Nacida en Puerto La Cruz, en 1987, es poeta y narradora. Tesista de la escuela de Filosofía de la UCV. Ha publicado un libro de poesía, El animal intacto, y tres de cuentos: Cállate poco a poco, El bosque de los abedules y Plegarias para un zorro. Ganadora del Concurso de Autores Inéditos de Monte Ávila Editores y del concurso de la editorial Equinoccio de la Universidad Simón Bolívar. En 2004 ganó en España el VII Premio Literario Cuento Contigo: Nuevas voces jóvenes de Casa de América.

“No terminaba de entender nada”. El mundo familiar se le hizo imposible por mucho tiempo. En la casa adonde llegó con un año de edad, que es la misma que hoy la cobija, ocurrieron episodios hostiles, dolorosos, que por mucho tiempo estuvieron fuera del rango de comprensión de una niña.

Fue en Sierra Maestra, un populoso sector de Puerto La Cruz, donde se recuerda sumergida en un constante diálogo con ella misma. Se preguntaba una y otra vez por qué ella y sus dos hermanas debían crecer de forma distinta. Afuera, en la calle, otros pequeños de la cuadra cumplían rutinas de juego que sus padres les tenían vedadas.

“Yo sentía que vivía en una jaula. Todo me daba miedo. Todo me resultaba muy estresante. Intuía que no estaba en el lugar correcto. No comprendía por qué éramos tan distintos, por ejemplo, a mis primos o a mis tíos. No entendía por qué mis padres no terminaban de encajar el uno con el otro”.

Asume que la adultez, lentamente, le dio luces para entender que no podía honrar el pasado familiar, que había un origen y un lugar a los que no se podía regresar. Escenas de violencia, hijos abandonados, mujeres abusadas. “Mis padres vienen de familias sin estructura. Eran muy humildes. Un desastre de lado y lado”.

La libertad de jugar, de expresarse, de interactuar con los demás, no le estaba dada. “La libertad era un concepto extraño”. Enza García Arreaza solía sentir que maestros y compañeros veían con ojeriza el hecho de que su papá regentara una venta de lotería.

Ya grande comprendería que esa etapa, llena de hostilidad desde distintos frentes, le estaba curtiendo la piel. Sería de provecho para construir su mundo literario: escritos y títulos publicados que ya han sido reconocidos dentro y fuera del país. No le interesa tanto la crítica especializada como los lectores.

Primer tablero narrativo

“Jugaba mucho con legos, barbies, muñecos. Jugaba sola. Buscaba apartarme, aislarme. Mi primer tablero narrativo fueron los muñecos. Yo construía historias y duraba días alimentándolas. Eso nunca se me olvidó. Cuando dejé de jugar, sentí nostalgia. Tenía entre doce y trece años”.

Sus hermanas eran mayores. La primera le llevaba doce años; la segunda, diez. “La mayor era más maternal conmigo, más dulce. Con la segunda casi siempre me reñía. Hoy es casi mi mejor amiga”.

Pero el juego se intensificó por un episodio que hoy considera como una señal reveladora de su oficio. “Tenía unos seis años cuando me di cuenta de la muerte. Fue una situación extrema con mi mamá. Para una niña no era fácil entender sus problemas emocionales, sus crisis de nervios. Un día tuvo una muy fuerte. Se volvió como loca, tiró todo al piso. Yo me aterroricé. Ella cayó al suelo. Me dije: ‘Se va a morir’. Me acerqué llorando y le susurré: ‘Mamá, no te mueras’. Tengo la certeza de que esa frase me convirtió en escritora. Por primera vez, sentí pánico. A partir de entonces, definitivamente, yo ya no sería la misma. Pasaba más tiempo jugando. Porque jugar era una forma de no estar allí, de escapar”.

“Es natural que los niños jueguen con personajes imaginarios, pero en mi caso ya se gestaba un futuro oficio. Con las piezas del lego, yo armaba personajes. Animales, monstruos, naves espaciales. Los creaba y les daba personalidad. Tenían carácter”.

Lecturas infantiles

A través de los libros de su aprendizaje escolar, Enza tuvo sus primeros contactos con la literatura. Halló fragmentos de cuentos y poemas. Describe su ingenua apreciación infantil ante la poesía, que era premonitoria de lo que sería su más preciada forma de cultivar las letras.

“Yo decía: ‘Qué simpático escriben esto. ¿Cómo hacen para que suene así?’. Me estaba refiriendo a la rima. No sabía que se llamaba así, pero me divertía. Recuerdo que ya reconocía los poemas de Andrés Eloy Blanco y Aquiles Nazoa. Era importante saber los nombres de los que escribían porque eso no lo hacía cualquiera”.

