Su papá le enseñó a pintar no con un pincel sino con un anzuelo. Frente al mar, en Guantánamo, sin historia ni espejo, pintar era sentir el peso de los colores en el calor; el cuerpo, no solo los ojos, como lugar de la percepción. La irrupción del pez en el azul marino, “las agallas encendidas como fósforos”, una aparición hechizante. El mar era también una tela (una acuarela vasta, transmutada) y en la memoria una iniciación. Aquella fiesta del paisaje fue una revelación de la pintura.

Esa iniciación se demostraría decisiva para Octavio Armand (1945). La naturaleza como materia germinativa, el pez súbito como una prefiguración de la imagen, la imagen como cifra del poema. Aprender a pintar era participar del paisaje, imantarlo, propiciar su mudanza creadora.

Desde Superficies (1980) hasta Estética invertebrada (2013) (1), la reflexión sobre la imagen es una constante en la obra de Armand. Imagen doble, si no triple: ocular, especular, oracular. La imagen es un ojo que es un espejo que devuelve enigmas. Al principio fueron el niño y su padre frente al mar.

En “Una lectura de la luz” (1981) Armand elaboraría una poética de la imagen a partir de Van Gogh. En Van Gogh –como el sembrador difuminado de uno de sus cuadros– Armand veía paradojas para los ojos: paraíso apocalíptico, esplendor a oscuras, organicidad intangible. También: tiempo extático. Ni simulacros ni ídolos: incandescencias terrestres. Vuelo de pájaros en la madrugada insomne, rostros irisados: metamorfosis. Si había una mímesis en Van Gogh, era la de la luminosidad misma: la luz como secreto, el color como epifanía. La imagen era entonces una visión y se podía –se debía– verla sin abrir los ojos. Una imposibilidad, advertía entonces Armand: aprender a ver a pesar de los ojos, ver con el cuerpo. El mundo arde y Van Gogh es su testigo.

Paradójicamente –decía Armand en aquel ensayo– la luz puede indiciar un deseo de invisibilidad. Es posible esconderse (o perderse) en ella tanto como en la oscuridad. Luz, tal vez, mercurial. Van Gogh se escondía –se perdía– en el amarillo de sus Girasoles, en el azul de su Noche estrellada, en el arcoíris de sus retratos (él mismo, a veces, era un rostro constelado). El deseo de invisibilidad es también un deseo de transfiguración. Transfiguración de la identidad y de la mirada: yo es un color. ¿No era también esa transfiguración una forma de goce y hasta de éxtasis?

Ya desde Superficies, Armand pensaba sobre esa invisibilidad y esa transfiguración. La relacionaba con la literatura y la historia política cubana. Manuel de Zequeira (1764-1846) desaparecía al ponerse un sombrero. Armand interpretaba aquella oquedad como una forma de otredad. Lo invisible soy yo. Una rima, una cita: con la locura, con el destierro, quizá incluso con Van Gogh. Una cita en el vacío. La imagen, para Armand, es también ese vacío.

La lección de pintura frente al mar de la infancia, el gótico paisajístico de Van Gogh, el sombrero de Zequeira: todos comparten el tema de la identidad como extrañeza y fuga. Son temas caros a Armand. Esta paradoja también marca sus reflexiones sobre la imagen: ver es no solo reconocer lo invisible sino hacerse invisible, borrarse. Jugar con el eco de los mitos. Ver con Tiresias, castigado con la ceguera por ver desnuda a una diosa, para luego ser recompensado con la videncia. Con Edipo que se arranca los ojos como castigo auto-infligido a sus delitos consanguíneos.

Para los griegos, “amigos de la luz”, la oscuridad era vista como amenaza y castigo, sí, pero también como la condición o la materia de un saber: era el Hades, ese infierno homérico, el lugar de las almas-fantasma; era la caverna platónica, alegoría del ilusorio destino humano; era la ceguera, saldo de la hybris trágica; eran “las emboscadas y paradojas, que son cretenses como el laberinto”; no menos importante, era la poesía que el filósofo veía como vehículo amenazante de la mentira.

Armand es un desterrado de la república filosófica (y no solo) pero tiene sus pasiones socráticas. La conciencia para él es también una apuesta. Solo no la deja sin duplicidad. Esa duplicidad impregna su escritura. Entre lo visible y lo invisible deambula la mirada. Colores, ideas, vidas: todo en Armand participa de este vagabundeo.

Si no hay conciencia sin sombra, tampoco hay profundidad sin espejo. Hay una sostenida, incisiva meditación sobre el espejo en Armand. No aquel que nos revela fielmente nuestra identidad sino nuestra fantasmagoría. “Espejo para perderse, como Alicia”, dice. El ojo es una falta y el espejo es una representación de esa falta, un hueco. Para entrar allí, como Alicia, lo mejor es cerrar los ojos. Pero hay Alicias y Alicias. O lo que es lo mismo: verdades y verdades. Sin espejo o con. Con sombra o sin. Como caricaturas o como descubrimientos. Castigo o don.

Ambigüedad, dramatización especular. En la sombra, Armand presencia un pugilato entre los denostadores del espejo y sus devotos o temedores. Séneca es un ejemplo predilecto de los primeros, Borges de los segundos. Si el autor de las Cartas a Lucilio abominaba de los espejos en favor de una mirada interior y de la amistad viva, el argentino llamaba hermano al espejo monstruoso que lo escrutaba sin que él pudiera devolverle la mirada. Pienso también en Guillermo Cabrera Infante. Después de lustros en Londres, despojado de su ciudadanía cubana, hostigado por los amigos transnacionales del castrismo, innombrable hasta en su condición de exiliado, decía verse en un espejo que reflejaba un vacío. Fantasma por ausencia y también por disidencia, Cabrera Infante había pasado a ser alguien para quien toda visibilidad (esencia, existencia y cuerpo con conciencia, según sus palabras) le estaba negada. El espejo del exilio reflejaba una muerte política para transformarla en una muerte simbólica. El espejo era un testigo.

