La poesía, la resurrección de nuestra carne, posee una existencia noblemente tiránica cuando se instaura con certeza.

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Así, la poesía, como cualquier otra realidad, se hace vida desentrañada, libre de los estados de ánimo que, durante años le pesaron como accidentes. Así, el creador, a través de una disciplina se hace acreedor a una realidad hecha tan solo de palabras pero que tiene tanta concreción como una planta, un animal o una veta. El hombre, al construirse, al no abandonarse, auspicia el nacimiento de bellas realidades; llega a merecerlas y a poseerlas. Una conducta, sin quedarse en mera conducta expresada, conduce a una nueva estética. Y sin que el hombre llegue a perder su afán, este empieza a latir en el fondo de una poética unidad, de sazón trascendida por un profundo y cósmico deleite.

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El poema constata, es una certidumbre, revela una libertad de relaciones, una comunicación entre seres y cosas, es un acto de fe, una palabra idéntica a su hecho.

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Mientras un poema instaura un nuevo hallazgo, el cuento solo dice tesoro, y se queda todo pálido y trémulo. El cuentecillo no tiene conciencia de su pánico, está menos curado de espantos. En el poema actual, contemporáneo, hay un claro reconocimiento de la fragilidad y ya no hay casi azar sino la constante de la revelación, el oficio de vivir siendo expuesto. El poema construye; el cuento avizora o inventa. Es una evasión, una ilusión, y por lo mismo, es un refugio; huele a hogar y a chimenea aldeana, a medida que la poesía, que ya no es un lugar íntimo, sino un abierto espacio, se hace horizonte o intemperie.

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Si para el poema el descubrimiento viene ya custodiado por un celo o conocimiento de asechanza, si en el poema todo se encamina, defendiéndose, cuando se añora no hay preparativos. Se está a merced de lo providencial. Todo poeta, desde luego, contiene ese germen de lo añejo o de lo reminiscente, pero de una manera abarcante. Lo pasado es un aspecto auxiliar, aunque muy jugoso, para el poema. En el poema, sin sucesos, todos los tiempos van unidos. Lo que rige es la línea de enlace, la desaparición de todo instante desligado y libérrimo. Detenerse en una etapa dada, por más deslumbrante que parezca, sería impedir el logro más total.

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El poeta no es un hombre que se cura de ningún pánico con versos. La poesía no es una panacea psicológica, aunque lo pueda ser indirectamente en muchos casos. La poesía verdadera, la de cualquier hombre y cualquier época, no conservó nada que fuese culpable de existir de impulsiva y morosa individualidad. Ni en los románticos. Cuando es poesía y no simple documento histórico, transforma lo menudo, salva lo circunstancial, trasciende lo que puede ser pasado, eterniza, redime.

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El poeta recibe el poder de la renovación en el sentimiento metafórico.

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La poesía ha sido siempre el hincapié de esas relaciones, el acento puesto sobre esa realidad de los vínculos y no su información o su análisis. Un poeta dice que un roble está desamparado porque actúa en actitud de amor y no en postura pedagógica que, aunque no sea menos amorosa, es enteramente diferente en su carácter.

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El poeta contemporáneo sabe de la unidad. La mira hasta en lo que, aparentemente, está vacío. Y por eso, también con sosiego, con pulcritud y exactitud, puede medir cuáles son las palabras que expresarán esa verdad. Y canta.

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El verdadero artista es aquel que permite que emane todo su arcano y cálido interior. Y casi siempre, cuando lo interno afluye sin tropiezos, libremente, sin cálculos ni trabas, irrumpen lo humano y lo inaudito. Lo que se conoce pero a la vez lo que se ignora, aquello que se ofrenda como hecho de línea o de color y aquello que se cierra aunque se ve, aunque nadie haya podido averiguar aún cómo le es posible donarse.

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Precisamente, lo que permite al hombre ser más hombre es su ansiedad de ver luz imposible, su mística, salvaje, casi irracional esperanza.

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El poeta es aquel que dice lo que nunca se ha dicho, evidencia la gracia y el garbo de la vida, que descubre la fisonomía de lo que se manifiesta en torno nuestro. De esta manera, la poesía se convierte en el conocimiento más total de lo cósmico.

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Todo poeta, todo pensador también, cumple sobre la tierra su misión fervorosa y fecunda si es consecuente y fiel consigo mismo. Todo poeta, todo soñador, todo pensante, realiza en este nuestro mundo, la pacificación, mejor aún la purificación dentro del vértigo sentimentaloide.

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Solo aquel que entrevé, aunque sea una vez, la milagrosa luz, puede luego volver a su penumbra con pecho pleno y soledad colmada. Solo quien presintió sus soles inasibles, puede luego tener intensa sed y morder dulcemente una naranja.


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