En el vientre mismo del adjetivo, y contradiciendo sus intenciones abisales, emerge el yo de Sumergida, primer libro de Valenthina Fuentes Meleán. El adjetivo plantea con mucho tacto el tema del género femenino, que en el caso de la poeta caraqueña va asociado indisolublemente al oficio de la creación y para ser más específicos a los conflictos de la palabra y su innata capacidad para crear mundos y para replantearse las nociones de identidad lingüística. Un epígrafe de Olga Orozco elegido por Valenthina direcciona esa búsqueda y define de una buena vez las motivaciones de este libro. Se trata del acto de nombrar y de las potencialidades y limitaciones de la lengua y del aparato fonador que hace posible el lenguaje articulado. En otras palabras, el idioma español y la boca que pronuncia ese discurso que pasa por el tamiz y el barniz de la creación poética.

Valenthina Fuentes (1985) es licenciada en Artes, egresada de la Universidad Central de Venezuela. Sumergida mereció la XIX Edición del Premio Nacional de Poesía Fernando Paz Castillo 2012. Recientemente acaba de recibir un nuevo galardón: su libro Kerosén obtuvo el primer lugar en el Premio Bienal de Literatura Eugenio Montejo (mención poesía, 2017). De manera que su obra poética se ha visibilizado gracias a certámenes literarios.

Sumergida (Celarg, 2012) es la travesía del propio decir poético en un mundo posiblemente arcaico, prehistórico, en el cual el tartamudeo empieza a tener sentido para la comunidad primitiva, pasando del uso utilitario, exclusivamente comunicativo, al uso artístico de las palabras, sin otro afán que la degustación o el mero placer sonoro. Esto también implica un carácter evolutivo, pues el sonido articulado y dotado de sentido cobra un doble valor ya definitivamente afianzado en la historia humana: se comunica no solo para relaciones vitales inmediatas, sino como un síntoma de diferenciación respecto a las otras especias mamíferas. Valenthina dice, entonces, en el mismo primer poema: “Pues no teníamos casa / tanteábamos una morada en la brisa”. En ese mundo planteado por la poeta “las paredes son de viento y luz”, entonces se requiere de manera urgente que las grafías no sigan perdiéndose, que aparezca un guardián, alguien que sea capaz de preservar lo dicho mediante maniobras mnemotécnicas. Si se salva y se resguarda lo dicho en la espontaneidad oral, nos estaríamos salvando nosotros mismos. En ese proceso de aprendizaje, los hablantes en formación empiezan a tener consciencia discursiva. Ellos, por ahora, no se dan la cara: están espalda con espalda en un teatro sin luces, antediluviano, en un tiempo de eclosiones intelectuales. Nadie habla, o todavía no sabe hablar, pues están “bajo el ramaje de noche / desnudos”.

En vano la autora intenta poner orden en las cuatro partes que conforman este libro: “Ruegos”, “Personae”, “Corpóreo” y “Sumergida”. Todo parece unirse o dejarse llevar por esa corriente que poco a poco deja de serlo para convertirse en deslave, en avalancha –abalanza– de palabras que un solo cuerpo, mínimo cuerpo, intenta organizar y así domar un mundo nombrado. La corriente de palabras con su evidente movimiento de olas y erotismo pasa por el cuerpo de quien nombra o intenta nombrar; se apodera de él –de ella– y la humedad del verbo acorrala y obliga a intentar decir de otro modo, incluso en medio de la inmersión; aunque esté sumergida, colmada, llena, con el agua al cuello, con el verbo al cuello, la voz tiene la imperativa necesidad, está obligada, mejor dicho, a decir por encima de todo y de todos. Esa es su función. Su obligación. Estando sumergida, la poeta, quien habla en estos poemas, puede ver extrañas especies marinas, el movimiento de los peces abismales, peces horrendos para estos ojos amansados, peces luminiscentes, amos de un territorio de tinieblas, que aparecen y luego desaparecen en esa enorme tela de espeso mar incorruptible e inexplorado. La poeta transita “un duelo de aguas”.

Presenciamos un acto paulatino de transformación, de transfiguración de la voz poética. Algo empieza a hablar con forma definida y termina gesticulando en otro cuerpo, con otras motivaciones (de arriba hacia abajo, invertidamente, como en el poema que cierra este libro). Pienso en Scarlett Johansson interpretando a Lucy, la intuitiva mujer que, obligada y convertida en narco-mula por mafiosos taiwaneses, desarrolla increíblemente sus potencialidades cognitivas, tan asombrosamente, que su cuerpo se ve sometido a cambios celulares, los cuales acarrean un final inesperado, una transformación total, un cambio de cuerpo; Lucy, luego de ese cambio generado por la droga, deja de estar en un solo cuerpo de mujer caucásica para residir en todos los soportes digitales de la Tierra (“disolver la osamenta / la desnudez lamida por el tiempo”).

En Sumergida no interviene un “yo” solamente; este mismo yo es asistido por un  (varios túes, y no uno) que lo auxilia; casi siempre es una presencia sin nombre; en otras, se le cita como el urdidor. Es un trabajo en el cual interviene cierta pedagogía existencial, lingüística y amorosa. Ese  que enseña al yo el viejo arte de nombrar, de la “palabra inexacta” al “manojo de palabras correctas”. Trueque verbal, cambalache verbal. Se trata de un cortejo, desde luego, un cortejo que busca la mutua y correspondida complicidad. Valenthina indaga los rostros con cuchillo en mano; pliegue a pliegue descubre la imposibilidad, la decepción; el rostro es, ahora, casi al final del libro, máscara, antifaz, careta que encubre otras identidades y exige enmendar daños: es la historia, también, de un reclamo. Es el mismo rostro que ha estado hablando desde el principio, el rostro del yo; ese yo registra y hace un inventario del dolor nombrado y del daño innombrado. Ese yo que se convierte en carnicero, que “troceaba lo invisible”. La confrontación, aunque apremiante en ocasiones, plantea un juego en el que los protagonistas adquieren identidades de acusados y acusadores, de víctimas y victimarios.

Sumergida plantea el contrapunto de dos voces, que parten de la invención o descubrimiento de las capacidades enunciadas. Valenthina, empleando un estilo evidentemente alegórico, y en casos muy concretos, apelando a una fugaz autobiografía, se empeña en darle forma articulada a una misma constante: la adquisición del lenguaje; o para ser más exactos, a una versión propia, personal, de esos procesos. Para ello apela al recurso de la imaginación, a su propio cuerpo, a sus palpitaciones, a sus emociones, y no solo al discurrir semiótico. Sumergida es un encomiable primer paso; a pesar de algunas frases prescindibles –ecos no muy bien asimilados, frágiles y conocidas menciones– Valenthina aparece, reaparece. Dice sí.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!