Eugenio Montejo / Vasco Szinetar ©

Por MANUEL BORRÁS

No es mi intención tratar de contarles a ustedes quién fue Eugenio Montejo. Pero sí voy a tratar, aun muy someramente, de dilucidar cómo sigue estando o debería seguir siendo en todos nosotros. Es decir, el lugar que ocupa ya no solo en el ámbito de la poesía en nuestra lengua, sino también cómo debería perdurar en todos nosotros su ejemplaridad tanto íntima como pública, y más en esta encrucijada histórica. Eugenio era un poeta de cuerpo entero, pero también fue un ciudadano al que habría que imitar. Un hombre imbuido de un gran sentido de la responsabilidad cívica, de una rara integridad moral y de un muy alto compromiso ético con la sociedad en que le tocó vivir. No en vano sostengo que los buenos poetas hacen mejores a los ciudadanos. Claro, siempre que estos los quieran y cuiden. Una sociedad o un país que no ama a sus poetas es un país irremisiblemente enfermo. Y por lo que se ve, no es el caso de Venezuela y menos el de la ciudad natal de nuestro poeta, Valencia, a cuyas autoridades agradezco como amigo y como editor del poeta este merecido homenaje.

Nadie duda de la necesidad de tener amigos. Al amigo nos une una doble emoción: por un lado, la gratuidad del lazo amistoso, el cual, en tanto tal, puede romperse; pero, por el otro, su utilidad nos resulta acuciante e indisoluble, no solo como un bálsamo de nuestra soledad, sino, y sobre todo, en tanto vía abierta a la alteridad, a la humanidad despojada del dominio del ego que significa la pura existencia del amigo. En este sentido, no me cansaré de repetirlo, el amigo es aquel con quien nos aliamos para protegernos de nosotros mismos.

Yo tuve la suerte de compartir con Eugenio Montejo la amistad y la literatura. Me honró con su amistad y confianza. El casi centón de cartas que de él conservo, atesoradas a lo largo de unos treinta años de relación epistolar, dan buena prueba de ello. Confianza y amistad propiciaron que varios lustros después de iniciar nuestra correspondencia me convirtiese en su editor. Qué duda cabe ahora, con la perspectiva que nos ofrece el tiempo, que para mí supuso un honor el convertirme en el editor de varios de los libros de consumación de quien sin duda fue uno de los más altos poetas de nuestra lengua en la segunda mitad del siglo xx.

No siempre va unida la condición de gran hombre a la de gran poeta, pero en el caso de nuestro homenajeado ambas facetas se identifican con sobrado derecho. Seguro que no habrá nadie que haya tratado a Eugenio Montejo que me contradijese si afirmara que fue un espejo de caballerosidad y bonhomía en esa rara, por escasa, combinación, que solo se da entre los verdaderos, de humanidad y de cercanía a lo vivo.

No me cabe la menor duda de que otras muchas vidas, voces y obras convergieron en nuestro poeta para germinar en la muy genuina obra que nos brindó. A él se le pasó el testigo de una voz que venía de muy lejos y que finalmente acabó por reclamarle para sí.

Si una de las misiones de la literatura es impedirnos olvidar –siempre sostengo que edito aquello que no logro olvidar–, la poesía de Eugenio Montejo se nos reveló, entre otras cosas, para recordarnos que no solo existe lo natural, sino que tanto lo natural como la generosidad siempre nos sobreviven.

Todo poeta nos dice quiénes somos porque logra reactivar en nosotros la conciencia de creer en la dignidad de lo vivo y la importancia que adquiere lo real en un mundo que descree incluso de sí mismo. La poesía, en fin, como nos han enseñado poetas como Tomás Segovia, José Watanabe, Darío Jaramillo o el propio Montejo, se hace con la sustancia de la experiencia de la vida personal y bien concreta, no puede apoyarse en otra cosa sino en la vida que nos trasciende.

Una de las principales virtudes de la poesía de nuestro homenajeado radica en haber partido de la necesidad de que todo poeta vincule su poesía a la vida. Por lo general, como apuntó su amigo el poeta portugués Antonio Ramos Rosa, constatamos en el poeta venezolano “la insuperable nostalgia de una conciencia con los seres y las cosas del mundo”. El poema, en fin, para Montejo, necesita encontrar la vida, jamás sustituirla ni acallarla. O dicho con otras palabras: nos hace vivir en el poema lo que él vivió en la vida. No recrea una emoción, sino que la crea, le otorga vida desde el poema, pues sin sentimiento en poesía todo resulta bastante gratuito y superficial. El sentimiento, como señala Blas Coll, uno de sus inolvidables heterónimos, es la vocal, el plan, la consonante.