“A mi papá le gustaban los libritos de autoayuda. Yo me interesaba, los leía y los discutíamos. En ese entonces, yo quería ser veterinaria. Luego pasé muchos años queriendo ser astrónoma. Guardaba cualquier artículo de periódico que tuviera que ver con el tema, con la Nasa, con los extraterrestres. Era fanática de la serie Los expedientes secretos”.

“Mi papá me ponía trampas para que leyera la Biblia: ‘Léete esta parte y me la explicas’. En ese entonces, él quería creer en Dios. Y aunque fueron impuestas, yo le agradezco que me haya acercado a la lectura del Viejo Testamento, que es un tremendo libro. No me interesaba tanto lo relativo a Jesús como el Viejo Testamento. Entonces, como premio, me compraba una revista de mascotas o de astronomía. Y leía mucho periódico: recortaba artículos y los guardaba”.

Del contacto con textos de astronomía, conoció los nombres de los planetas, y por esa vía llegó a la mitología griega. Luego le cautivó el psicoanálisis, y finalmente la filosofía. “Mi papá no lo sabía pero, sin proponérselo, estaba propiciando mi vocación futura. Me acercó a ese mundo y me motivó a la lectura. Fue un tutor que trataba de aprender conmigo”.

“Con mi mamá fue distinto. Ella estaba opuesta a ese acercamiento que mi papá propiciaba con los libros. La relación con ella siempre fue muy delicada. Ella detestaba verme leer, verme dibujar. Y hasta me hacía sentir fea. Una vez, cuando yo tenía diecisiete años, tuvimos una pelea fuerte. Yo todavía no me había ganado mi primer premio, pero le dije: ‘Tú vas a ver que yo sí voy a ser escritora. Y cuando lo sea, te voy a dar las gracias por todo lo mala que has sido conmigo’. En otra de las discusiones, me dijo que no le importaba lo que yo escribiera, que no me leería nunca porque tenía cosas más importantes que hacer. Hoy es distinto. Con la adultez entendí que mi mamá había sido víctima de maltrato. Ella fue una niña inocente que debieron proteger y nadie lo hizo. Los años que han pasado allanaron las diferencias”.

La decisión

“Para mí la decisión de escribir fue muy complicada, al igual que la decisión de estudiar Filosofía. Incluso mi papá se sintió un poco confundido cuando dije que quería estudiar esa carrera. Me dijeron: ‘¿De qué vas a vivir? Tú no te vas a Caracas. Tú vas a estudiar Comunicación Social aquí’”.

“Mi papá pensaba que solo era una afición de niña. No me creía cuando yo le decía que quería ser escritora. Incluso dudaba de que los textos que le daba a leer fuesen realmente míos. Creo que nada te prepara para asumir el mundo cuando tu papá duda de ti. Yo me molestaba, pero fue bueno enfrentarme a sus dudas, a su incredulidad”.

“Ya yo había empezado a escribir, pero no era consciente de la escritura. No entendía muy bien lo que estaba haciendo. Me gustaba escribir poemas. En primaria, cuando me mandaban la tarea habitual de copiar veinte líneas, yo no lo hacía sino que inventaba lo que escribía. Una de mis maestras fue muy amable porque me motivaba a hacerlo. Siempre me fastidiaban las tareas. Siempre he tenido problemas con la escolaridad. En quinto año tuve que repetir. Y en la universidad, aunque estudié Filosofía, que era lo que más quería, no era la alumna más sobresaliente. Tuve que ver dos veces un seminario sobre Aristóteles, porque lo reprobé. La segunda vez lo pasé con dieciséis puntos”.

Y entonces vino la crisis, porque sus padres se opusieron a lo que una adolescente de dieciséis años quería estudiar. “Estaba en quinto año de bachillerato. Bajé las calificaciones. Claro, nunca fui buena en Matemáticas. Y llegaron los castigos, que fueron horribles: mi papá me quitó mis discos preferidos. Yo había comenzado a escuchar música académica a los doce años. Solo me los devolvería si superaba las malas notas. Yo lloraba y me consolaba tratando de recordar las melodías: Beethoven, Tchaikovsky, Mahler”.