Armand –nada ajeno al tartamudeo laberíntico de Bustrófedon, el prodigioso prestidigitador verbal de Tres tristes tigres (1967)– ha incorporado ese desafío y esa borradura a sus poemas y ensayos. También para él el espejo es un hueco, un vacío interrogante. Pero en ese vacío –que es una página, un territorio, una subjetividad– caben fantasmas, dioses, leprosos, locos, poetas, médicos renacentistas, cartógrafos, monstruos, exiliados. No ver para creer sino para caer. La imagen como espejo, sí, pero el espejo como acertijo.

Así como en Cabrera Infante la memoria operó como una musa transfiguradora y proclive a la carcajada, en Armand la herida del exilio se convirtió (es el título de uno de sus libros de poesía) en son de ausencia y en don de metamorfosis. En ambos escritores, la pérdida del lugar de origen ha implicado una crisis –una radical extrañeza– del lenguaje. Más cerca de Proteo que de Mnemosyne, escribir para Armand quiere decir transformación. Para ser otros como en el teatro o para ser nadie como Odiseo; para transmutarse en oro como los chamanes americanos o en mosca de urinario como en Rimbaud. Porque aquí no hay solo transformaciones enaltecedoras. También hay deformaciones, regresiones, degradaciones. Hay vértigo, historia latinoamericana.

En El aliento del dragón (2005) Armand exploró el centro mismo de esas analogías morfológicas. En el espejo –escindiéndolo, diseccionándolo, interrogándolo– ahora aparecía un bisturí. En la relación entre arte y medicina, Armand vio una forma fundacional de la relación occidental con el cuerpo. Antes que los poetas, novelistas, pintores y filósofos del Renacimiento, el cuerpo fue descubierto –quizá incluso inventado– por los anatomistas. La anatomía europea era a la vez arte y ciencia. Hubo teatros de anatomía (operativos desde el siglo XV) y también retratos minuciosos de sus protagonistas: los cadáveres. El cuerpo era una profundidad, no una superficie opaca. Otro laberinto. No sin desmembramientos, cicatrices. Lo que en Europa fue un espectáculo del conocimiento y un translúcido latido, en América demasiadas veces se manifestó como carnicería y ladrido. Es imposible negar –dice en “El corazón como espectáculo” (1989)– que aquí la historia se manifestó como disección. Nuestras pequeñas historias patrias están –o deberían estar, si las redactase Homero– llenas de moscas. Cómo zumban.

La visión anatómica, concentrada en el cuerpo y sus funciones, se expandió a otras disciplinas. El arte renacentista creó los cimientos de una estética visceral. Fascinados por el cadáver y la putrefacción, por lo que revelaban paradójicamente de la vida, los artistas y escritores se disfrazarán de cirujanos. Rembrandt y Leonardo asimismo exploran entrañas, secretos orgánicos. El ojo es una víscera y el pincel un bisturí. La imagen misma se hace orgánica, corpórea. En los retratos, la mirada se abisma: se hace adivinanza.

Si en El aliento del dragón se detuvo en la iconografía renacentista del cadáver y su fortuna posterior en el arte occidental, en “La firma de Holbein” (1989) Armand examina el papel de la calavera. Se trata de una variación sobre Los embajadores (1533, Fig. 1) vistosa afirmación de poder ensombrecida por una convidada soberana y burlona. En la calavera de Holbein está cifrada no solo una remembranza del tiempo sino una dádiva de la imagen: tanto los embajadores de Holbein como la calavera le devuelven la mirada a un espectador confundido por y en lo que ve. La mirada frontal y la mirada oblicua capturan imágenes diferentes. Esa confusión es una confirmación. Las figuras del poder son fantasmas impuestos. El poder, una mascarada. La muerte también se disfraza. La calavera ríe. En el Blanco sobre blanco (1918) de Malevich –espejeante y descarnado a la vez– se sigue adivinando esa risa.

En el siglo XX el lenguaje también sería diseccionado como un cadáver. O lo que es lo mismo: como una imagen del cuerpo, como la fuente de la representación. El horror ante el sacrilegio se repetiría. La mesa del analista es una mesa de disección. No sin sorprendentes encuentros. La mirada en profundidad operada en el lenguaje descubrió otras funciones, enigmas, fulgores. La irreverencia del análisis sirvió de acicate para insuflar vida a la palabra. No bastaba con descifrar jeroglíficos: había que crearlos. Contra la descomposición, la momificación y la fosilización del lenguaje: composición, exorcismo verbal, bufonada patafísica. La página en blanco –escribió en el prólogo a Contra la página (2015)– no es el punto de partida sino la meta.

Merodeando por los ensayos de Armand sobre la imagen, he imaginado esa página como un espejo transparente. Esa superficie es también un rompecabezas y una soberanía extraterritorial. Señala un apetito de presencia. Armand es un nómada y un acróbata en ese espacio sin tierra pero con aire, espuma diáfana: mar hospitalario, recomenzado. Tanto como la luz y la sombra –escucho o invento la voz en off de Armand– el aire nos transforma. La poesía –que es la pintura por otros medios– no como stendhaliana promesa de felicidad sino como nacimiento.

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Notas

(1) Octavio Armand. Contra la página. México: Calygramma, 2015.

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Imágenes

Fig. 1. Hans Holbein. Los embajadores. National Gallery, Londres.


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