En el prólogo que Montejo preparó para la antología de Vicente Gerbasi, publicada por Pre-Textos, decía con palabras de un poeta brasileño por él muy valorado, Cassiano Ricardo, que en poesía “lo afectivo siempre es lo efectivo”. La poesía de nuestro muy añorado poeta da buena prueba de ello: emoción y eficacia, la vocal y la consonante, son sinónimos cooperantes en el seno de un poema, cuya efectividad en la recepción del lector depende precisamente de su equilibrada comunión, de esa aleación entre corazón y oficio. En suma, que en arte no es posible alcanzar naturalidad sin emoción.

Según eso, la única moral imputable a la escritura es aquella que ata al buen decir de la obra, a la palabra exacta, a la palabra acertada y precisa, que, en este caso, es siempre la más emocionante. El idioma, pues, se desliza sin obstáculos por un lenguaje casi despojado de experimentalismo y lleno de experiencia.

Nada más ajeno a la poesía de Eugenio Montejo que cualquier concesión a la retórica. Al contrario, hay en aquella una especie de esencialidad, de dicción mesurada y necesaria, que nombra a las cosas por derecho, es decir, como deben decirse. Para el poeta nombrar es dar vida y dar vida es incorporar los hechos y las cosas a la corriente vital. En realidad, lo que hizo fue asumir un compromiso de fidelidad con la cosa misma, un compromiso de realidad y certeza, como si fuera la palabra la que se dijera en el poema sin vagas mediaciones ni confusos intermediarios.

Es en ese gesto de lealtad con el mundo vivo donde Montejo fijó su concepto clave de terredad. El poeta lo explicó así:

“Aunque la invención de palabras no es de mi agrado y, por el contrario, prefiero las voces más simples y más antiguas” (la cursiva es mía), “he titulado este libro Terredad porque creo que sirve para definir con bastante proximidad la condición tan misteriosa de nuestros días en la tierra. Sobre su contenido nada quisiera añadir para dejar que los poemas hablen por sí mismos con lo poco que tengan de valor”.

Se trata como de un esfuerzo por inscribir el rumor de la naturaleza en el espacio del poema y, en tanto experiencia inmediata, definitiva y absoluta, hacerlo parte de nuestra definición terrena, como dijo mi amiga Esperanza López Parada. Para añadir que desde la condición de terredad se nos habla de una tierra mítica, sin rasgos exóticos ni localismos, una tierra y un trópico comunes y compartibles por todo el orbe. Es decir, la terredad, que otros usarían como elemento de definición regional, supone justo lo contrario, viene a ser el rasgo de universalidad que une al poeta americano con el resto, la condición de todo ser viviente.

Los poemas de Eugenio Montejo sin pretenderlo, solo acogiéndose a su obediencia a lo vivo perenne, cooperaron en transformar la vida, la vida falsa, en la verdadera vida de la que a menudo nos ausentamos por la tendencia que tenemos a abstraernos u obsesionarnos, anverso y reverso de una misma moneda. En fin, que el gran poeta que es en el presente continuo en que ya vive nuestro añorado amigo sigue ayudándonos a entender que sentir es la manera más profunda de comprender.

Él no pidió a la poesía más forma que la vida, “la vida como vino entre las horas del tiempo en que crecimos”. Es decir, en su palabra poética no cambia más forma que la que da la vida, y su poesía supuso siempre una incursión respetuosa en la realidad.

El espíritu de la poesía de nuestro poeta tiende naturalmente a mezclar las realidades opuestas, la presencia y la ausencia, la memoria y el olvido, la vida y la muerte. El puro reflejo de todo en algo que está también en nosotros.

Muchas gracias.

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Manuel Borrás Arana (Valencia, España, 1952). Licenciado en Filología moderna en la Universidad de Valencia, en las especialidades de alemán e inglés. Recientemente merecedor de la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes, es editor de la prestigiosa editorial española Pre-Textos, que a su vez acaba de recibir el Premio Nacional de Traducción de Italia.


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