A estos gustos tan particulares, atribuye el hecho de que no tenía amigos en el colegio. “Se burlaban de mí. Me sentía fea. Ningún niño que me gustara me prestaba atención. Incluso algunos dudaban de mi sexualidad; me tildaban de lesbiana. Todo eso me producía miedo. En un tiempo tuve una amiga que tocaba en la Orquesta Sinfónica de Anzoátegui. Al menos con ella podía hablar de música, pero tampoco era fácil. Ella era evangélica y yo leía a Nietzsche. Yo decía que era atea. Pese a las dificultades, fui ganando perspectivas, que luego me sirvieron para escribir. También gané mucho dolor, porque uno debe cuestionarse todo el tiempo. Para sobrevivir, tienes que ceder y negociar”.

Entre las tareas del liceo, estaban las lecturas que le interesaban a la futura escritora. Aparecieron Jorge Luis Borges y Julio Cortázar, entre otros. “Cuando leí a Cortázar fue fantástico, porque en algún momento me dije: ‘Yo quiero ser filósofa’. Recuerdo que en un manual de Historia Universal había un fragmento de Elogio de la locura, de Erasmo, que me encantaba. Empecé a leer sobre filósofos, y justamente en esa materia de Historia Universal tuve que exponer sobre Thomas Hobbes. Obtuve la más alta calificación”.

“Mi profesor de Psicología me adoraba, pero cuando nos tomamos confianza tuvimos diferencias políticas. En general, mi adolescencia fue horrible, aunque ser mujer te ayuda a la supervivencia. Estar vivo implica una serie de complicaciones. Todos somos iguales y a la vez no. Es decir, nos pueden pasar las mismas cosas, la historia puede repetirse, pero cada quien la vive a su manera. Los mismos estímulos pueden causar terror o maravillas”.

La literatura fue su salvavidas. Disfrutaba el tiempo que dedicaba a sumergirse en las letras de otros. “Comencé por leer a los autores venezolanos. Recuerdo especialmente a Francisco Massiani. Por internet buscaba todo lo que quería. Iba a un centro de conexiones y en un disquette grababa todo lo que se me ocurriera. Bajaba escritos de los latinoamericanos: Juan Carlos Onetti, Gabriel García Márquez, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa. Con las obras que trataban realidades políticas no me conectaba tanto porque aún no conocía el resto del continente”.

Devoraba los libros muy rápido y hasta una travesura cometió contra el patrimonio de la biblioteca escolar. “Me encargaron llevarle algo a la bibliotecaria y no estaba allí. Así que, mientras esperaba, me robé uno de los tres ejemplares de El Principito. Me lo llevé, lo leí y lloré mucho. Fue la primera vez que lloré con un libro, como si hubiese sido algo personal. No entendía esa emoción”.

El premio definitivo

“Pasé mucho tiempo sin hablarle a mi papá, porque seguía muy molesto. Quien era más cercano a mí me dejó sola. Él no quiso verlo venir, pero era evidente que yo enfrentaba serios problemas. Mi mamá se refugiaba en el juego, en el bingo. Y yo no tenía amigos. Para colmo, me gustaba alguien que era mayor que yo. En un momento de extrema soledad, me tomé dos cajas de un antidepresivo. Fue un desastre. ‘¿Y por qué la niña intentó matarse?’. Yo tenía diecisiete años. Mi papá reaccionó y se sintió culpable; mi mamá no sabía qué hacer. Por el miedo, mi papá se desvivía por atenderme. Todos los días me traía un chocolate, unos colores para pintar. Y me decían ‘pobrecita’. Lo que me hacía sentirme peor”.

“Por esos días, había visto la convocatoria de un concurso para jóvenes escritores de Casa de América. Primero lo descarté, pero luego me decidí. Ya estaba recuperándome de la crisis. Incluso la psiquiatra me aconsejó que mandara un cuento. Y lo hice. Me entusiasmaba la posibilidad de viajar a España a recibirlo. Llegó la fecha del veredicto y no hubo anuncios. Pensé que no había ganado”.

Comenzó a cuestionarse nuevamente, a alimentar la depresión que no la abandonaba del todo. “Estaba muy preocupada por haber reprobado quinto año y me preguntaba cuándo me iba a graduar. Me decía a mí misma: ‘Nadie te quiere, nadie te va a amar nunca’”.

“La escritura era terapéutica, pero escribía poco en esos momentos. A decir verdad, escribir nunca me ha salvado de nada. Con la literatura puedo hundirme mejor. Y puedo hacer de eso un espectáculo”.

