con oídos limpios, como si uno llegara a la escritura y a la lectura despojado, sin nada. Una voz que todavía espera que la literatura y la vida la sorprendan y que por eso, por esa capacidad de seguir leyendo “con los ojos extraviados”, nos colma los oídos con la intensidad que la anima y nos exige escuchar ese sonido inquietante que vibra en el grano del lenguaje.

CODA. –El animal es un modo del afecto. Mi amistad con Rafael es una cebra pequeña y solitaria que ama a Pasolini, los mapas, las ruinas, la fragilidad. También ama a la poesía y todas las noches la espera llegar mientras oye el rumor de los árboles del patio.

/Chicago, enero 2016/


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