“En diciembre de 2004 me telefoneó Gustavo Martín Garzo, un destacado escritor español. Era el presidente del jurado. Me puse en blanco, me dolió la cabeza, me dieron ganas de reír. Balbuceé algo: ‘No puede ser’. Me leyó el veredicto: un texto muy bello. Era la ganadora. Luego me dijo: ‘Felicidades. Te van a escribir para que vengas a los actos de Madrid. Yo quiero que usted sepa que es una escritora, que la considero mi colega’. Era extraordinario que esto me estuviera pasando a mí: una niña de diecisiete años que poco antes quería morirse. Ni mi papá, ni mi mamá, ni mi hermana se lo podían creer. En el momento de la llamada, mi papá estaba dormido. Se despertó, se puso a llorar. Y me dijo: ‘Te voy a decir la verdad. No creí que fueras a ganar. Perdóname por no haberte creído’”.

Enza se decía: “¿Y ahora quién me va a decir que no puedo?”. Su cuento se llamaba “La parte que le tocó a Caleb”, y ganaba la séptima edición del Premio. Se publicó en el conjunto Cuento contigo: Nuevas voces jóvenes, de Casa de América. Su vida daba un giro para bien.

“Mis padres accedieron a que tramitara mi ingreso a la escuela de Filosofía de la UCV, pero no pude entrar en el primer intento. Presenté la prueba interna para Filosofía. Mientras tanto, ya me había puesto en contacto con gente de Caracas ligada a las letras. El escritor Héctor Torres fue el primero que escribió sobre el premio. Me invitó a publicar en el portal Ficción Breve. Victoria de Stefano me contactó y me dijo que el cuento le había gustado mucho. Me explicó que yo podía ingresar a la universidad si reunía algunos reconocimientos. Fue así que me aceptaron en 2006”.

“Fue muy contrastante. Nunca me habían dejado salir sola a la calle y, de pronto, estaba viviendo sin mi familia en Caracas. Me tocó vivir en una residencia con una casera que me hizo la vida imposible. También me afectó enfrentarme a una clase de Historia de la Filosofía. El primer tema era los presocráticos. Fue muy rudo. Me di cuenta de que yo no sabía escribir, no sabía leer. Comprendí que el bachillerato había sido un desastre”.

“Me costó ejercitarme en el ensayo, porque era un género distinto a la escritura de ficción, que era la que yo dominaba. En las primeras evaluaciones, salía muy mal porque mi método para escribir no era el adecuado. Uno de mis profesores me lo puntualizaba: ‘Obviamente te gusta escribir con metáforas, pero no estás argumentando’. Poco a poco, me fui superando”.

En paralelo a sus primeros meses en la universidad, comenzó a tener contacto con gente de letras, con escritores notables. “Conocí a Victoria de Stefano y a Eugenio Montejo. Montejo me sugirió que firmara con los dos apellidos, porque tenían mayor sonoridad. Había leído sus poemas y lo amaba. Y me parecía extraordinario que lo tuviera enfrente, que me hablara con sencillez. También tuve un contacto personal con Francisco Massiani. Iba a los bautizos de libros. En la escuela de Letras me reconocían. Todo esto me hizo crecer rápido, en muchos sentidos. Y eso lo agradezco. Pero los brotes de debilidad, fragilidad o confusión seguían allí”.

“De pronto, estaba siendo observada; era medianamente reconocida. Y tenía la presión de lo próximo que debía hacer. ¿Cuándo iba a sacar un libro? Comencé a retrabajar esos relatos que traía desde mi adolescencia, y que esencialmente conformaron el libro Cállate poco a poco. Todo primer libro es siempre ingenuo, inacabado. Terminé detestando el mío: está mal escrito”.

“Para algunos yo era como una cosa rara. Unos me trataban como una pequeña mascota, porque era muy joven. Otros se sintieron como Pigmalión. Todos querían formarme, todos querían participar del espectáculo de la niña provinciana. Eso me irritaba mucho, porque no sabía cómo manejarlo. De todo esto aprendí que no podía permitir que nadie me formara. Por más frágil que me sintiera, no podía depender de nadie”.

Las influencias

Enza lee más poesía que otro género. Afirma que le debe mucho a los poetas venezolanos. Apela a su memoria para enumerar las firmas que la han influenciado, sabiendo que hay nombres que se le escapan: Eugenio Montejo, Ida Gramcko, Samuel Villegas, Lydda Franco Farías, María Auxiliadora Álvarez, Patricia Guzmán y Leonardo González Alcalá.

“Nuestros poetas hacen grande a este país. Me da rabia que la gente no lo asuma, no lo entienda. A mí la lectura de poesía me ha rescatado de cosas horribles. Y en términos de aprendizaje me ha llevado a tomarme el oficio con mayor responsabilidad”.

A Miguel Gomes, catedrático, investigador y ensayista, le agradece su rigurosidad académica a la hora de revisar sus textos, de darle orientaciones y de prologar sus obras. Asegura que él no le va a mentir ni va a ser complaciente a la hora de escudriñarlas.

“Sobre mis referentes internacionales, hay tres nombres fundamentales. Mi escritor favorito es Orhan Pamuk. Es mi alma gemela, pero él no lo sabe. No nos parecemos en nada. Él es grande, y yo muy pequeña. Mi gato se llama como él. En prosa, le debo más a Pamuk por sostenerme más humana que literariamente”.

“El segundo autor es Vladimir Nabokov, pero no por Lolita. Más bien por otras obras como Pálido fuego, que es celestial. Y el tercer nombre sería Joseph Brodsky, cuyos ensayos me gustan más que sus cuentos. También son claves para mí T.S. Eliot y William Blake”.

“Israel Centeno es otra de mis influencias literarias, pero en reverso. Es decir, escribimos de la misma manera, y jamás lo había leído antes. Ninguno conocía la obra del otro. Hay similitudes como la presencia del lobo, el bosque, es algo ligeramente gótico, los fantasmas”.

Absurdos y sensatos

“Mis personajes están dañados, están confundidos. Para mí, mi obra comienza con El bosque de los abedules. Allí entro en mis temas, en mis obsesiones: la incomunicación, la infelicidad, la desesperanza, el mundo sobrenatural. Y cuando digo sobrenatural, no me refiero a mundos paralelos, sino más bien a una idea de Jung: la proyección de lo que es más real en ti. Uno crea mundos absurdos, pero que a veces son más reales y sensatos que los que vivimos. Ya en Plegarias para un zorro desarrollo un asunto abiertamente fantástico, pero a la vez político. Abordo la situación del país, que es otra de mis obsesiones”.

“A mí me interesa la figura femenina, no tanto como víctima sino como victimaria. Creo que se nota, por ejemplo, en un relato como ‘El bonsái de Macarena’, donde la voz que narra es la de una asesina. No me gustan las mujeres débiles. Es decir, todos podemos ser débiles, y de hecho yo me siento débil, pero también somos capaces de cosas extraordinarias, tanto para lo maravilloso como para lo terrible. Mis mujeres hacen cosas crueles. En mis cuentos los hombres son las víctimas”.

“Siempre reflejo rasgos de mi vida personal en mis libros, pero leer la literatura de un autor solo en clave autobiográfica es un grave error, es absurdo. Mi oficio es triunfar mientras me hundo. Y triunfar es decir la verdad, es alcanzar la transparencia”.

“Mucho más que los premios, mucho más que un escritor de trayectoria te diga que escribes bien, es considerablemente gratificante que el lector común te lea, se identifique con tus libros. Puede sonar un poco aterrador que una persona te diga: ‘Yo necesitaba que alguien me ayudara a decir cómo me sentía, y en su libro lo he encontrado’. Sin entrar en profundidades, diría que a veces yo también necesito a Pamuk y voy a su encuentro”.

“De mis libros, siempre preferiré el último. Está por salir El genio del tiempo. Allí encontraremos muertes, trastornos psicológicos, incestos, pedofilias. En la ficción el escritor está protegido, aun cuando se aborden temas duros. Pero cuando se trabaja sobre casos reales, como el de una paciente con cáncer que decidió suicidarse porque no conseguía medicinas, uno se siente desprotegido, frágil”.

Partir

“¿Qué momentos estamos viviendo hoy? Estamos en algún círculo del infierno. Es como la caída de los dioses de la mitología nórdica. No puedo despegarme de esta realidad. No puedo irme del país. Yo quisiera que el país cambiara. Yo quisiera irme y regresar sin problemas. El país es una perversidad descontrolada”.

“Pienso todo el tiempo en la imagen de un bosque. Quisiera ir a Rusia y ver un bosque de abedules. Pero lo que tengo es este paisaje con sus costas. Nunca me siento en casa, y eso se lo agradezco a esta ciudad. No me gusta el mar. Pero estoy acá, sentada a la orilla de una playa, y pienso en el bosque. Entonces el contraste me recuerda que debo partir”.

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*La entrevista forma parte del libro Nuevo país de las letras, publicado por Banesco Banco Universal, Caracas, 2016. Compilación: Antonio López Ortega.


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